Joyce Oates - Ave del paraíso

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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Sólo necesitas decirme lo que tengo que hacer y lo haré.

Todas las veces.

Así era Zoe cuando estaba de un humor como de música folk. Quizás era sincera al decirlo, pero sólo mientras lo decía, sólo en el momento de decirlo.

Aquel día, ¡santo cielo!, cuando se había presentado Krista.

Krista, de vuelta de sus clases a mediodía, inesperada. Y allí estaba Zoe en el fregadero, enjuagando tazas, cantando para sus adentros, silbando, y él bajaba por la escalera y había oído voces en la cocina y había entrado, lleno de asombro al ver a su hija, mirándolo con una sonrisa como de quien se disculpa: ¿Papá? ¿He vuelto a casa cuando no debía?

Eso era lo que había dicho, lo que Eddy recordaba. No tenía ni idea de lo que le había respondido.

Una vez en su oficina necesitaba hacer distintas llamadas. Las llamadas de cada día a proveedores, a clientes, a trabajadores en nómina. Todos los días, y hoy no sería diferente de cualquier otro día, al menos era eso lo que quería pensar.

Excepto: un trago rápido de la botella de Jim Beam que guardaba en el cajón inferior del escritorio:

– Sólo para aclararme la cabeza.

Sentía la necesidad de dar explicaciones. A Lucille, o a quien fuera.

Extraña necesidad de hablar en voz alta, de darse instrucciones a sí mismo. ¿Estaba borracho? ¿No con resaca sino todavía borracho? No había dormido la mona, no había vomitado ni había meado el largo recorrido de la curda de ayer.

Y en consecuencia estaba teniendo un problema fundamental: comprender.

Porque, ¿qué significaba Zoe Kruller está muerta, ha muerto, la han matado?

Todavía más desconcertante: Zoe Kruller se ha ido, no vas a volver a verla nunca.

Le estaba partiendo por el eje tener que pensar en Zoe Kruller como muerta, muerta una persona que había estado tan llena de vida en toda su existencia, y también cuando la estrechaba entre sus brazos. Nadie más vital que Zoe Kruller, tan cálida como un rasgueo de guitarra. Además de estar presente en la cocina de su casa, también lo estaba en la cama del piso de arriba. La cama en la que tenía que dormir, o al menos intentarlo, con su mujer. Cerraba los ojos y veía la boca hambrienta y húmeda de su amante, las encías descubiertas cuando le obsequiaba con su gran sonrisa feliz, un espectáculo que algunas veces prefería no ver porque le parecía demasiado íntimo, como si Zoe quedara desprotegida. Los tibios brazos pecosos alrededor del cuello, brazos serpenteantes que tiraban de él hacia abajo, risas, besos con la lengua, el vientre, pequeño y caliente, apretado contra el suyo, sexo contra sexo, Eddy no lo soportaba. ¿Has echado de menos follar conmigo?¿De verdad?¿Mucho? Demuéstramelo.

O apartándolo, malhumorada y entre mohines, con lo que tenía un momento de pánico al no saber si era sincera o se estaba burlando ¿Sabes lo que te digo? Puesto que no me quieres, vuelve con esa mujer tuya tan gorda y engreída, ¡hijo de puta!

Estaba al teléfono, hablando con el proveedor de materiales para techar. Encendió torpemente un pitillo, tenía que ser el segundo, había ya una colilla humeante en el cenicero negro de plástico con sparta construction, inc. en letras rojas. Para consternación suya, como un actor en una película cuando la música se llena de aristas y de percusión, interrumpió el diálogo al ver por la ventana de su despacho dos vehículos que entraban en el aparcamiento: un coche patrulla de la policía de Sparta y un pesado Oldsmobile de un modelo nuevo y color de limaduras de acero que tenía que ser un automóvil sin marcar de los que también utilizaba la policía.

Rápidamente cerró de una patada el cajón del escritorio. Había bebido muy poco whisky, nada que se pudiera detectar.

Le temblaban las manos. Un nudo en el estómago. A decir verdad no estaba seguro, en aquel instante no habría podido afirmar su inocencia. Si había sido ¿1, o el otro tipo, Delray, el marido, quien había estrangulado a Zoe. No habría podido decirlo.

¡No me tientes, Zoe! No vayas demasiado lejos.

En el despacho exterior, Myrtle, la recepcionista, que acababa de llegar sin aliento y con una caja de cartón con café en dos vasos grandes de espuma de poliestireno -uno para ella, otro para Eddy Diehl-, sería la primera en recibir a los agentes. No tuvo tiempo de avisar a Eddy, porque los malditos polis abrieron la puerta de su despacho y entraron sin más contemplaciones.

Cuatro hombres: dos agentes uniformados más bien jóvenes y dos detectives de paisano. En aquel instante se le ocurrió Esperan que me resista. Tienen intención de matarme. ¡Han mandado a cuatro!

– ¿Edward Diehl? Necesitamos hablar con usted.

Necesitamos. Notó aquello, no habían dicho queremos. Y nada de preguntar.

Sentado detrás de su mesa, mirándolos. ¿Cómo se comportaría un hombre inocente? ¿Sin sonreír, sorprendido? ¿Cortés pero… inflexible? Había colgado el teléfono, las manos extendidas sobre la superficie de la mesa que tenía delante. Ningún movimiento brusco, eso lo sabía de sobra. Sintió cierto alivio, los polis que habían enviado no eran gente que conociera. En la comisaría de policía de Sparta y en el despacho del sheriff de Herkimer County había gente que conocía y habría sido embarazoso que uno de ellos hubiera venido a buscarlo. Pero los cuatro que tenía delante eran todos desconocidos.

– ¿Sí? ¿Por qué?

De pronto se le ocurrió, quizá Delray no había confesado. Quizá no era más que un rumor. En las noticias locales de las seis de la mañana no se había mencionado la confesión del marido de Zoe.

– ¿No se le ocurre por qué, señor Diehl? -el detective de más edad habló con despreocupación, con una sonrisa que era como un modesto anzuelo.

– Quizá sea… sobre…

Le falló la voz, guardó silencio. En su rostro había un acaloramiento producido por el whisky, tuvo la seguridad de que los detectives lo notaban.

Y el whisky, en el estómago, lo sentía como un tapón de flemas abrasadoras, indigestible, espantoso. No se explicaba cómo había hecho algo tan irracional a las siete de la mañana de un lunes.

El detective de más edad se presentó y presentó a su compañero -«Martineau», «Brescia»- pero no a los agentes uniformados, más jóvenes. Acto seguido procedió a decir que «sería una buena idea» que el señor Diehl los acompañara a la jefatura de policía, en el centro de Sparta: tenían que hacerle algunas preguntas con motivo de la investigación acerca de la muerte de Zoe Kruller en la madrugada del domingo. Todo aquello Eddy lo oyó a través de un rugido en los oídos como si una excavadora estuviera trabajando a poca distancia. Martineau le aseguró que la entrevista no llevaría mucho tiempo y, en su desesperación, Eddy se aferró a las palabras no llevará mucho tiempo como si fuera una promesa a un niño asustado ¡no llevará mucho tiempo, no llevará mucho tiempo!, la más descarada y transparente de las falsedades y sin embargo Eddy Diehl se aferraría a aquellas palabras - no llevará mucho tiempo, señor Diehl - mientras, tembloroso, se levantaba de la silla giratoria detrás de la mesa, buscaba a tientas el chaquetón con grueso forro de lana de borrego que había arrojado sobre una mesa cercana y los guantes de cuero. No pudo por menos de advertir, pese a su estado de agitación, cómo los dos agentes más jóvenes estaban preparados para lanzarse sobre él, para sujetarlo, en el caso de que «se resistiera»; en el caso de que hiciese un brusco movimiento imprudente como el de abrir un cajón para apoderarse de un arma, o hundiera la mano en un bolsillo del chaquetón. Había sido soldado en otro tiempo: un joven nervioso en uniforme, armado, entrenado y listo para la acción. Sobre todo, listo para la acción cuando se creía en presencia de un peligro. El pensamiento de cómo en el espacio de unos segundos aquellos jóvenes le habrían sujetado los brazos, inmovilizándoselos detrás de la espalda y le habrían obligado a tumbarse en el suelo, boca abajo, al mismo tiempo que le decían a voz en grito, frenéticamente ¡Al sucio! ¡Al suelo! ¡Boca abajo en el suelo! bastaba para serenar a cualquiera.

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