Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución

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Faltan pocas horas para la ejecucion de Frank Beachum; el ya se encuentra en una cruel agonia, cuando el frio halito del terror impregna todas las celulas del cuerpo. sin esperanza. Ni siquiera en el periodista Steve Everett, quiza la unica persona del mundo que cree en su inocencia…

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¿Dónde estaba usted? , me había gritado, aferrándose a los barrotes de la celda de la muerte. Ahora ya es demasiado tarde. ¿Dónde estaba? Todo este tiempo…

– Creo que su nieto mató a una mujer -me oí decir mientras miraba la taza. Me saqué el cigarrillo de los labios y me di un masaje en los ojos con los dedos-. Creo que mató a una mujer hace seis años.

Cuando alcé la mirada, la señora Russel no se había movido. Seguía repanchigada en su silla, con un brazo apoyado sobre la mesa y el otro sobre el muslo. Mirándome. Con un visaje de mofa y desprecio, pensé, con una media sonrisa.

– Hay un hombre condenado a pena de muerte -proseguí-. Van a ejecutarlo esta noche por haber disparado a la cajera de una tienda de ultramarinos. Una mujer llamada Amy Wilson. Creo que su nieto lo hizo.

En aquel momento sonrió hastiadamente. Se encogió de hombros y respiró. Su voz había dejado de ser monótona y adoptó un tono irónico.

– ¿Y qué le hace pensar algo así?

– Porque era la única persona que estuvo allí repuse, pese a saber que estaba mintiendo, pese a saber que ella descubriría la mentira. Y creo que el hombre al que van a matar es inocente.

– Y apuesto algo… -puntualizó la señora Russel, corríjame si me equivoco, señor Everett, pero apuesto algo a que ese hombre inocente es blanco.

Suspiré. Sabía que lo diría… e imaginaba lo que estaba por venir.

– Si -confirmé-. Es blanco.

– ¿Y no había nadie más en esa tienda de ultramarinos aparte de ese hombre inocente y de mi Warren?

Asentí. Moví la cabeza con un gesto de rendición.

– Dos testigos. También había dos testigos.

– Y también eran blancos.

– Probablemente. Al menos uno lo era. Un asesor fiscal.

– Oh! Un asesor fiscal…

– El otro era una ama de casa.

– Y ellos no matan a gente.

– No suelen atracar tiendas, no.

– Pero los chicos negros sí -profirió la señora Russel.

– Mire, yo…

– Negros colgados de la droga, no les queda tiempo para nada mas…

Abrí las palmas de las manos.

– Oiga, sé cómo suena…

– Bien, eso está bien. Así lo sabemos los dos.

– ¿Qué puedo decirle?

– Me parece increíble, señor Everett. ¿Qué puede decir? -volvió a fruncir el ceño, con más indignación que antes y aunque no me estaba mirando, podía ver la rabia inundando aquellos ojos saltones.

Lo intenté de nuevo.

– ¿Tenía su nieto una pistola? -le pregunté.

Respondió rápida y secamente.

– ¡Oh! Todos tienen pistolas, señor Everett. ¿No lo sabía? Todos esos negros colgados de la droga tienen pistolas.

Me quedé callado.

– Déjeme preguntarle algo añadió-. ¿Tiene alguna prueba? ¿Tiene alguna prueba para venir a decirme lo que ha dicho sobre ese pobre muchacho muerto?

Empecé a responder, pero me detuve.

– No -confesé al fin-. Una prueba no, no realmente.

– No realmente -repitió con lentitud, pasando la uña por el borde de la taza, mirándome con sus enormes rasgos desnudos directamente-. ¿Y entonces qué? Ese hombre blanco le llamó y le dijo: «Soy inocente».

– No, hablé con el. Fui a la prisión.

– Fue a la prisión.

– Hoy estuve allí. Sí.

– Y miró a ese hombre a la cara. ¿No es eso? Miró su cara. Sí.

– Y su cara era como la de usted, así que pensó, bueno, ese hombre debe de ser inocente. Tal vez lo hizo algún joven negro.

– Yo no he sabido que su nieto era negro hasta llegar aquí. Pero hay fallos, en esa historia hay muchas cosas que no cuadran.

Esta vez se echó a reír abiertamente, con una risa funesta y terminante.

– A un primo mío lo electrocutaron el año pasado en Florida, señor Everett. Y había muchas cosas en esa historia que no cuadraban.

Cerré los ojos. Los volví a abrir. Apagué el cigarrillo contra el cenicero.

– Puede que las hubiera. Yo no cubrí ese caso. Este hombre es inocente.

– Mm consideró la señora Russel-. Usted no cubrió ese caso. Nadie cubrió ese caso.

Levantó la mano que tenía en el regazo y apuntó al medallón que pendía de su cuello, lo acarició suavemente, pensativamente. Bajo la luz de la lámpara pude ver sus iniciales grabadas en la superficie de oro, con letras floridas, enmarcadas por una especie de cordón decorativo.

– Así que tampoco vio la cara de mi nieto, ¿verdad? Y por lo tanto la cara de mi nieto no era como la suya. Eso es todo. ¿Es este su hijo? Como si hubieran encontrado un perro abandonado en la calle. -Apretó con fuerza el medallón-. Bien, permítame que le diga algo, señor Everett. Era un muchacho encantador. Mi Warren. He visto muchos tipos de chicos, y mi Warren era un muchacho encantador.

Soltó el medallón haciendo una mueca, lo dejó caer contra su piel. Apoyó la mano en su regazo y miró al trozo de moqueta que había entre nosotros.

– ¿Tiene algo más que decirme?

Yo me quedé ahí sentado en el extremo del sofá, sintiendo que un muelle que estaba roto se me clavaba en el culo. ¿Tenía algo más que decirle?

– Entonces creo que será mejor que vuelva a su periódico añadió la señora Russel-. Este barrio puede ser peligroso de noche.

Durante unos segundos, seguí allí sentado. Con las manos a cada lado de la nariz y la boca, formando bocina, respiré profundamente, aspirando el olor a tabaco. Estaba cansado. Mi mente estaba espesa y poco optimista, estaba agotado, y no sabía si tenía algo más que preguntar o decir. Me levanté apoyándome en las rodillas. La señora Russel se repantigó en su silla con los pies calzados con las zapatillas frente a ella. Saqué una tarjeta de visita de la cartera y la dejé sobre la mesa junto a su platillo. No la cogió, ni la miró. Tampoco me miró a mí.

– Creo que es… es un tipo legal -declaré-. Si es que le importa. Tiene esposa e hija. No creo que lo hiciera. Pienso que quizá su nieto lo hizo. Si estoy en lo cierto, es posible que usted lo sepa. Y si usted lo sabe, no puede permitir que esto ocurra.

Levantó los ojos mirándome con rabia y amargura.

– Váyase a casa, señor Everett -espetó.

– Van a matarle a medianoche. Es inocente, señora Russel. En la tarjeta tiene mi número.

Avancé en dirección a la puerta.

Detrás de mí, la señora Russel profirió:

– Todo el mundo es culpable de algo.

– ¡Oh, vamos! ¡Por el amor de Dios! -Me giré hacia ella-. ¡Por el amor de Dios! -exclamé.

Al poner la mano en el tirador de la puerta, volví a oír su voz. Monótona como al principio. Aplastada por su propio peso.

– De todos modos, he visto morir a un montón de tipos inocentes en esta parte de la ciudad -soltó-. Y es curioso, a usted nunca le había visto por aquí.

5

Al volver a la ciudad por el bulevar, pensé en todas las cosas que habría podido decirle. Habría debido contarle lo de las patatas fritas y que mi instinto me decía que Porterhouse mentía. Habría debido explicarle que el coche hizo marcha atrás por la izquierda de Beachum. Habría debido dibujarle un mapa y enseñárselo. Algunas veces, es preciso fiarse del instinto, habría tenido que decir. Y, en cuanto a los pecados de la sociedad, blancos y negros, la intolerancia y la injusticia… lo único que sé son las cosas que ocurren, habría tenido que decir. Alguien empuñó la pistola, alguien apretó el gatillo. Esos fueron los hechos. Amy Wilson fue asesinada y otro hombre iba a pagar por ello. Eso era lo que sabía. Eso es lo que habría tenido que decirle.

Pasaba por la ciudad universitaria, a través de la oscuridad. Conduciendo despacio, tratándose de mí, sobrepasando ligeramente el límite de velocidad, sin rumbo fijo. La radio estaba encendida, era la emisora informativa, y el locutor murmuraba en voz baja marcando el ritmo engreído de las noticias. Pasaba frente a un McDonald’s donde -según descubrí posteriormente en el informe de la policía- Michelle Ziegler se había tornado el café aquella mañana, se había sentado y había gritado algo sobre una noche asquerosa, antes de evadirse en dirección a la Curva del Muerto.

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