Walter Mosley - El Caso Brown
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– Delmont Williams -dijo el matón al Ratón, tendiéndole la mano.
Ray miró la mano, pero no la cogió.
Yo luché contra el deseo que me invadió de volverme por donde había venido.
– ¿De dónde eres, Del? -preguntó el Ratón.
– Vivo en Chicago -dijo, orgulloso-. Tres generaciones fuera del Mississippi, pero todavía como morros de cerdo y llamo a mi madre «señora».
– ¿Cuánto tiempo llevas en la ciudad? -preguntó el Ratón.
– ¿Y a ti qué te importa, pequeñajo?
– Ah, nada. Sólo era curiosidad.
Millie empezaba a comprender la seriedad de aquella conversación. Pero estaba más divertida que preocupada. Que los hombres pelearan por sus encantos era para ella como si le regalaran una caja de bombones.
– Pues una semana o dos -dijo Delmont-. Tiempo suficiente para conocer a la mujer más bella de Los Ángeles.
Sobó con su enorme mano el pecho de Millie. Ella ni siquiera lo notó, sin embargo, extasiada como se encontraba por el espectáculo que prometía desarrollarse a continuación.
– Ya lo veo -dijo Raymond, educado-. O sea que Delmont, ¿verdad?
– Sí.
– Delmont, ¿quieres salir afuera conmigo?
– ¿Para qué?
– Porque no quiero salpicar de sangre a mi mujer.
Entonces salió un ruidito de la garganta de Millie. Si era miedo o humor, sorpresa o simplemente un eructo, no lo supe nunca.
Delmont miró a Millie y le preguntó:
– ¿Eres tú esa mujer?
– ¿Y tú qué crees? -fue la respuesta de ella.
Delmont se volvió al Ratón y dijo:
– Vete de aquí antes de que te haga pupa, chico.
– Ven afuera -insistió el Ratón-. Y veremos qué tipo de hombre hizo tu «señora».
Delmont había bebido mucho licor y estaba embriagado por la salvaje y bella Millie Perette, pero creo que en el último momento captó de algún modo el alma de hierro de mi amigo. Sin embargo, eso no le impidió ponerse de pie. Ni tampoco salir por la puerta.
Nadie les siguió afuera, porque nadie quería ser testigo de la ira del Ratón. Menos de un minuto después de que hubiesen salido se oyó un disparo. Dos minutos después, Raymond volvía al restaurante. Por entonces, la trompeta había dejado de sonar.
El Ratón se acercó a Millie y susurró unas palabras a su oído. Ella saltó de su taburete y salió con él. Recuerdo que ella apretaba mucho los muslos al andar, de forma que su trasero se meneaba de la forma más mareante que se pueda imaginar.
El silencio quedó flotando tras ellos como una estela.
Un minuto o dos después, algunos de nosotros fuimos a ver lo que quedaba del hombretón de Chicago. No estaba en la calle, de modo que bajamos dos puertas más allá y nos metimos en el callejón. Bajo la débil luz de un farol vi a Delmont con un pequeño charco de sangre al lado de la cabeza.
Cuando se movió y se quejó, di un salto. Entonces me incliné hacia él y vi que sólo tenía una herida en la oreja.
– No, tío -me dijo el Ratón unos días después, cuando finalmente nos encontramos-. No quería matarle. Era de Chicago, no sabía una mierda. Ni siquiera le habría disparado, pero empezó a insultarme ahí como si yo fuera un crío o algo así. Pero ¿sabes, tío?, a Millie realmente le gustaba ese mierda. Me estuvo dando la lata toda la noche. Nada más tocarla se puso como una loca.
Sentado allí fuera, delante de Hambones, yo sonreía. Ray había tenido una vida corta, pero cada día de ella valía por un año o más de la mayoría de los otros hombres. No lo sentía por él… sólo me sentía culpable por haberle fallado en sus últimos momentos.
13
Clarissa salió de Hambones a las once y media más o menos. Era domingo por la noche, y Hambones ya no era el club de moda que había sido en el pasado. Ella giró hacia la izquierda y echó a andar por la calle. Esperé a que hubiese recorrido una manzana o dos antes de poner en marcha el coche. Recorrí una manzana por delante de ella y luego aparqué junto a la acera en el otro lado de la calle.
Cuando ella volvió a pasar a mi lado, apagué el contacto, esperé a que nos separase una manzana de distancia y salí del coche. Ella caminaba deprisa, haciendo resonar sus tacones de madera. Yo llevaba zapatos con suelas de goma, de modo que podía seguirla sin que me oyera.
No es que ella estuviera nerviosa, pero como cualquier mujer un poco sensata, de vez en cuando echaba una mirada hacia atrás. Evité que me viera manteniéndome oculto en las sombras del otro lado de la calle. Así fuimos andando seis o siete manzanas. Luego, Clarissa giró por Byron. Anduvo una manzana y media más hasta llegar a un edificio achaparrado de tres pisos que parecía un horno enorme. Estaba enyesado y pintado de color mandarina, y parecía combarse debido a su propio peso. Clarissa entró por una puerta de la planta baja. Se encendió una luz en una diminuta ventanita.
Yo me acerqué a su puerta y escuché atentamente. El edificio era tan barato que se podían oír sus pasos dentro. Ella abrió una puerta y dejó algo de metal, probablemente una olla. Crujió algo como una silla o un sofá, y luego se puso en marcha una radio en mitad de la canción The Duke of Earl.
Ella estaba cocinando, o quizá preparándose un té y escuchando música. Pensé quedarme rondando por allí hasta que se fuera a la cama.
El edificio de Clarissa tenía una estructura gemela al otro lado de la calle. Por el lado norte había una entrada pequeña donde se almacenaban los cubos de basura hasta el día que tocaba la recogida. Me metí detrás de los cubos de tapa metálica, encendí un Chesterfield y solté el aire por la boca.
La solitaria quietud de las noches del sur de California siempre me producía un gran placer. En el sur, en torno a Texas y Louisiana, siempre había bichos gordos y pájaros nocturnos, el viento soplaba en los árboles y sonaban ruidos menos identificables procedentes del pantano y sus habitantes. Pero en Los Ángeles la noche estaba envuelta en el silencio, como si siempre se encontrara cerca un depredador, esperando para saltar sobre alguna víctima silenciosa.
Aquella noche supongo que el depredador era yo.
Durante la hora siguiente no ocurrió prácticamente nada. Una familia de arañas había establecido una batería de telas por encima de mi cabeza, de modo que ni las ocasionales mariposas de la luz duraban mucho rato por allí.
La entrada del apartamento de Clarissa estaba iluminada por una lámpara de cemento incrustada en el césped, enfrente de su puerta. La luz de su ventana estaba encendida aún, de modo que yo seguía con mi vigilancia.
Mi reloj Gruen con esfera de cobre marcaba las 12:48 cuando un Cadillac color verde lima se acercó y se detuvo frente al edificio de Clarissa. Observé los daños producidos por la valla de madera que había golpeado de lleno la noche anterior. El guapo Conrad seguía en el asiento del conductor.
Aún estaba tenso y miraba a su alrededor nerviosamente. Incluso miró en mi dirección, pero yo estaba demasiado sumergido en las sombras para que pudiera verme.
Brawly saltó del asiento del pasajero y dijo algo hacia la ventanilla de atrás. Conrad salió disparado por la calle como si la policía todavía le estuviera persiguiendo. Quizá fuera así.
Brawly llamó a la puerta de Clarissa. Ella respondió con un beso y un abrazo. Brawly era un chico muy robusto, pero aun así Clarissa consiguió rodearle el cuerpo con los brazos. Le susurró algo al oído, apretándole con fuerza.
Se metieron en la casa, y yo entonces me pregunté cuál podría ser mi siguiente movimiento.
No me costó mucho decidirlo. Crucé la calle y me dirigí hacia la puerta. Estaban discutiendo por algo.
– ¡No has contestado a mi pregunta! -decía Clarissa, con voz fuerte.
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