Walter Mosley - El Caso Brown

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John, un viejo amigo de Easy Rawlins, solicita la ayuda de éste. Brawly Brown, hijastro de John, ha desaparecido y todo hace pensar que el chico se ha visto atrapado en una situación más peligrosa de lo que supone. A Easy no le costará demasiado encontrar a Brawly y enterarse de que John tiene razón… Pero conseguir que Brawly vea las cosas de esa forma resultará mucho más complicado.

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– Tienes trabajo en el restaurante, Sam -dije-. Están matando a gente por ahí fuera.

– Clarissa es de mi familia -replicó Sam-. Y Doris también. Cuando le he preguntado a Doris cómo podía ver a Clarissa, le he dicho que no se preocupase porque era yo quien iba a verla.

– Vale -asentí-. Allá tú.

35

– ¿Sabes, Easy? -dijo Sam Houston-. Me sorprendió mucho verte aparecer el otro día.

– ¿Ah, sí? ¿Y por qué?

Íbamos por la carretera 101 de camino hacia Riverside, ya en las afueras de L.A., viajando entre las colinas verdes y ondulantes del sur de California. Aquí y allá, unos robles salpicaban el paisaje. Me gustan los robles porque son árboles pensativos, solitarios. Crecen al alcance de la vista de sus congéneres, pero raramente se ve a ninguno unido a un compañero.

– Porque pensaba que ya debías de estar muerto -dijo Sam.

– ¿Muerto? ¿Por qué muerto?

– Porque el único motivo de que un montón de hijos de puta que están por ahí fuera no fuesen a por ti era Raymond -dijo Sam-. Te odiaban, pero tenían más miedo aún del Ratón. Algunas personas venían a mi restaurante y te llamaban de todo, pero sabían que no debían meterse contigo. Mierda. Easy Rawlins tenía un ángel guardián del infierno, eso es lo que decían.

Parte del discurso que me estaba soltando Sam se debía a que se sentía celoso de mi amistad con el Ratón… igual que todo el mundo. Raymond Alexander era el ser humano negro más perfecto que se pudiera imaginar. Era buen amante, divertido y uno de los mejores cuentistas que jamás he oído.

No tenía ningún miedo de los blancos en general, ni de la policía en particular. Las mujeres que iban a la iglesia cada semana se saltaban la escuela dominical para quitarse sus limpias braguitas blancas por él.

Y yo era su único amigo. Aquel a quien él llamaba en primer lugar. El único que podía decirle que no. Si el Ratón iba a matar a un hombre, yo era el último tribunal de apelación del pobre diablo.

Pero eso no era todo lo que rumiaba Sam. Éste era un conversador, un pensador, un hombre que leía el periódico cada día… pero no un hombre de acción. Se quedaba detrás de su mostrador y miraba desde allí a los hombres malos que se acercaban a su local. En su restaurante, él era el rey. Pero en la calle sólo era uno más, un hombre negro asustado en un mundo donde el hecho de ser negro te coloca en el último escalón de la sociedad blanca.

No había negros de esmoquin tocando el violín en las orquestas sinfónicas, ni elegidos para el Senado, ni en la dirección de las empresas. No había negros en los consejos de administración, ni representando nuestros intereses en África, y muy pocos patrullaban arriba y abajo por la Central Avenue en coches de policía. Los negros, como norma, no eran científicos, ni médicos, ni profesores universitarios. Ni siquiera había un solo filósofo negro en toda la historia del mundo que constase en nuestras universidades, bibliotecas y periódicos.

Si querías ser un negro importante, tenías que arriesgarte y seguir un camino propio. Desafiar a hombres que te superaban en una proporción de diez a uno, y cada uno de esos diez armado con los últimos modelos de armas, mientras que tú sólo disponías de un tirachinas. Por eso David se convirtió en un personaje bíblico famoso entre la comunidad negra, porque, contra todo pronóstico, derribó al gigante.

Y eso era lo que soñaba Sam Houston: hacerse el chulo y significarse. Se veía a sí mismo como un hombre importante e inteligente, pero tenía miedo, y con motivo, de sobresalir del rebaño y hacerse oír.

– Bueno, ya sabes, Sam -dije-. He pasado algunos malos ratos sin Raymond a mi lado. Quiero decir que pasé toda la guerra mundial y cinco años en L.A. cuando él todavía estaba en Texas. Y luego están los cinco años que cumplió por homicidio sin premeditación. No, tío. Esa gente que habla contigo ha tenido ya antes sus oportunidades.

No fueron las palabras sino el tono con que las pronuncié lo que impidió que Sam me dedicara una de sus cortantes réplicas.

– ¿Qué quieres de Clarissa? -me dijo.

– Cualquier cosa que ella sepa y yo no.

La cara de Sam volvió a arrugarse de nuevo, y así supe que estaba pensando otra vez.

– ¿Qué pasa? -le pregunté.

– ¿Eso es lo que hacías antes? ¿Correr por ahí husmeando y buscando la información que pudiera tener la gente? ¿Meterte por todas partes?

– Antes de instalarme y coger un trabajo, sí.

– Pero alguien como John no puede pagarte. Quiero decir que John apenas puede cubrir el precio de los materiales que está usando para construir las casas.

– Eso es verdad -dije-. A veces iba a buscar a la esposa de alguien, por ejemplo, y lo único que sacaba era una revisión gratis de mi coche. Pero de vez en cuando, abría alguna puerta y ahí al otro lado había alguien que me ofrecía mil dólares sólo por volverla a cerrar.

– Qué locura -sentenció Sam.

– Sí, es mejor que lo creas así. Y más que eso: la palabra «locura» no es suficiente.

Sam me llevó a una pequeña casita en Riverside, en una calle llamada Del Sol. El césped crecía rebelde y los arbustos que se encontraban en torno a las paredes se habían vuelto salvajes. Por el diseño de la casa, estaba seguro de que había sido construida por sus primeros habitantes. Con arcos y con muchos niveles, tenía dos pisos a la derecha de la entrada, y sólo uno a la izquierda. Cuando Clarissa abrió la puerta delantera se echó hacia atrás y vi que había otra puerta tras ella. El cristal de aquella puerta dejaba ver un patio trasero con jardín. Era una casa con personalidad. Saqué un cigarrillo para acentuar aún más mi placer ante aquel diseño especial.

– ¿Qué está haciendo aquí? -preguntó ella-. Acaba de llamar Doris, pero me ha dicho que sólo venías tú, Sam.

– No pasa nada -dijo Sam-. Ya sé que me has mentido, pero Easy me lo ha contado todo. Le he traído para que averigüe cosas sobre Brawly, y no le va a hacer daño a nadie, ni a ti tampoco.

Los hombros de Clarissa cayeron y nos llevó hasta el salón, que estaba en la parte de la casa que tenía dos pisos. La habitación había sido ordenada recientemente. Casi podía asegurar que la alfombra, que en tiempos estuvo blanca y limpia, había tenido un montón de manchas y agujeros de cigarrillo, pero lo habían limpiado todo y pasado la aspiradora para que ofreciera el mejor aspecto posible. Los muebles de palo de rosa eran antiguos y estaban bien cuidados, excepto en algunos lugares en que los vasos se habían derramado y se habían colocado encima de las superficies sin posavasos, y los cigarrillos, que luego habían caído al suelo, se habían colocado primero en las esquinas, dejando unas manchas negras en forma de bala alrededor de todo el borde.

Habían limpiado el polvo hasta donde alcanzaba la mano, pero el techo estaba lleno de telarañas y en la parte superior de las cortinas se amontonaba una buena capa de polvo.

Clarissa llevaba unos vaqueros y una camiseta blanca sin sujetador. Era una chica muy guapa. Su piel era oscura y tenía los ojos claros, grandes y translúcidos. Si hubiese tenido que adivinar sus pensamientos, yo habría dicho que esperaba cerrar los ojos y al volver a abrirlos ver que habíamos desaparecido.

– Siéntate, Clare -dijo Sam.

Ella obedeció.

También le habían pasado el aspirador al mullido sofá color tostado y las sillas. La boquilla de succión había dejado unas rayas muy visibles en todas las superficies de tela. Cogí una silla y Sam se sentó junto a su prima en el sofá.

– El señor Rawlins tiene que hacerte algunas preguntas -empezó Sam.

– No quiero hablar con él -dijo ella.

– ¿Por qué no? -La voz de Sam adquirió un tono cortante.

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