Joyce Oates - Ave del paraíso

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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Mi madre miró fijamente a Ben. Por un momento pen sé que le iba a dar un bofetón -me daba cuenta de que mi hermano lo estaba esperando, por un temblor en el párpado, la sonrisa burlona que no desaparecía-, pero no hizo más que mirarlo, estremecerse a causa de la corriente fría que entraba por las ventanas abiertas y dar media vuelta.

Arriba, en su dormitorio, mamá durmió durante el resto del día. Durmió y durmió y a la mañana siguiente nos pre paramos el desayuno con cereales que no había que calentar y caminamos con dificultad por el camino de entrada hasta el autobús escolar sobre una nieve recién caída que cubría la mayor parte de las huellas de los neumáticos, de manera que casi no había quedado rastro de la visita de la policía.

Ben dijo con una risa muy desagradable que deberíamos haberla despertado, y que quizá estaba desmayada o muerta.

Pero era demasiado tarde. Ninguno de los dos iba a volver a casa. Esperamos como siempre a que apareciese el autobús escolar. Había una curva en Hurón Pike Road a cosa de medio kilómetro y a partir de ahí se veía acercarse al autobús de color zanahoria. Una curva en la carretera siguiendo el brillo del río, donde el hielo estaba roto a lo largo de la orilla, como dientes destrozados.

En algún sitio próximo cantaba un pájaro. Era un canto lleno de vida, persistentemente nítido, muy hermoso de oír. Tan hermoso que me rompió el corazón. En las ramas nevadas de un árbol de hoja perenne vi un cardenal -brillantes plumas rojas y coronilla negra, un macho- y la hembra también estaba allí, plumas verde oliva, idéntica coronilla negra y robusto pico naranja. Los dos cantaban y yo dije:

– ¿Te parece que pueda ser ésa el «ave del paraíso», ahí mismo en nuestro árbol?

Y Ben respondió, riendo:

– No.

17

Creo que debería decir, sin más, Fue el momento de mi vida en que me enamoré de Aaron Kruller.

Debería haber alguna manera de redactar esto que permitiera entender al lector Se está enamorando de ese chico. Su humillación va a ser enorme, va a hacer el tonto del modo más terrible, ¿es que no la puede parar nadie?; una forma que fuese indirecta y elíptica, que fuese una sugerencia y no una afirmación categórica; pero quiero hablar con franqueza, quiero decir algo que no me permita retractarme Sí; estaba enamorada del hijo de Zoe Kruller, era la primera vez en mi vida que me enamoraba. Y ninguna otra vez es como la primera.

Incluso antes de que mataran a su madre de aquel modo tan terrible y tan salvaje, y antes de que todo Sparta hablara de ello y de que, además, los chicos de mente depravada encontraran motivos para reírse, Aaron Kruller era ya un problema.

Tenía problemas y los causaba.

Aaron Kruller era uno de los chicos con aspecto indio del instituto de mi hermano, pelo oscuro, áspero y liso, y ojos negros y desafiantes, un poderoso resalte óseo encima de los ojos y unas cejas espesas y prominentes como las de un adulto, el rostro con cicatrices de los golpes recibidos jugando a lacrosse. En noveno grado medía un metro setenta y ocho, pesaba sesenta y ocho kilos y sobresalía sobre sus condiscípulos más jóvenes -en su mayoría de raza blanca-, por lo que resultaba una amenaza tan llamativa como una navaja de resorte entre varios cuchillos para cortar el pan. Era un chico al que había que evitar, cerca de él nunca darías un empujón en las escaleras ni en la cola de la cafetería ni le mirarías a los ojos, Aaron Kruller era en sus movimientos cauto e impulsivo al mismo tiempo, fríamente remoto y sin embargo impaciente, imprevisible, Dado que tenía un padre mestizo y una madre blanca, no estaba nada claro qué era; sí, en cambio, lo que no era: ni chico blanco, ni indio seneca pura sangre como los de la reserva.

Se llamaba «Aaron», sin embargo, un nombre bello y misterioso salido de la Biblia, creo yo. Al igual que «Zoe», aquel nombre había adquirido un significado especial en mis oídos, y repetía los dos en voz alta, acariciándolos: «Aaron», «Zoe».

¡Pobre chico! Fue su padre quien mató a su madre, y él encontró el cadáver.

O ¡Pobre chico! Su madre era adicta a la heroína y prostituta, uno de sus clientes la mató, y Aaron encontró el cadáver.

O ¡Qué pobre desgraciado ese chico Kruller! Después de la manera tan horrible en que mataron a su madre, no han detenido a nadie todavía. Aaron encontró el cadáver, Lo que tiene que haber jodido al chico por completo, pero es bien difícil que te caiga bien, con esa pinta que tiene. Y el tamaño…

En sus clases del instituto Aaron Kruller era una presencia perturbadora. Con frecuencia se mostraba inquieto, aburrido. Su estado de ánimo cambiaba a ojos vistas, como las nubes en el cielo de los montes Adirondack. Al fondo del aula donde se le permitía sentarse -en los centros docentes públicos de Sparta de todos modos la mayoría de los chicos de aspecto indio preferían sentarse al fondo de las aulas- fijaba su mirada acerada en el profesor que tenía delante como un cazador cuando divisa a su presa. Tenía una forma de alzar el pupitre con sus muslos musculosos, forzando el respaldo de su asiento (que estaba unido al pupitre) contra la pared trasera, arañándola y marcándola con un ritmo constante que parecía calculado para molestar a otros y enfurecer y exasperar al profesor, aunque probablemente era un proceder instintivo, sin premeditación. Aaron no parecía una persona muy consciente de sus actos, que meditara mucho las cosas. Como si sus pensamientos estuvieran en otro sitio y requirieran toda su atención. Con frecuencia llegaba a clase con ojeras muy marcadas, como si no hubiera dormido en toda la noche; tenía una mirada vidriosa, soñadora; se dormía con la cabeza apoyada en los brazos cruzados y a ningún profesor se le hubiera ocurrido despertarlo.

Con mucha frecuencia, también, faltaba a clase.

Luego regresaba con el rostro magullado, costras recientes en los brazos y también en la cara y si algún adulto preocupado le preguntaba qué había sucedido, se encogía de hombros y murmuraba algo que sonaba como lacrós.

(Lacrosse no era un deporte que se practicara en los centros docentes de Sparta. Lacrosse era una variedad peligrosa y feroz de hockey sobre hierba a la que jugaban exclusivamente los chicos de aspecto indio; ningún blanco se hubiera atrevido a jugar con ellos por miedo a que le rompieran los dientes o el cráneo.)La mayor parte de los días, Aaron Kruller llevaba camisetas y vaqueros negros o pantalones de trabajo manchados de grasa. También se ponía camisas de franela que podían estar lavadas -si es que lo estaban- pero no planchadas. Usaba un sucio chaleco de color verde lagarto que parecía proceder de los desechos de un motero. Un cinturón de cuero con una hebilla de latón y forma de cabeza de cobra, cintas de cuero trenzadas para el pelo y brazaletes de metal en las muñecas como los que usan los moteros de más edad. Botas con refuerzos delanteros, y manchas de grasa por el trabajo en el taller de reparaciones de Quarry Road del que era propietario Delray Kruller, ya que, según se decía, Delray necesitaba que su hijo le ayudara porque no podía permitirse mecánicos a tiempo completo, y que estaba al borde de la quiebra por los préstamos sin pagar, y por los abogados locales que había tenido que contratar en aquella temporada en que la mala suerte los perseguía tanto a él como a Eddy Diehl.

No hay que ser exigentes con los chicos indios era la actitud consensuada entre los enseñantes de los centros públicos de Sparta la mayoría dejarán de estudiar a los dieciséis años, desaparecerán en la reserva india o en el ejército de los Estados Unidos o en Attica. Debido a que era mestizo, Aaron Kruller era algo así como una excepción, conocido como hijo de Zoe Kruller, que había sido durante años -antes de la notoriedad de su muerte- una «cantante» popular en la zona, con un grupo también popular, de manera que los profesores se esforzaban más con Aaron pese a sentirse incómodos en su presencia, y aunque recelasen de su mal genio; era un caso típico de alumno difícil de quien un profesor inclinado al optimismo juvenil decía ¿Sabes?, ese muchacho Kruller es de verdad inteligente, si tienes paciencia con él acabará por responder al interés que te tomes.

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