Walter Mosley - El Caso Brown

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John, un viejo amigo de Easy Rawlins, solicita la ayuda de éste. Brawly Brown, hijastro de John, ha desaparecido y todo hace pensar que el chico se ha visto atrapado en una situación más peligrosa de lo que supone. A Easy no le costará demasiado encontrar a Brawly y enterarse de que John tiene razón… Pero conseguir que Brawly vea las cosas de esa forma resultará mucho más complicado.

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Di unos golpes en la puerta, mucho más fuertes de lo que era necesario. Siguió un silencio repentino. Volví a llamar.

– ¿Quién es? -dijo la voz que había dado la alarma en el cuartel general revolucionario la noche anterior.

– Easy Rawlins -dije, alto también-. Abrid.

– ¿Quién es?

– Abrid, Brawly y Clarissa.

Eso funcionó. Brawly abrió la puerta de par en par para ver claramente al hombre que sabía su nombre.

Al ver que se abría la puerta sentí la embriaguez de la victoria. Pero cuando vi de cerca lo grandote que era, y el nudo de ira que agarrotaba su frente, temí que mi triunfo se convirtiera en derrota.

– ¿Quién cojones eres tú? -preguntó.

– Un hombre que ha estado ante la puerta de Isolda -respondí.

Aquellas palabras no parecieron causarle ninguna incomodidad ni temor.

– ¿Qué tiene que ver ella contigo? -preguntó.

– Déjame entrar, Brawly. No deberíamos estar aquí hablando de crímenes donde todo el mundo puede oírnos.

– Déjale entrar, cariño -intervino Clarissa. Estaba de pie a su lado.

Él retrocedió y yo entré en el piso.

Era más pequeño aún que el de John y Alva, más una casa de muñecas que una vivienda para adultos. Si me hubiese echado en el suelo y estirado los brazos, habría tocado una pared con las plantas de los pies y la opuesta con la punta de los dedos.

– ¿Quién es? -preguntó Brawly a su novia.

– Es un amigo de Sam -dijo Clarissa-. Easy Rawlins, como ha dicho.

– Me envía tu madre -dije.

Había una silla grande y amarilla en un rincón de la diminuta y triste habitación. Llevaba una hora entera de pie, de modo que aproveché la oportunidad para sentarme.

Brawly se quedó de pie y Clarissa se mantuvo a su lado, temiendo que pudiera perder el control, supuse.

– ¿Qué haces golpeando la puerta de la casa de mi novia a media noche?

– Buscarte -respondí.

Era un buen momento para encender un cigarrillo. Así me sentiría más confiado y calmaría mis nervios en presencia del gigantón a quien John me pidió que no hiciera daño.

– No me jodas, negro -dijo. Pero las palabras no parecían sinceras. Era muy grandote, pero parecía estar fingiendo, como si todavía no fuese un hombre por derecho propio.

– ¿Fuiste tú quien mató a Aldridge Brown? -le pregunté.

– ¿Quééé…?

– Aldridge Brown -repetí-. ¿Le mataste tú?

Brawly me cogió por los brazos y me levantó de la silla. Me levantó tan alto que el techo quedó a menos de dos centímetros de mi cabeza.

La sensación de ingravidez me recordó la época en que yo era un niño indefenso a quien cogía algún adulto rudo, ansiando el contacto del suelo bajo mis pies.

– ¿De qué coño estás hablando? -dijo, con la voz una octava más alta que antes.

– Bájame -dije, sin titubear en una sola sílaba.

– ¡Bájalo, cariño! -chilló Clarissa.

– Le mataron en casa de Isolda -dije yo-. Le dieron una paliza de muerte delante de la puerta de su casa, ayer por la mañana. ¿Es que no leéis los periódicos?

Brawly me dejó caer con bastante suavidad, pero cuando se derrumbó en el sofá forrado de algodón marrón pareció que el suelo se hundía. Toda la casa tembló. Los vecinos debieron de saltar de sus camas, preocupados, pensando que otro de los terremotos típicos de Los Ángeles sacudía el edificio.

– ¿Una paliza de muerte?

– Sí -afirmé-. Y cuando yo fui a hablar con Isolda, lo único que me contó fue que Aldridge y tú os habíais peleado, y que tú dijiste que le matarías si volvía a mencionar el nombre de tu madre.

– Esa perra -siseó Clarissa.

– Eso no es verdad -dijo Brawly-. Yo estaba con… ni siquiera estaba en la ciudad ayer por la mañana.

Echó una mirada culpable a Clarissa, pero ella estaba demasiado preocupada para darse cuenta.

– ¿No viste a Aldridge en casa de Clarissa?

– Ayer no.

– ¿Te emborrachaste y discutiste con él un par de semanas antes, en su casa? -pregunté.

– Sí, hace un par de meses. Tomamos un par de copas. La conversación se puso algo caliente, pero no nos pelearnos. Si lo hubiésemos hecho, él… -Brawly no tuvo que acabar la frase-. Yo no le he matado, tío. Lo juro.

– Pues alguien lo hizo -dije yo.

Brawly se echó hacia atrás, más parecido que nunca al niño cuya foto me dio su madre.

– ¿Está muerto? -preguntó otra vez-. ¿Muerto?

– Eso es.

– ¿Mi padre? -dijo, sin preguntarlo a nadie en particular.

Clarissa se sentó en el brazo del sofá. Pasó el brazo en torno al cuello de él.

– Mi papá, mi papá…

Fue una actuación conmovedora. Es posible que fuera por puro remordimiento, el caso es que yo ya había visto a algunas personas llorar a los seres queridos a los que habían matado ellos mismos unas horas antes. El sentimiento de dolor seguía existiendo, fuese o no su mano la que había asestado el golpe final.

Encendí otro cigarrillo.

– ¿No sabes nada de eso? -pregunté, cuando las lágrimas se acabaron-. ¿No lo has leído, ni has oído las noticias?

– Brawly ha estado ocupado -me dijo Clarissa.

– Tú cierra la boca -le advirtió Brawly.

Me habría parecido muy normal que él siguiera su propio consejo.

– ¿Ocupado haciendo qué?

– Pero ¿tú quién eres, tío? -me preguntó Brawly.

– Un amigo de Alva Torres que le hace un favor a su hijo.

– Yo no tengo nada que ver con ella -me dijo Brawly.

– Es tu madre, cariño -intervino Clarissa-. Es la sangre.

– Hasta la última gota -añadí yo-. Está preocupada por ti. Cuando me pidió que te encontrara, le dije que probablemente no tenía de qué preocuparse. Pero ahora que he visto el lío en el que te has metido, comprendo por qué quiere que vuelvas a casa.

– Yo no tengo casa. Me echaron.

– Eso no me lo creo, hijo. Tu madre te quiere, aunque tú no te preocupes por ti mismo.

– Tiene razón, cariño -dijo Clarissa.

– Tú no sabes una mierda, Clarissa. Así que no digas nada.

– La poli te mirará bastante mal si descubre que te peleaste con él -dije.

– Pero eso fue hace casi dos meses. Desde entonces nos reconciliamos.

– ¿Dónde estabas el sábado por la mañana? -le pregunté.

– En el norte -repuso Brawly-. Salí el viernes por la noche.

– ¿Y puedes probarlo?

Una mirada culpable relampagueó en la cara del chico. Pareció contenerse para no mirar a Clarissa.

– Hay gente que me vio -dijo, evasivamente.

– ¿Quién?

– ¿Y por qué tengo que decírtelo a ti? ¿Quién demonios eres tú para venir aquí en mitad de la noche a hacerme preguntas? -dijo Brawly.

Cuando se levantó del sofá, mi corazón latió con fuerza para almacenar la sangre suficiente en caso de que tuviera que pelear.

– No tengo por qué hablar contigo.

– Sólo intento ayudarte, chico -dije.

Cometí el error de ponerle la mano en el hombro.

Brawly me empujó con las dos manos y yo caí hacia atrás. Mis pies se levantaron del suelo. Noté cómo la pared golpeaba mi cabeza y mi tobillo izquierdo se retorcía cuando el pie tocó de nuevo el suelo.

Clarissa dijo:

– Cariño…

Se abrió la puerta delantera.

Cuando levanté la vista vi a Brawly que salía como loco hacia la calle, dejando a su novia con un desconocido en medio de la noche.

14

Clarissa corrió hacia la puerta, pero no intentó detener a Brawly. Seguramente ya había pasado por aquello otras veces, esa ira infantil que anula el sentido común e incluso la más mínima consideración.

Pensé en ir detrás del chico, pero dudaba de que mis palabras o incluso mis puños le causaran mucha impresión. Podía dispararle también, pero no creo que John o Alva se lo hubiesen tomado demasiado bien.

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