Joyce Oates - Ave del paraíso

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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En la puerta de entrada reconocí los restos de una decoración navideña con guirnalda plateada y rojas bayas de plástico.

¡Un adorno navideño! Me pregunté si lo habría puesto Zoe Kruller, y pensé que sí, que parecía muy propio de ella. (Pero ¿por qué no se había retirado después de que hubieran sacado su cadáver por aquella puerta? Lo encontré injustificado.)Muy despacio crucé por delante de la casa. Se decía que Zoe Kruller había dejado a su familia para vivir en un barrio terrible dentro de Sparta, pero aquella manzana de West Ferry no era muy distinta de porciones de Hurón Pike Road donde también había casas viejas venidas a menos, caravanas ancladas sobre bloques de cemento y los restos de vehículos inservibles en los jardines delanteros.

En el número 347, la casa vecina, debía de vivir una familia con hijos pequeños, porque había juguetes en el camino de entrada, un triciclo caído y ropa tendida en el patio trasero.

Sábanas de una blancura deslumbrante ondeando al viento.

– Eh, tú.

Una chica robusta de unos doce años con rasgos indios muy marcados, pelo oscuro y áspero, la boca torcida en una mueca semejante a una sonrisa-¿amistosa?, ¿burlona?- me adelantó por la acera empujando un cochecito con un niño pequeño, y me pasó tan cerca que me rozó la pierna con una de las ruedas de la silla. «¡Lo siento!» Me aparté, queriendo pensar que sólo se trataba de un accidente. No quería ver la sonrisa de la india.

¡Chica blanca! ¡Zorra blanca! ¡Qué estás haciendo aquí, blanquita del carajo!

Seguí andando, muy nerviosa. No me pareció que la jovencita de aspecto indio fuese a dar media vuelta con el cochecito para seguirme, y así fue. Pero advertía la presencia de chicos mayores en bicicleta, que gritaban y armaban jarana en la calle, y no sabía si se burlaban de mí o les tenía por completo sin cuidado… Al cabo de un rato, desaparecieron.

Mi di la vuelta como por casualidad y regresé en dirección a la antigua casa de Zoe Kruller. El corazón me latía con fuerza como si esperase algo: exactamente qué, no era capaz de imaginarlo. Había dado por sentado que la casa estaba deshabitada y, sin embargo, en una de las ventanas del primer piso hubo un repentino movimiento poco claro, como si alguien dentro apartase el estor para mirar fuera.

Una mano femenina, ¿no era eso? Uñas pintadas de rojo.

Seguí avanzando deprisa. Luego eché a correr. No pensé Es el fantasma de Zoe Kruller porque no creo en fantasmas, no era una niña tonta a los once años, pero el corazón me latió con fuerza y se me erizó el vello de la nuca. (ion í a ciegas por West Ferry hasta Denver, que estaba sin asfaltar, y pasé de nuevo junto a la estación abandonada, donde el aire apestaba a toxinas, y crucé la pasarela sobre el río mientras pensaba en cómo las uñas de Zoe Kruller siempre habían estado tan maravillosamente cuidadas, siempre tan bien pintadas cuando nos servía en Honeystone's y cuando cantaba para nosotros bajo las luces cegadoras en el quiosco de la música: daba lo mismo que el aire del verano de Sparta estuviera cargado de humedad, que la temperatura en el parque se mantuviera por encima de los treinta grados; pensaba en cómo Zoe Kruller reclamaba nuestra atención, nuestro amor, nuestro aplauso… Todas las chicas del público querían ser Zoe Kruller allí arriba en el escenario, cuando agitaba y retorcía su esbelto cuerpecito, sus caderas y sus pechos puntiagudos de un tamaño sorprendente, cuando sacudía la rubia melena ondulada y lanzaba destellos con aquellas uñas pintadas de rojo que tenían que ser dos veces más largas que las uñas vulgares y corrientes de Lucille Diehl, para hacer juego con la seductora pintura de labios de un rojo brillante en la boca de Zoe que parecía así más sensual.

Oye, ¿qué tal, Krissie? Pensé que eras tú.

Y aquél el coche de tu papá, seguro.

¿Qué puedo haceros a todos hoy?

Y ¿había ido Ben en bicicleta hasta West Ferry Street? Sí; estaba segura de que sí. Mucho antes de que fuera yo. Lo sabía, era evidente para mí, aunque no se lo habría preguntado, ya que, en el caso de que lo hubiera hecho, se habría librado de mí con un encogimiento de hombros. ¡Sandeces! Era la manera que tenía de enfrentarse a todas las molestias de su vida que ya no podía controlar. Reír, encogerse de hombros. ¡Sandeces!, como si me diera un golpe en las costillas.

Incapaz de vengarse de la persona, o personas, que le hacían sufrir, Ben sabía que conmigo siempre tenía una víctima propiciatoria.

– ¡Tú, chica! ¿A quién estás buscando?

Aquella voz de mujer era suavemente burlona, censuradora: una voz al estilo de la de Zoe Kruller. Había un entusiasmo en ella como un anzuelo cebado, en un instante de debilidad vacilas y ya se te ha clavado.

Era otra tarde, más avanzada la primavera. La primavera del año -año terrible, interminable- en que asesinaron a Zoe Kruller. Varias veces había caminado ya en secreto por las vías del tren y había atravesado la pasarela para volver a West Ferry Street; siempre sola y siempre sorprendida por la normalidad de aquel barrio que era lo que personas de raza blanca como mi madre llamaban mixto, un barrio de gente de distintas razas. Allí había muchas personas de piel blanca, aunque no tantas como personas que mi madre consideraría esas otras, y si sentía cierta inquietud no era por el color de mi piel, o el de la suya, sino, porque en West Ferry y en las calles de los alrededores había muchos camiones y muchos camioneros y entre los últimos era razonable suponer que algunos conocieran a mi padre, Eddy Diehl, y que, si alguna vez me habían visto, o me conocían, podían reconocerme y contárselo a mi padre, o a mi madre, contarles que a Krista Diehl, una niña de once años, se la había visto en un barrio de Sparta, a kilómetros de distancia de su casa, en un lugar en el que a todas luces no se le había perdido nada.

Como me había visto aquella mujer que me estaba llamando. No porque me reconociera como hija de Eddy Diehl sino en mi calidad de desconocida que había estado caminando por un callejón sin asfaltar -caminando y mirando fijamente-, por detrás de las casas de apartamentos de West Ferry y que había hecho una pausa ante el número 349.

¡Qué destartalada parecía ahora la casa vista desde detrás! Venida a menos, abandonada, con tablas que se pudrían en el patio trasero, pájaros negros -cuervos, estorninos- de larga cola, que chapoteaban y se bañaban en charcos llenos de barro como niños hiperactivos.

– Oye, corazón: ven a decir hola. Nadie te va a morder, te lo prometo.

La mujer se había presentado como una aparición en el porche trasero de la antigua casa de Zoe Kruller. Quizá me había estado vigilando desde una de las ventanas.

Con once años era aún lo bastante joven, o parecía lo bastante joven, como para que los adultos se dirigieran a mí como si todavía fuese una niña pequeña. Y no tenía aún la presencia de ánimo de una adolescente para, simplemente, dar media vuelta y marcharme. Sonreí, nerviosa, y murmuré Hola. La mujer me hizo señas para que me acercase y así lo hice.

Y ¡qué extraña resultaba aquella mujer! En un primer momento pensarías que era hermosa, con glamour; pero no, no era ni hermosa, ni tenía glamour, sino que era más bien una burla de la belleza «femenina», del glamour, una máscara cosmética desfigurada. La cara era grande, redonda, en forma de luna, como la de mi madre, pero parecía brillar como si la hubieran frotado con un trapo grasiento y estaba además hinchada. El pelo, que le llegaba hasta el hombro, teñido de color remolacha, parecía ensortijado y apelmazado como si acabara de levantarse de la cama. Sobre su carnoso cuerpo se había puesto algo como de encaje, negro y ceñido -¿un camisón?, ¿un salto de cama?-, y encima una camisa de hombre de franela descuidadamente abotonada de manera que se podía ver, aun sin quererlo, una franja de encaje negro y unos pechos grandes y pesados del color de la manteca. Al igual que el rostro, su cuerpo parecía hinchado, enfermo de bocio. Desprendía, sin embargo, una extraña seguridad sexual, con una boca minuciosamente pintada de rojo carmesí, cejas depiladas y dibujadas muy finas, y rasgos como de muñeca apretujados dentro de la adiposidad de la cara. Allí había una mujer -una hembra- cuyo atractivo para los hombres sería poderoso, pensé. Como algunas de las chicas del instituto que conocía -de más edad y más maduras-, aquella mujer parecía pertenecer a otra especie del reino animal.

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