Joyce Oates - Ave del paraíso

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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Eddy Diehl renunciaría a aquel orgullo. Si se le concedía seguir siendo un hombre libre el domingo en que Zoe Kruller había encontrado la muerte.

– Nunca podré perdonarlo. Que permitiera que me enterase de la manera en que acabé por enterarme. Eso fue una traición.

De las muchas amargas acusaciones que mi madre haría contra mi padre una fue que, aunque era evidente que para la una y media de la tarde de aquel domingo ya se había enterado de la muerte de Zoe, se marchó de casa sin contárselo a ella.

De manera brusca, sin la menor explicación, salió de la casa y no dijo ni dónde iba ni cuándo volvería, aunque sin duda sabía que Edward Diehl iba a quedar implicado en la investigación de la policía.

De manera que permanecimos ignorantes de lo sucedido durante la mayor parte del domingo. Mi madre, Ben y yo. No teníamos ni idea de que, en algunos sectores, las noticias sobre el asesinato de Zoe Kruller se estaban extendiendo por Sparta como un fuego devorador, antes incluso de que la radio local lo anunciase y empezaran a emitirse comunicados por la televisión; una red de amigos, parientes, antiguos compañeros de instituto de Zoe y Delray se telefoneaban ya unos a otros con la asombrosa noticia. No una mujer asesinada en West Ferry Street sino Zoe Kruller asesinada en ese lugar donde había estado viviendo lejos de su familia.

Y en donde las exclamaciones de horror se mezclaban con los reproches Dada la vida que llevaba, algo así tenía que suceder…

A última hora de la tarde del domingo se empezaba a saber que Delray Kruller, el marido «distanciado», había sido conducido a la jefatura de policía de Sparta para interrogarlo sobre la muerte de su esposa y al llegar la noche empezaba a decirse que Delray había «confesado» ser el autor del asesinato.

No del asesinato, pero sí de «maltratar» a Zoe.

De esto no se informaría en los medios de comunicación excepto como rumor y resultaría ser falso. Pero Eddy Diehl lo creyó, por entonces. Su reacción había sido de horror, furia, sentimiento de culpa… Si Delray había matado a Zoe, era por él.

¡Delray! Ese hijo de puta… Tenía que haber estado borracho…

El maltrato que Zoe había estado recibiendo de aquel maldito cabrón…

Ahora sí que ha terminado de arreglarlo, qué pensaría que iba a solucionar con eso…

Eddy Diehl había tenido que marcharse de casa por lo muy afectado que estaba. Se llevó el jeep y un paquete de seis latas de cerveza Molson. Le había hecho creer a su mujer que algo había ido mal en una de las obras en marcha, y que su jefe lo había llamado para hacer una comprobación; era muy de Paul Cassano llamar a Eddy Diehl en momentos así -«emergencias»- y si Eddy no regresaba a tiempo para la cena del domingo, Lucille lo entendería.

A Lucille no le gustaría, pero lo entendería.

Porque en la construcción siempre se tropieza uno con algún obstáculo. Puede presentarse, de manera simultánea, más de un obstáculo con el que tropezar. Sobre todo cuando los electricistas empiezan a intervenir, cuando el edificio está a punto de terminarse. Fontaneros, techadores, electricistas. Cuantas más personas intervienen, mayor es la probabilidad de que surjan problemas. Lucille había llegado a resignarse, hasta cierto punto. Le preocupaba el humor de su marido, su estado de ánimo cuando Cassano lo llamaba los fines de semana, no protestaba porque Eddy tuviera que marcharse de buenas a primeras ni tampoco preguntaba -de ordinario- dónde había ido después de visitar la obra ni por qué había tardado tanto tiempo en volver a casa. A veces Eddy se tomaba unas copas con los clientes, salir a tomar unas copas era «trabajo» y estaba del todo justificado, incluso en domingo. En cuanto a la noche anterior -la noche de aquel sábado, antes de la muerte de Zoe, a primera hora de la mañana del domingo- Eddy Diehl había estado ausente, y se aseguraba que había regresado hacia medianoche, subiendo la escalera a trompicones para acostarse.

Con quién había estado, no se acordaba.

Sólo unos tipos. En diferentes sitios.

Vuelve a dormirte, Lucille. Donde haya estado es un asunto que sólo me concierne a mí, cono.

– ¡Cómo se lo puedo perdonar! No tuvo el valor de contármelo. Me dejó que lo descubriera yo sola, los grandes titulares en el periódico, el retrato de Zoe por todas partes, «hombres que la visitaban»…

Mi padre tenía la idea de que a Zoe Kruller la habían matado hacia medianoche, pero de hecho, como determinaría el forense de Herkimer County, Zoe había muerto entre la una y las cuatro de la madrugada del domingo. Era difícil calcular de manera más exacta el momento de la muerte por cuanto se había dejado abierta una ventana en el dormitorio de la difunta y su cuerpo se había congelado en parte. Eddy Diehl aguantaría el domingo en un estado de embotamiento y desesperación. En el jeep, a lo largo del río, sin saber adónde iba, ni por qué se había puesto en movimiento, se fue metiendo bruscamente por carreteras que llevaban al campo, al norte, hacia las estribaciones de los Adirondack, y luego las seguía a ciegas y con un aire de desesperación hasta darse cuenta de que 110, de que no era aquello lo que quería, de que era la dirección equivocada, porque el firme se desintegraba para convertirse en grava y la grava acababa por transformarse en barro helado y con rodadas. Bebía mientras iba al volante -seis latas de cerveza Molson- y después sintió la apremiante necesidad de detenerse en uno u otro de los bares de carreteras secundarias donde en un interior en penumbra, no muy diferente de una cueva, los hombres se sentaban ante el mostrador, bebían, entablaban conversaciones o, si no querían hablar, veían retransmisiones deportivas en la televisión durante un largo y desolado día invernal.

– ¿Diehl? Hola.

En la County Line Tavern, conocía a Deke Jones, que llevaba en el bar desde los años de instituto y que se quedó mirando a Eddy Diehl, porque tenía que estar enterado -seguro que sí- de que Delray Kruller se había declarado culpable de asesinar a Zoe, su mujer. Los otros clientes hablaban entre sí en voz baja y con tonos apremiantes mientras Deke le servía una copa que Eddy se llevó a la boca con mano temblorosa y se bebió de un trago. Lo sabían -otros en la County Line que conocían a Eddy Diehl lo sabrían, y quizá estuvieran hablado de ello antes de que entrara él en el local-, desde su estado de agitación, con los nervios a flor de piel, Eddy Diehl lo dio por sentado, que otros lo estaban observando, sabían de Zoe y de él y de las probabilidades de que, si Delray había matado a Zoe, todo ello fuera consecuencia de una cadena de hechos que había comenzado con Eddy Diehl.

– ¡Santo cielo, Eddy! ¡Qué putada de noticia!

Deke sirvió a aquel hombre acongojado otra copa de Jim Beam.

Eddy bebió. En la County Line, en la Riverview Inn y en el Grotto de East Sparta. Bebió sin emborracharse ni tampoco, estaba seguro, quedar ligeramente obnubilado, enajenado; no lograba beber lo suficiente para dejar de pensar ¡Esto no puede haber sucedido! Condenada Zoe, es otra de sus puñeteras jugarretas. No te lo creas, no es más que una sandez.

Fue así como transcurrió el domingo. Una pesadilla turbulenta con una carga tal de vida real que Eddy Diehl podría haber creído que era él el muerto. Las mejillas, con barba de dos días, le dolían con la tensión de todas las cosas por las que quería protestar y no le era posible. Le zumbaban los oídos, tenía la ropa empapada en sudor y estaba tan agotado como un caballo al que se ha fustigado y se le ha hecho correr hasta casi matarlo. Le dolían los pulmones, respiraba agitadamente. Corría, avanzaba a trompicones por un aparcamiento nevado, en dirección al jeep. Su respiración se transformaba en vapor, un hilo de sudor semejante a sangre le bajaba por la cara desde la sien izquierda. Quizás estuviera Zoe en el jeep: acurrucada en el asiento del pasajero, los pies metidos debajo del cuerpo, piececitos cálidos y escurridizos que a él le gustaba tener entre las manos, y hacerle cosquillas en las plantas con sus hábiles pulgares Ahhh Eddy no hagas eso que me pongo a cien ah, ah, ha. ¡Ed-dy! estremeciéndose como si le hubiera provocado un orgasmo sólo con acariciarle los pies, a no ser que sólo estuviera de broma, uniendo su lengua cálida y húmeda con la punta de la suya, lanzando su aliento humeante en la boca de Eddy, excepto que la cabina del jeep estaba vacía, no había nadie en el asiento del pasajero, Zoe Kruller no había vuelto a estar en el jeep de Eddy Diehl desde diciembre, cuando rompieron.

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