Joyce Oates - Ave del paraíso

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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O Aaron es tímido, le falta confianza en sí mismo. Le da miedo que alguien se ría de él, eso es lo que le hace peligroso.

A partir de la muerte de su madre se daba por sentado que Aaron estaba gravemente perturbado, por lo que sus faltas de asistencia a clase raras veces se investigaban; su pupitre vacío al fondo del aula se veía con agrado, tanto por los profesores como por sus compañeros de clase. Sin embargo, ya mucho antes de la muerte de Zoe Kruller, Aaron había sido una fuente de dificultades porque no sabías decir, en el caso de que fueras una persona adulta con autoridad, si el chico alto y desgarbado de aspecto indio estaba siendo cortés a su manera peculiar cuando murmuraba Sí señora no señora ¡síseñor! ¡noseñor! o si estaba siendo grosero, maleducado. A menudo Aaron, si estaba sentado, se ponía de pie a trompicones cuando alguien se le acercaba; su reacción parecía respetuosa, pero le proporcionaba la ventaja de sobresalir sobre los profesores más bajos, de ordinario del sexo femenino. Las personas mayores que conocían a Zoe creían detectar en el hijo algunas de las amables cadencias cantarinas del habla de su madre, pero en su rostro, cerrado como un puño, nunca aparecía el cálido destello de la sonrisa de su madre, aquel destello de rosadas encías descubiertas y vulnerables.

Sólo se veían los ojos oscuros e implacables, los iris como cabezas de alfiler. Asombroso cómo te hacía sentir que estabas siendo observado a través de la mira de un rifle telescópico.

Más de una vez en sus primeros años de escolarización se le había apartado de las aulas -por peleas en el recinto escolar, por amenazar a sus condiscípulos, por «insolencia» en su trato con personas mayores que representaban a la autoridad-, pero siempre se le había permitido reincorporarse, aunque sometido a un periodo de prueba. Incluso los profesores con optimismo juvenil que aseguraban reconocer, pese a todo, al Aaron Kruller «real», daban por sentado que, al año siguiente, cuando cumpliera los dieciséis, y sin la exigencia legal de seguir sus estudios en el Estado de Nueva York, dejaría el instituto, como lo había hecho su padre, Delray.

– Todo le sale mal. Hay que compadecerse de él.

Aunque Ben, con su voz agria y burlona, no sonaba en absoluto como si se compadeciera de Aaron Kruller.

Con frecuencia ya -desde que nuestro padre se había marchado de casa, desde que el problema había sacudido nuestras vidas como una inundación repentina cargada de agua sucia y de desechos- mi hermano hablaba con aquel aire de dolorida indignación y de sarcasmo. Ben no había sido nunca un niño con mucho carácter, se mostraba tímido en presencia de nuestro padre, deseoso de que Eddy se fijara en él y deseoso de ser querido, pero poco dispuesto a hacerse notar como -en mi condición de niñita de papá- me sucedía a mí; y ahora, en cambio, de la noche a la mañana, Ben parecía haberse apropiado de algo del violento desdén de nuestro padre, incluso sus expresiones faciales: frente con arrugas, ojos entornados, mirada de serpiente venenosa que reflejaba una malevolencia casi regocijada.

Yo pensaba que nuestra madre empezaba a tenerle miedo. Las dos habíamos quedado marcadas por las horribles palabras que salieron de su boca después de que la policía de Sparta registrase la casa. ¡Abrirle la cabeza! ¡Romperle el cráneo! Yo también sé cómo usar un martillo. Lo sabe cualquier gilipollas.

¡Sólo bromeaba! Seguro.

En aquellos días -finales de febrero, marzo- no estábamos más que mi madre, Ben y yo en la casa de Hurón Pike Road. Ben y yo regresábamos de clase aterrados. Esperábamos que sucediera algo: esperábamos la noticia de que Edward Diehl ha sido detenido en relación con el homicidio de… o la noticia de que Edward Diehl ha quedado libre de sospecha en el caso del homicidio de… o a la espera de que nuestra madre nos llamara, cuando entrábamos en casa por la puerta de atrás ¡Papá vuelve a casa! Todo está resuelto.

Por el instituto y por el autobús escolar circulaba el rumor de que Aaron Kruller había abordado a Ben en el vestuario que los dos compartían. Aaron Kruller, con su metro setenta y ocho de persona mayor, sobresaldría por encima de Ben Diehl, con poco más de un metro sesenta, como un hombre adulto por encima de un niño, intimidándolo con su sola presencia. Según los rumores que me habían transmitido -por separado y jubilosamente- varias condiscípulas, de las cuales una era una Bauer prima segunda nuestra -una chica que debería tener una actitud protectora hacia mi hermano-, el chico Kruller habría empujado a Ben contra una hilera de armarios sin explicación ni aviso previo, y cuando Ben intentó devolverle el empujón, y golpearlo con los puños, Aaron Kruller le abofeteó calmosamente -no utilizó los puños, sino la mano abierta- haciéndole sangrar por la nariz, mientras otros chicos, temerosos de Aaron Kruller, se apartaron, mirándolo todo pero manteniendo sus distancias; tampoco había ido nadie a denunciar el ataque al profesor de gimnasia, ni siquiera el pobre Ben.

– Me he caído. Me he caído en el hielo. Me he golpeado en la cara y me ha sangrado la nariz. No es nada. No te preocupes.

Así explicó Ben su rostro maltrecho a nuestra madre aquella noche. Abrumada por lo que fuese que había sucedido aquel día -algo de lo que Ben y yo sabíamos más bien poco, aunque adivinábamos que incluía llamadas telefónicas, viajes hasta la ciudad para hacer «recados», visitas de los Bauer, una consulta con su abogado- nuestra madre apenas pareció oírle.

Otro incidente, del que se me informó, fue que Aaron Kruller había seguido a Ben hasta la pasarela encima del río, amenazándolo con empujarlo, y que luego se había reído de él cuando Ben rompió a llorar.

Me di cuenta de que Ben estaba tenso, disgustado. Vi el diente roto, la cara magullada. Me daba miedo enfadar a mi hermano, pero tuve que preguntarle si era verdad que Aaron Kruller lo estaba siguiendo, que le había amenazado, y Ben dijo que no, que no era cierto.

– Sandeces.

Debió de notarme incrédula, por lo que repitió con aire despectivo no no no; no es cierto, es mentira, joder.

– No le digas nada a mamá, Krista. Para empezar llamaría al instituto, ¿comprendes? Llamaría al director y me complicaría la vida todavía más. O peor aún, llamaría a los polis. Ten la boca cerrada.

Le pregunté a Ben si Aaron Kruller lo miraba mal porque creía que papá era el culpable de lo que le había sucedido a su madre y Ben respondió muy alborotado:

– ¿Estás loca, Krista? ¿Qué te propones diciendo una cosa así? Eso es una tontería.

Le pregunté por qué era una tontería, y me contestó, empujándome (estábamos solos en casa, nuestra madre se había marchado a hacer uno de sus desesperados recados a la tienda de comestibles, o a la farmacia, porque parecía que Lucille Diehl estaba siempre en Walgreen con la receta de una medicina):

– Hay que compadecerse de Kruller, que es un pobre desgraciado. Su padre, que es un borracho, mató a su madre, que era una yonqui y una puta, ¿se te ocurre algo más patético que todo eso?

La manera en que Ben torció la boca al decir una yonqui y una puta me hizo ver que también había llegado a aborrecer a Zoe Kruller.

Pero a nosotros siempre nos gustó Zoe, ¿verdad que sí?

En Honeystone's siempre queríamos que nos sirviera Zoe, ¿no es cierto?

¿Cómo sucede que ante alguien que te gusta mucho, alguien incluso a quien quieres, quizá, más adelante, no mucho más adelante, lo que sientes es odio? ¿ Un odio terrible que te incita a la violencia? ¿Un odio con ganas de matar?

¿Por qué?

Ya cuando estaba en octavo grado, a los trece años, y compartía el autobús escolar con chicos de más edad, empecé a oír palabras como puta, fulana, prostituta y a tener una idea de lo que aquellas palabras podían significar. Sin necesidad de preguntar, entendí que se trataba de malas palabras que se aplicaban exclusivamente a las mujeres.

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