Después recordaría cómo, cuando Martineau se presentó y presentó también al otro detective, ninguno hizo intención de estrecharle la mano. ¡Aquello le dolió! ¡Aquello fue insultante! Siempre había sido un hombre bien visto por otros hombres desde el primer momento; un hombre en el que otros confiaban. Y ahora, los ojos de aquellos desconocidos -que lo valoraban con frialdad- le hicieron saber que desconfiaban de él y que no les gustaba; estaban más que dispuestos a creer que había asesinado a una mujer en su cama; no era una persona cuya mano desearan estrechar.
Comienza mi castigo pensó. Una extraña sonrisa dolo- rosa le deformó la cara, la mandíbula inferior que le escocía debido… -¿a qué?- a un corte mientras se afeitaba horas antes, cuando se había raspado la piel en el baño del piso de abajo de su casa con temblorosa mano de borracho.
También creyó que aquello -el sombrío coágulo de sangre bajo el labio inferior, el ligero temblor de los dedos- lo veían los detectives, y que lo archivaban como síntomas de culpabilidad.
En el despacho exterior Myrtle lo miró fijamente. Cincuenta años, divorciada, pero con su ex marido muerto, por lo que se consideraba viuda, afligida y ofendida, y enamorada durante ocho años de Eddy Diehl; pelo teñido de negro y piel con la blancura del pan, labios de color rojo anaranjado en los que nunca faltaba una sonrisa para su jefe, tan bien parecido, si bien ahora, en esta mañana de lunes, Myrtle, en lugar de sonreír, miraba fijamente, avergonzada y sorprendida, al comprobar que sin lugar a dudas los agentes de policía de Sparta se llevaban a Eddy y no daban ninguna explicación. Fuera, en el aire frío y cortante de una mañana de febrero gris y húmeda, estaba Paul Cassano, calvo y sin pelos en la lengua, el jefe de Eddy, apeándose de su furgoneta Scout y mirando con asombro a Eddy Diehl como si no lo hubiera visto nunca; Eddy alzó la mano en un pálido saludo:
– Paul, ha surgido algo imprevisto. Estaré de vuelta en cuestión de una hora.
Empleados que cargaban madera en un camión hicieron una pausa para mirar en silencio mientras Eddy Diehl era conducido hasta el Oldsmobile de color de limaduras de acero, y se le hacía subir humildemente, humillado, en el asiento trasero, detrás de una partición de plástico.
Como un preso en una celda provisional, aunque sin esposas.
Eran personas que conocían a Ed Diehl desde hacía años. Algunos habían trabajado con él cuando era carpintero, uno más del equipo. Ahora, aunque había sido ascendido a un puesto burocrático, seguía siendo uno de ellos, las simpatías naturales de Ed Diehl iban hacia ellos y no hacia Cassano, su jefe. Y a aquellos hombres Ed Diehl les gustaba muchísimo más que Paul Cassano, que era quien pagaba su sueldo.
Sabían de la «relación» de Eddy con la mujer de Delray Kruller, quizá. Algunos de ellos, con toda seguridad. No era exactamente un secreto.
¡Eddy Diehl, cielo santo!¿Detenido?
¿Ha matado a esa tal Zoe? ¿Él?
¡Una hora! Qué equivocado estaba.
Retendrían a Edward Diehl -«una persona de interés para la investigación»- durante siete horas y cuarenta minutos. Aquel primer día en la jefatura de policía de Sparta.
Como un hombre en trance -nunca despierto del todo, nunca inconsciente- permitió, con docilidad inusitada, que lo llevaran a una habitación del segundo piso -sin ventanas y con luz fluorescente- en el destartalado edificio de ladrillo -en la esquina de South Main Street e Iroquois- contiguo al juzgado y a la cárcel de Herkimer County. Aquella zona de Sparta incluía en parte edificios municipales, estructuras de muchos pisos para estacionamiento de vehículos y «espacios públicos» llamativamente abiertos y, en parte, zonas urbanas deprimidas: en los intersticios de los edificios oficiales había tiendas de empeño, oficinas de avalistas de fianzas, tiendas de vinos y licores con rejas en los escaparates que eran como muecas. Había establecimientos con carteles bien visibles: se canjean cheques. Había centros de inspiración religiosa: asesoramiento para familias cristianas de herkimer county. En Iroquois Street había tiendas de saldos, peluquerías, una farmacia de la cadena Rite Aid, pequeños restaurantes y pizzerías con escaparates deprimentes, bares. De todos ellos, Eddy Diehl sólo conocía el Iroquois Bar & Grill donde policías que no estaban de servicio y personal del juzgado pasaban el rato y donde el barman era un tipo con el que había ido al instituto: un fracasado que regresó de Vietnam con una placa de acero en la cabeza y cuyo saludo Qué tal Diehl cómo te va era para Eddy como el saludo de un hermano enfermo y triste que nunca hubiera ido a la guerra.
– No tiene necesidad de un abogado, señor Diehl. Todavía no.
Le gustó que Martineau siguiera llamándolo «señor Diehl». No había mucha gente que llamase «señor Diehl» a Eddy; el último que recordaba era uno de los profesores de su hijo, con el que se había tropezado por la calle.
No quería un abogado, por supuesto. Maldita sea, no. Todos los Diehl desconfiaban de los abogados, sólo tenían comentarios desdeñosos que hacer sobre los abogados, y llamar ahora a uno, a raíz del asesinato de Zoe, sería la decisión de un hombre culpable.
Repetidas veces, durante el asedio de siete horas y cuarenta minutos que siguió, a Eddy le aseguraron que no había sido detenido, que sólo se le estaba «entrevistando». Se trataba de una «conversación», no de un «interrogatorio», si bien, en pro de la exactitud, se iba a grabar. Era inocente, aunque Eddy no pronunció la palabra inocente, le asustaba la palabra inocente, una palabra ridícula ¡inocente!, y les iba a decir a aquellos agentes todo lo que sabía, absolutamente todo, sin ocultar nada, juró que no se guardaría nada, porque estaba dispuesto a cooperar de cualquier manera que le fuese posible, para ayudarlos en su investigación sobre la muerte de Zoe Kruller.
La mujer, la esposa de Delray Kruller, a la que Eddy Diehl «conocía», ¿no era eso cierto?
Sí, era cierto.
Se pasó la lengua por los labios y frunció el ceño. Se había estado rascando la barbilla y en los dedos le aparecieron tenues manchas de sangre, el corte que se había hecho al afeitarse. Se preguntaba qué podría decir que los detectives no supieran ya. La estrategia de quienes lo interrogaban era hacer preguntas y nunca responder a preguntas. Se limitaban a repetir las mismas desde perspectivas ligeramente distintas. Eddy empezó a oír su voz demasiado alta y ronca en la habitación sin ventanas, la voz de un hombre culpable, de un hombre muy turbado. Resultaba extraño pensar -como podría pensarlo un insecto capturado en las pegajosas hebras de una tela de araña- que cuanto más se debatía para librarse, con los esfuerzos y la agitación del que actúa sin malicia, más enredado quedaba.
Y sin embargo, era cierto: ignoraba quién se podía haber ensañado con Zoe Kruller, de verdad. Había quienes creían -así lo explicó Eddy, como si los detectives pudieran no saberlo aunque los medios de comunicación llevaban más de veinticuatro horas repitiéndolo- que Delray, el marido de Zoe, era la persona con más probabilidades de haberla «agredido», existía incluso un rumor -«No sé si es verdad»- según el cual Delray habría confesado, pero, por supuesto, Eddy Diehl no tenía ni idea de si eso era así, ningún conocimiento de primera mano de que fuese así.
Le preguntaron cómo había conocido a los Kruller y se lo contó: taller de reparaciones Kruller. Taller de motocicletas. Delray era muy conocido en algunos ambientes de Sparta. Si alguien necesitaba un buen mecánico, Kruller era la persona indicada. Si te gustaban coches que se salieran de lo corriente, Kruller era tu hombre. Eddy habló con admiración de cómo Delray había reconstruido para él un Pontiac GTO algunos años atrás. «¿Saben de lo que hablo? El modelo del año 75.» Había llevado a Delray un Stingray 1980 para que se lo adaptara a sus necesidades, más un Mustang, un Plymouth Barracuda y el jeep que todavía utilizaba. ¡Cuánto calor! Mientras hablaba se daba cuenta de que no decía lo que debía decir, de que no pronunciaba el nombre Zoe Kruller, que era lo que los detectives, pacientemente, esperaban oír. ¡Cuánto calor! Era como un chiste -era un chiste- y le hubiera gustado hacerles un guiño, para reconocer que captaba el chiste: cómo sus enemigos le estaban haciendo sudar, cómo le estaban haciendo sudar la gota gorda hasta sacárselo.
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