¡Es verdad! Esta lógica me abruma de tal modo que he empezado a tiritar, a estremecerme de forma casi convulsiva de la emoción, creo que debe de ser emoción, porque estoy convencida de que este razonamiento es verdad: Ray no fue desgraciado, sólo lo eres tú. Piensa en Ray y no en ti, por una vez…
La viuda es una persona que tiene este tipo de epifanías con frecuencia. La viuda es una persona a la que le sobrevienen estas perlas de sabiduría, revelaciones profundas y «verdades», con una intensidad desconcertante. Cuando se ve a la viuda mirando fijamente al espacio, como si escuchara algo que nadie más puede oír, uno puede estar seguro de que la viuda está recibiendo estas revelaciones como una persona dormida recibe los sueños o un esquizofrénico experimenta alucinaciones.
En los días inmediatamente posteriores a la muerte de Ray, me sentía como materia inerte bombardeada por ondas radiactivas, cada minuto una revelación aguda y profunda, ¡revelaciones de vértigo!, salvo que se evaporaban y desaparecían casi de inmediato.
¡Así que esto es la vida! ¡La vida está… limitada por la muerte!
¡La gente se muere! ¡La gente se muere y desaparece! ¡Todos vamos a morir!
Todos sufriremos, y todos… .
Es una lástima, se podría decir que es injusto, que las revelaciones más desgarradoras sean completamente banales y corrientes. Así que la viuda debe afrontar el hecho de que, aunque está conmocionada hasta las raíces de su propio ser, y la claridad de la pena la inunda a intervalos irregulares, frecuentes e impredecibles, lo único que puede saber de la experiencia es una serie de palabras conocidas.
… sufriremos, y todos moriremos. Y… .
Sólo que ahora, volviendo al hotel, con el cielo ya oscuro, lleno de nubes tormentosas y gordas del color de las ollas manchadas, y la espuma de color plomo, toda esa seguridad se ha difuminado, y toda esa alegría espuria, y las ideas que me asaltan ahora son despreciativas, deprimentes: «¡Tú! ¡Eres ridícula! Tratando de animarte a ti misma cuando el único dato significativo de tu vida es que estás sola. Eres una viuda y estás sola. No estás preparada para estar sola porque creías que te iban a amar, proteger y cuidar para siempre. Pero ahora eres una viuda, lo has perdido todo. Tu corazón no está roto sino marchito. Haces el ridículo volando a todas partes, dando "charlas", "lecturas", porque tienes terror de quedarte en casa. Tienes terror de leer la novela de Ray porque tienes terror de descubrir en ella algo que te altere. Eres demasiado cobarde para quedarte en casa, intentar trabajar, escribir, tienes terror de no poder. Eres una fracasada, eres una mujer sin amor que ya no es joven, no vales nada, eres escoria. Y eres ridícula…».
– … esta tarde, nuestra invitada… «Joyce Carol Oates»… ha creado algunas de las «obras de ficción más imperecederas de nuestra época»… nacida al norte del estado de Nueva York, en la actualidad reside en Princeton, Nueva Jersey… ganadora del National Book Award, el Prix Femina… autora de demasiados títulos como para enumerarlos…
La simpática bibliotecaria que está presentándome no se burla de mí, lo sé. Intelectualmente, lo sé. Pero los increíbles elogios que dedica a «JCO», las listas de premios y galardones, citas de revistas, de críticos como Henry Louis Gates Jr. y Elaine Showalter, tienen cierto aire ridículo; a mitad de discurso, tengo la impresión de que los espectadores van a empezar a reírse, a mover las cabezas con aire burlón: «¡Tú! ¿Piensas por un momento que nos creemos todas esas cosas tan ridículas sobre ti?».
Pero los espectadores se muestran muy educados, incluso entusiastas. Me satisface ver que forman un público muy numeroso. ¿Qué voy a decirles? ¿Leo algo? Qué desolados se quedarían los habitantes de Sanibel Island si les contara lo que me han revelado mis epifanías en la playa; si dijera: «Sí, es verdad que antes era escritora, una escritora con una reputación desigual, controvertida es el adjetivo más amable. Pero ahora, ahora ya no soy escritora. Ahora no soy nada. Legalmente soy una viuda, ésa es la casilla que debo marcar. Pero aparte de eso, no estoy segura de existir».
Mientras me dirijo a los residentes de Sanibel en una imitación impecable de mi identidad de escritora (¡eso espero!), me descubro examinando la sala como si buscara… ¿qué? ¿A quién? En los lugares públicos tengo la sensación de buscar a alguien que falta, me pregunto si voy a pasarme el resto de mi vida buscando a alguien que no está…
Siento como si me faltara algo visible: un brazo, una pierna. O como si tuviera parte del rostro emborronado y distorsionado como en un cuadro de pesadilla de Francis Bacon. Como si lo hubiera encontrado en un pronóstico cruel y escueto en una galleta de la fortuna, se me ocurre que «no hay una sola persona en esta sala que estaría dispuesta a ocupar tu lugar: el de viuda».
Mientras hablo, me llaman la atención los hombres mayores, de pelo blanco, que están en el público, unos hombres quizá de la edad de Ray, aunque Ray no tenía el pelo blanco, sino oscuro con canas plateadas; en esta comunidad de jubilados con dinero en Florida, hay numerosas personas mayores, ancianas, que van con bastón y andador, en silla de ruedas… Se me ocurre una idea extravagante: que voy a conocer a un hombre, un anciano, un hombre en silla de ruedas, y voy a tener una segunda oportunidad con él; no pude llevarme a mi marido del centro de rehabilitación a casa, no llegué a «cuidarlo» ni un día.
Pero es una idea absurda, incluso en teoría; ningún anciano con necesidad acuciante de una enfermera o acompañante habría venido hasta la biblioteca de Sanibel por sí solo. Y en efecto, cuando miro con más atención, cada hombre anciano o enfermo lleva un acompañante.
¿Puede haber algo más ridículo que mirar con envidia a desconocidos en sillas de ruedas? Nadie puede creer en qué fantasiosa compulsiva se ha convertido la viuda, ni siquiera ella misma.
¡Sí! Hemos decidido que tiene usted permiso para recuperar a su marido, pero en un estado muy débil. A cambio de dejarlo vivo, usted va a tener que cuidar de un hombre convaleciente, inválido, muy enfermo; un hombre que ha perdido la vista, o el oído; un hombre con respiración asistida; un hombre al que hay que alimentar por un tubo; quizá tenga usted que donar sangre, médula, un riñón…
Más tarde, en el motel, estoy en el salón, a oscuras, mirando el mar, una franja de playa de arena pálida, unas nubes vaporosas y una pizca de luna, y de pronto me abruma la convicción de que Ray no puede ver esto, Ray no puede respirar… Igual que he pensado, en restaurantes, viendo el menú y obligada a escoger algo para comer: «Esto no está bien. Esto es cruel, egoísta. Si Ray no puede comer…».
Hace sólo unas horas corría por esta playa bajo un sol reluciente sin darme cuenta, al parecer, de que Ray no puede ver este sol, el océano, nada de esto .
¡Cierro las persianas con fuerza! Con tanta fuerza, que la cuerda me hace daño en los dedos. Si, por la mañana, el sol da en la ventana, me ahorraré tener que verlo.
Cierro las persianas con fuerza. Por la mañana, si el sol da contra la ventana, no lo veré.
– Perdone, no puede sentarse aquí.
Una fila de asientos, un asiento roto, ningún sitio para sentarse en el abarrotado aeropuerto de Charlotte, Carolina del Norte, así que he puesto mi abrigo sobre ese asiento, he dejado el bolso en el suelo, mientras espero el transbordo a un vuelo a Filadelfia que va retrasado y miro al espacio, pensando. Con tantas ganas de volver a casa y, sin embargo, con miedo de volver a casa. Veo una y otra vez a Ray en la cama del hospital; me veo a mí misma acercándome con timidez; oigo mi voz que pregunta: «¿Cariño? ¿Cariño?». Es el instante justo anterior a cuando lo supe, cuando ya no fue posible no saber; antes lo había sospechado, había temido lo peor, igual que, cuando el accidente de coche, me había preparado para lo peor, pero ahora, en ese instante, iba a saber. Es el momento crucial de mi vida: antes de ese instante existe la posibilidad de sentirme aliviada, feliz; después, estoy maldita, condenada.
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