Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución
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– ¡Bien! -exclamó Gail, poniéndose de pie-. He dibujado un prado verde para él, ¿te gusta?
Sostenía el papel de periódico por un extremo, de modo que se doblaba y pendía oblicuamente. Flowers sólo podía ver una ringlera diagonal del dibujo pero se dio cuenta de que se trataba de sus típicos garabatos terriblemente ineptos. Manchas violentas de colores turbios, árboles en forma de pirulí, barracas rotas, personas de espaldas anchas pero sin brazos. A Gail le encantaba dibujar, se pasaba las horas pintando, pero Flowers había visto niñas de cinco años que lo hacían mejor que ella, incluso había visto a artistas modernos que podían hacerlo mejor, así que le dolía el corazón cuando la pequeña le mostraba esos dibujos.
Esbozó otra sonrisa forzada.
– Está muy bien, Gail. A tu padre le encantará. -Se volvió hacia Bonnie en cuanto se sintió capaz y la falsa cordialidad desapareció de su voz-. Deberíamos irnos ya, Bonnie.
Bonnie ya se había puesto de pie y recogió el bolso.
– Recoge tus cosas, Gail -dijo, por encima del hombro. Habló con voz aguda, ronca y jactanciosa, como una viejecita cansada.
Abrió la hebilla del bolso y sacó el lápiz de labios. Se inclinó hacia el espejo que se encontraba sobre la mesa, iluminado levemente por una lámpara cercana. Su imagen la angustió. Su cara, observó, había perdido la dulzura, le habían robado la dulzura. Pensó que nunca había sido guapa, pero ahora sus rasgos pequeños y respondones estaban tan arrugados, las mejillas tan pasadas, que parecía tener cincuenta años en lugar de treinta y tres. No quiso ver el reflejo demasiado cerca, así que se pintó los labios con trazos automáticos.
Metió de nuevo el lápiz de labios en el bolso y lo cerró. En el espejo vio a su hija arrodillada en el suelo de nuevo, inmóvil. Bonnie se dio la vuelta.
– Vamos, Gail. Tenemos que darnos prisa.
Gail había guardado los lápices en la caja y sostenía la caja con una mano. Con la otra todavía aguantaba el extremo de su dibujo de prados verdes.
– ¿Dónde está el verde? -preguntó-. No encuentro el color verde, mamá.
Bonnie y Flowers se miraron. Los dos bajaron la cabeza examinando el suelo, pero no parecía haber ningún lápiz perdido. Bonnie se frotó la frente.
– Me temo que tendremos que prescindir del color verde, corazón. Tenemos que irnos.
Gail alzó la mirada. Sus labios empezaban a temblar.
– Necesito el color verde. Son pastos verdes. Tengo que encontrar el verde.
Los dos adultos intercambiaron otra mirada, más seria. Bonnie tragó saliva.
– Bueno, búscalo, tiene que estar…
– Quizás yo pueda… -interrumpió Flowers. Se agachó y empezó a examinar lentamente el suelo.
– Ha desaparecido -dijo Gail con voz cavernosa-. Se ha perdido. ¡No puedo encontrarlo en ningún lado !
Su voz se agudizó y rompió a llorar. Las lágrimas rodaban por sus mejillas.
– ¡Ya no está aquí!
– Estoy seguro de que a papá le gustará cualquier color que utilices -observó Flowers.
Todavía estaba buscando por la moqueta cuando, de repente, Gail abalanzó sobre él. Él retrocedió con un sobresalto, alarmado, cuando ella empezó lanzar improperios a voz en grito.
– ¡No entiendes nada, no entiendes nada! ¡Sin el color verde será un desastre, son pastos verdes, todo es un desastre!
Las lágrimas descendían con más fuerza por sus mejillas. Gemía, con la cara retorcida y fea.
Bonnie se incorporó y se la quedó mirando. No podía ni hablar. Odiaba esa mirada. Odiaba a Gail cuando se ponía así. La sacaba de quicio. Encendía una llama de rabia contenida dentro de ella. ¿Acaso las cosas no iban lo bastante mal? ¡Por todos los santos! Dio un paso hacia delante y se quedó junto a la niña. Su cuerpo temblaba como una cuerda desplomándose. A un lado abría y cerraba el puño con fuerza.
No obstante, cuando habló, su voz era suave. Suave, nasal y agradable.
– No trates al reverencio así, corazón. Todo irá bien. Estamos intentando encontrar junt…
– ¡No podemos encontrarlo ! ¡No entiendes nada! Se ha perdido, perdido, y ya no podré dibujar los pastos verdes. ¡Todo es un desastre!
La niña siguió sollozando y gimiendo angustiosamente. Chillaba con tanta fuerza que Bonnie pensó en las otras personas del motel que estarían oyendo aquello. ¿Qué pensarían? Cogió con fuerza el bolso delante de ella. Por un lápiz, por todos los santos. Por nada, pensó, y tenía que ser ahora. Le entraron ganas de darle un bofetón bien dado y enviarla al otro extremo de la habitación.
– Por favor, Bonnie -prosiguió con una voz todavía más melosa que la de antes-. Tranquilízate, por favor. Encontraremos el lápiz.
– ¡No entiendes nada, no entiendes nada! ¡No está en ningún sitio, no está…!
– Espera un momento -la interrumpió Flowers. En ese momento se encontraba a gatas, anduvo en esta posición hacia delante y levantó el extremo de la colcha de borlas. El lápiz verde estaba ahí, justo debajo. Lo alcanzó y se lo acercó a Gail.
– Aquí tienes -dijo.
Gail lo cogió con la mano temblorosa. Todavía sollozaba y las lágrimas le surcaban las mejillas, pero la histeria había cesado al instante.
– Gracias -respondió de mala gana.
Bonnie respiró profundamente, pensando: Gracias, Señor, gracias .
Gail la miró con el ceño fruncido, con rabia. Entrecerró los ojos forzando una mirada enfadada y maliciosa que había aprendido en las películas.
– Y no es por nada, mamá -dijo malhumorada-. A papá le gustan mis dibujos.
Gail meneó la cabeza ligeramente.
– Ya lo sé, cariño. Le encantan tus dibujos -consiguió decir.
No le quedaban energías para sentirse culpable por las cosas que pensaba o por las cosas que Gail oía aun cuando lograba contenerse y no pronunciarlas. Ni tan sólo podía disculparse ante Dios. Era demasiado miserable. Desear un descanso era incluso un sentimiento excesivo. Simplemente agradeció sordamente el hecho de haber sabido refrenar su genio una vez más. Y el hecho de que hubieran encontrado el lápiz.
– Ya lo se repitió con un suspiro-. Ponte los zapatos para que podamos irnos.
Flowers se puso en pie lentamente al lado de Bonnie. Cantando en voz baja para sí, Gail corrió hasta el otro lado de la habitación para ponerse los zapatos. Los dos adultos la miraban.
Flowers rodeó el hombro de Bonnie con el brazo y se lo oprimió.
– Cristo está aquí, Bonnie -murmuró casi con un susurre. Incluso en esta habitación. No lo olvides.
Lo miró de reojo, casi con enfado. Observó el color chocolate oscuro de sus mejillas, la nariz chata de negro, las amplias fosas nasales y los gruesos labios justo debajo. ¿Quién era ese hombre?, se preguntó. ¿Por qué estaba ahí? ¿Qué tenía que ver con ella? Imaginaba que le creía cuando hablaba de Cristo y le aseguraba que estaba allí. Por supuesto que estaba allí.
Tragó saliva, alejando esa mirada ofendida. Cristo estaba ahí, de acuerdo, pensó. Pero era ella misma, Bonnie, quien estaba en algún otro lugar. Estaba en otra galaxia. Estaba a mil leguas de Cristo y de Flowers, y de su propia hija y de todos los extraños que la rodeaban,de todo el mundo.
De todo el mundo excepto de Frank.
2
Cuando el Tempo derrapaba en la última curva antes de llegar a mi casa, yo ya había descartado el factor Patatas Fritas por considerarlo ridículo. Ni siquiera había leído el testimonio del testigo. Quizá había estado en cualquier otro lugar de la tienda. Además, era muy probable que hubieran hecho cambios en esos seis años. O tal vez ese día apenas les quedaran patatas fritas. O quizá pasaran un millón de cosas a las que no pensaba dedicar mi tiempo en un día en que mi obligación era ser amable con mi mujer y llevar a mi hijo al maldito zoológico. Al fin y al cabo no era como si yo pensara que Frank Beachum era inocente. No era inocente, estaba convencido de ello. Disparó a esa chica, eso no lo dudé ni un instante. Había cubierto muchos arrestos y muchos juzgados y la triste verdad es que novecientas noventa y nueve de cada mil personas que van a juicio acusadas de algo son tan culpables como el diablo. Y la razón es que los policías arrestan a criminales, ése es el motivo. Si se trata de un crimen por drogas, arrestan a un camello; si hay una mujer asesinada y su marido es un delincuente, lo meten en el calabozo. Cogen a ladrones de bancos en atracos a entidades bancarias y a miembros de bandas en tiroteos callejeros. Es posible que no sean como Hércules Poirot, pero los polis han visto todo tipo de crímenes, reconocen a los criminales aciertan en un noventa y nueve por ciento de los casos (casi tan a menudo como se equivocan los reporteros que juegan a ser polis). Frank Beachum era un hombre impulsivo y violento, Amy Wilson le debía cincuenta dólares por eso la mató. Patatas fritas… ¡y un huevo!
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