Joyce Oates - Ave del paraíso

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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Quise marcharme corriendo, ¡pero no pude! Me sonreía con mucha seriedad, muy esperanzadamente y de la manera más seductora.

– ¡Vaya! ¿Qué tal? Me llamo Jacky. ¿Y tú?

De nuevo, el extraño eco de Zoe Kruller. ¡Vaya!¿Qué tal?

En un artículo del periódico de Sparta sobre Zoe Kruller se había señalado que en el momento de su muerte vivía con una «amiga» en West Ferry Street; y que la amiga estaba ausente la noche en que asesinaron a Zoe; la policía, sin embargo, tenía motivos para creer que aquella mujer era una de las últimas personas que había visto a Zoe con vida. Se llamaba Jacqueline DeLucca -me había aprendido el nombre- y se la describía como «camarera de bar de copas, desempleada».

No sé cómo fue, pero el caso es que le dije mi nombre a «Jacky» DeLucca.

– Krista… qué nombre tan bonito. Poco frecuente, ¿no es cierto?

¿Cómo contestar a eso? Reí, avergonzada.

– Eres la primera Krista que conozco. ¡Eso está bien!

La manera de hablar de Jacky era, como su aspecto, exuberante, llena de animación. Con aquel cuerpo que se le salía a cada momento del camisón de encaje negro y de la camisa de franela, y con el pelo crespo teñido de color remolacha agitado por el viento como un halo enloquecido alrededor de la cabeza, aquella amiga de Zoe Kruller daba la impresión de que estaba a punto de aplaudir de puro deleite infantil. Aunque no tenía el menor deseo de entrar en su casa con ella, el caso fue que no encontré una manera cortés de decir no.

En aquel momento no se me pasó por la cabeza ninguna de las innumerables advertencias de mi madre sobre los peligros de que alguien a quien no conoces te dirija la palabra y acabe seduciéndote.

Dentro de la cocina -atestada de cosas- que olía a algo dulzón como vino, whisky, aromas de cocina y a alimentos chamuscados, Jacky estaba diciendo -con su voz como de Zoe que arrastraba las palabras- que yo era una «chica mona» pero que tendría que «sonreír más» para que la gente se sintiera a gusto en mi compañía, y no «acongojados».

– En la vida lo que sucede es que la gente quiere ser feliz, no desgraciada. Los hombres sobre todo. De todas las edades. El mundo es de los hombres y si haces desgraciado a un hombre, ten la seguridad de que te va a envitar. Da lo mismo que seas tan guapa como… no me acuerdo de su nombre… ahora está gorda y es vieja, pero… Liz Taylor… no importa que te parezcas a ella, si haces que un hombre sea desgraciado, que se sienta culpable y pesado como si llevara un peso colgado del cuello, acabarás por quedarte sola.

Jacky se agarró los carnosos brazos con las manos y se estremeció ante aquella perspectiva, o ante el recuerdo, de quedarse sola.

Envitar era una palabra nueva para mí. Deduje que Jacky quería decir evitar.

A mi madre le hubiera horrorizado el estado de aquella cocina: tan pequeña, tan abarrotada, con feas paredes amarillentas, armarios a los que les faltaban puertas, de manera que se veían bandejas amontonadas, tazas, cajas de cereales, latas sobre estanterías, un suelo de linóleo agrietado y pegajoso. Platos con manchas secas de comida que ni siquiera se habían puesto a remojo en el fregadero -algo que mi madre detestaba por ser una costumbre que denotaba pereza- se hallaban repartidos por las distintas superficies disponibles. Aunque el tiempo no era todavía cálido, las moscas zumbaban perezosamente por todas partes como si fuera aquél su lugar de reproducción. Sin dejar de charlar con alegría y nerviosismo, Jacky despejó un espacio para que nos sentáramos a la mesa, recalentó chocolate en un cazo en el fogón y lo sirvió en pesados tazones muy desportillados adornados con rojos corazones alusivos al día de los enamorados. El borde de mi tazón estaba algo manchado de pintura de labios y traté sin que se notara de quitarlo frotando. Parecía importante no insultar ni disgustar a aquella mujer tan amable, cuyo estado de ánimo podía cambiar sin previo aviso. «¡Maldita sea! Imagino que ha hervido.» Se había formado una telilla sobre la superficie del líquido, pero el chocolate caliente estaba muy bueno. Y las pastas con trocitos de chocolate, derramadas con entusiasmo de un paquete, abierto ya, sobre el tablero de fórmica, también estaban ricas.

– Vamos a ver, Krista… Krissie… ¿No es así como te llama la gente que te quiere?… «Krissie»… Cuando te he visto ahí en el callejón he pensado Esa niñita es una amiga de Zoe. Lo he sabido sin que nadie me lo dijera.

Sentí en la cara una sensación como si me pellizcaran. Miré hacia el suelo, incapaz de enfrentarme a los ojos relucientes de Jacky.

– ¿Estoy en lo cierto? ¿Verdad que sí? ¡Claro que sí! De cuando Zoe trabajaba en la granja, ¿no es cierto? Es lo que pensaba.

Jacky me preguntó cuántos años tenía, qué curso estudiaba y dónde vivía. Parloteaba sin parar como una locomotora desbocada mientras clavaba los ojos en mí de una manera ansiosa y expectante, al estilo de Zoe, que me desconcertaba. Sus modales eran sigilosos, insinuantes. En el cuello y en el antebrazo derecho -lo que podía ver del antebrazo- había débiles manchas amoratadas como nubes que se deshicieran y que, de forma inconsciente, Jacky se acariciaba con ternura. Aquello hizo que me acordara de cómo Zoe se había acariciado los brazos pecosos en la granja. Los brazos de Zoe, esbeltos y de una palidez lechosa, y en los que abundaban pecas y lunares semejantes a hormigas diminutas…

– ¿La echas de menos, Krissie? ¿Echas de menos a Zoe? Supongo que no era amiga de tu mamá, seguro que no. Pero era una amiga buenísima de sus amigos.

Jacky hablaba con vehemencia. No se me ocurrió cómo responderle. No le había dicho mi apellido -¿o sí?-, pero su pregunta parecía sugerir que sabía quién era. Al cabo de un momento se inclinó bruscamente desde la silla para buscar algo a tientas en un armario y se apoderó de una botella de ron jamaicano; luego vertió un chorro de líquido oscuro en su taza y bebió con avidez. Sonrió después, aliviada. Sonrió y me hizo un guiño. Desde más cerca vi ya que el carmín de los labios estaba mal aplicado y rotas y desiguales las uñas, nada parecido a la perfección característica de Zoe Kruller.

Por West Ferry cruzó pesadamente un volquete. La casa vibró como un ser vivo que se estremeciera. En algún sitio, calle arriba, unos muchachos gritaban. Era aquél un barrio de ruido, de sonidos continuos: un barrio mixto, como mi madre diría con pretensiones de objetividad. Un barrio poco seguro.

Jacky miraba ahora por encima de mi cabeza, distraída. Le parecía necesario no parar de hablar:

– … ¿once, has dicho? ¿O… doce? ¿Y vives fuera… junto al río? ¿Hurón Road?

Me dolió darme cuenta de que a Jacky DeLucca más que yo le interesaba mi presencia en su casa. Daba la sensación de que quería estar acompañada a cualquier precio.

– La señora Kruller, la persona que vivía aquí, y que murió, era amiga de mi madre -hablé de pronto, con tono desafiante. No tengo ni la menor idea de por qué aquellas palabras salieron de mi boca-. Sí. Era amiga.

– Ah… ¿amiga? Vaya… estupendo.

– Mi madre se llama Lucille. Lucille Diehl.

– Diehl. Ah.

Jacky me miró con los ojos muy abiertos. Ojos sorprendidos y desconfiados. Como mirarías a alguien que te acaba de desconcertar al decir algo del todo inesperado y muy poco probable.

– Eres su hija, ¿no es eso? «Diehl.»-Mi padre se llama Eddy Diehl.

– Sí. «Eddy.» Yo también lo conocía, conozco a Eddy.

Con mano torpe se sirvió más ron en la taza y bebió. Yo estaba esperando a que me ofreciera ron, pero no lo hizo. Su rostro era tan asombroso en su glamour emborronado, con tiznones, con un algo de payaso, sus ojos tenían una viveza tan vidriosa, que resultaba molesto mirarla, como una fotografía demasiado cerca de los ojos, pero también imposible mirar en otra dirección. Me recordaba a una de las tías de mi madre de más edad, viuda, una mujer desconsolada sin remedio por la pérdida de su marido, a quien yo apenas conocía; una mujer siempre necesitada de atenciones, de afecto. No bastaba con que tía Marlene te abrazara una vez, tenía que abrazarte dos, tres veces. No había manera de llenar el vacío de su corazón, así que al final te apartabas de ella, salías corriendo, le decías Déjame en paz, te aborrezco excepto que no eras tan cruel, y no aborrecías a tía Marlene, tan sólo a su terrible desamparo. Y allí estaba Jacky DeLucca respirando ruidosamente, apretándose el pecho con la mano como una mujer ofendida en una película en blanco y negro. Pese a los olores de la cocina percibía el aroma, mezcla de perfume y sudor, de la carne de Jacky, de su ropa, que necesitaba ser lavada; olía también el ron, un aroma que me pareció dulce, empalagoso y exquisito. Pensé También es amiga de papá. Papá ha estado aquí, donde estoy ahora.

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