Así eran realmente las cosas entre ellos. Pero en la mente de Mofass, todo era muy distinto. Él estaba convencido de que era el jefe del poblado, que Jewelle dependía completamente de él, y que sin él, ella hubiese estado completamente perdida. Ella nunca le contradecía. Jewelle se había enamorado de Mofass cuando tenía quince años, y se convirtió en su dios para el resto de su vida.
– Necesitaría saber algunas cosas de esas casas que está construyendo allí donde John -dije.
– ¿Para qué? -preguntó él, con la solemnidad de un juez.
– Bueno… -Me quedé dubitativo un momento para obtener un efecto mejor-. La novia de John, Alva, tiene un hijo, Brawly Brown, que tiene problemas. Estaba trabajando allí para John, pero se enfadó y se fue… Alguna pelea con su madre.
– Los chicos de hoy en día no tienen ni idea de lo dura que es la vida -dijo Mofass-. Les veo ahí en la tele bailoteando y meneándose y quedándose sin seso. Tendrían que ponerse a trabajar.
– Tuvimos algunos problemas en una de las casas, señor Rawlins -dijo Jewelle-. Pero fue a un par de manzanas de la obra de John.
– ¿Me interrumpes, JJ? -se quejó Mofass.
– Perdón -exclamó ella.
– Por eso estoy aquí -le dije a Mofass-. Me preguntaba si el problema que hubo más abajo tendría algo que ver con Brawly.
– Ya veo -dijo Mofass, rey de los ciegos-. Tengo que pensar en ello. Ya sabe, hum, yo superviso el conjunto de las operaciones, pero no los pequeños detalles. Estoy intentando enseñarle un poco a JJ para que algún día pueda llevar todo el negocio. Pero aún está aprendiendo.
– ¿Cree usted que ella sabría algo? -le pregunté al león de papel.
– ¿Puedes ayudar al señor Rawlins, JJ? -pidió.
– Sí, creo que puedo -dijo ella, con auténtica deferencia en la voz. Y luego a mí-: Los que están construyendo allí donde hubo problemas son Robert Condan y su primo Renee. Tienen una tienda de discos en Adams. Hubo un tiroteo hace un par de días, a las cuatro o las cinco de la mañana. La policía fue y nos echó durante todo el día. Pero no pasó nada. Supongo que fueron unos ladrones o algún drogadicto que usó aquel lugar como escondite durante la noche.
– Pero el hombre que mataron no era ningún ladrón -dije entonces-. Era un activista político.
– Ya sé que eso fue lo que dijeron en los periódicos, pero el capitán con el que hablé me contó otra cosa distinta.
– ¿Qué capitán era ése? -le pregunté.
– ¿A cuántos capitanes de la policía conoce usted, señor Rawlins? -dijo Jewelle, con una sonrisa desafiante.
– A más de los que me gustaría, la verdad -dije-. Por ejemplo, apostaría a que el capitán con el que hablaste era el capitán Lorne.
– Uau -dijo ella-. Pues sí. Era él. ¿Alto, con el pelo plateado?
– No le he visto en mi vida -admití-. Pero los chicos buenos mencionaron su nombre.
– Ajá -afirmó ella, sin entender nada, en realidad-. Pues es todo lo que sé.
Entonces se oyó un sonoro ronquido. Ambos nos volvimos y vimos que Mofass se había quedado dormido. Se le había caído la cabeza sobre el pecho y babeaba un poquito. JJ se levantó de golpe y salió corriendo de la habitación. Mofass roncó tres veces más y ella volvió con una manta y una toalla para secarle la cara. Tocándole ligeramente en los lados de la cabeza, consiguió que se echara hacia atrás en la silla. Le tapó hasta la barbilla, sonrió y le besó en la frente.
Yo conocía a mucha gente que pensaba que una relación amorosa entre una niña como ella y un hombre de casi sesenta años era algo horroroso. Yo habría estado de acuerdo de no haberles conocido. Por muy brusco y prepotente que pudiera ser Mofass, yo veía que amaba a aquella muchacha con todo su corazón. Y JJ necesitaba a un hombre que fingiera que era él quien estaba a cargo de todo.
– ¿Y la policía que patrulla la zona? -pregunté cuando ella hubo acabado con sus cuidados.
– ¿O sea, los del coche patrulla?
– Ajá.
– Sobre todo van por la familia Manelli.
– ¿Quiénes son ésos?
– Es el gran contratista. Tiene diecisiete obras en construcción en todo Compton. Construirán sesenta y dos bloques en los tres próximos años, y tienen más de seiscientos empleados.
– ¿Y la policía trabaja para ellos?
– Sí -dijo JJ-. Los Manelli piensan que la gente les ha estado robando. De modo que hacen que la policía interrogue a todo el mundo que no esté en su nómina.
– Ya lo sé. Me registraron hace unos días.
– Lo lamento. Ya sabe, normalmente nos dejan en paz.
– ¿Y eso por qué?
– Un par de veces, cuando Manelli tenía que trabajar horas extra para acabar sus pisos piloto, John y su equipo le echaron una mano. John lo hizo porque su presupuesto era muy ajustado, y a lo mejor tenía que despedir a Mercury y Chapman. Así que se los dejó a Manelli para que pagara él el salario durante un par de semanas.
– John siempre consigue que las cosas cuadren -dije yo. Y luego-: Bueno, será mejor que me vaya.
Cuando me levanté, Mofass abrió los ojos. Tuve la sensación de que había fingido dormir.
– ¿Ha conseguido lo que quería, señor Rawlins? -me preguntó.
– Se puede decir que sí, William. Esa JJ será tremenda algún día.
– Sí, algún día -afirmó él-. Es mejor que salga solo. Ya sabe que por las tardes estoy algo cansado.
JJ me acompañó hasta la puerta.
– ¿Habrá algún problema en las obras, señor Rawlins? -me preguntó, cuando le tendí la mano para estrechársela.
– Pues no lo creo, querida. Pero si es así, me llamará, ¿verdad?
– ¡JJ! -llamaba Mofass desde el otro lado de la enorme habitación.
– Ya voy, tío Willy -dijo aquella mujer que fingía ser una niña.
Lasiguiente parada que hice fue en casa de Clarissa. El correo de al menos dos días se acumulaba en su buzón, y no respondió a mi llamada.
– El problema de la guerra fría no es cuando está fría, sino cuando se pone caliente…
Sam Houston estaba haciendo los honores a algún pobre desgraciado que sólo quería llevarse el almuerzo a su casa en una bolsa de papel marrón. El hombre llevaba unos pantalones vaqueros y una camisa de cuadros roja de manga larga. Su escaso cabello era gris y rizado, y tenía la piel negra bajo una capa de fino polvillo blanco.
El restaurador de los ojos saltones estaba a punto de pronunciar alguna otra frase lapidaria cuando me vio.
– Perdón -dijo al silencioso trabajador.
Sam se quitó el delantal y levantó la trampilla del mostrador que daba a la cocina. Y entonces salió y se reunió conmigo en medio del local.
Nunca había visto a Sam salir de detrás del mostrador, de modo que me preparé para pelear.
Me sacaba cinco centímetros de alto, y su esbelto cuerpo podía ser mucho más fuerte de lo que aparentaba. Años atrás, cuando conocí a un hombre llamado Fearless Jones, aprendí que algunos hombres delgados pueden ser mucho más fuertes que los culturistas.
– Sabes que no está bien ir a algunos sitios y escabullirse a espaldas de alguien -dijo Sam, tocándome el pecho con un dedo largo y acusador.
Los hombres sentados a mi derecha abandonaron su conversación para contemplar el encuentro.
Yo no quería mirones, así que dije:
– ¿Por qué no salimos fuera, Sam?
Eso le cogió desprevenido. Estaba furioso conmigo, pero no tenía motivos para pensar que yo pudiera volverme contra él. Por mi parte, no sabía cómo cerrar su enorme boca sin llevarle fuera. Y no sabía cómo llevarle fuera sin decírselo.
Sam se encaminó hacia la puerta muy ofendido mientras los clientes empezaban a cotorrear. Yo eché a andar dos pasos por detrás de él, dirigiendo una mirada de reojo hacia la cocina mientras salía. Clarissa no estaba a la vista.
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