Los espejos también los tengo prohibidos, son tabú. Es como si estos espejos fantasma desprendiesen vapores tóxicos, y no me atrevo a acercarme demasiado.
¡Por supuesto, no me atrevo a mirarme descuidadamente en ningún espejo!
La rosa en miniatura sobre la que guardaba ciertas esperanzas aguantó unos días, pero al final se ha marchitado y ha muerto, junto con el musgo (incomestible). El correo amontonado -en gran parte sin abrir- sobre la mesa del comedor y un jarrón chato de cerámica de color perla adornado con una cinta de satén de un blanco reluciente proclaman un confort, confort, confort, confort ante el que me quedo como hipnotizada.
¿Qué son estas cosas ? ¿No hay en el universo nada más que cosas ?
Pronto -de aquí a uno o dos días- empezaré a dar las gracias a la gente. Estoy decidida.
Salvo que me parece que he perdido muchas de las tarjetas que acompañaban los regalos de pésame.
Salvo que parezco incapaz de sentarme a leer muchas de las cartas y tarjetas, que he ido guardando en una bolsa verde en mi estudio.
¿Acaso una viuda tiene que escribir, además de notas de agradecimiento por los regalos, también por las tarjetas y las cartas de pésame? Se me cae el alma a los pies ante la perspectiva. ¡Qué costumbre tan cruel!
Pero espero ser una viuda aplicada. Espero ser una buena viuda. Una conocida de Princeton que perdió a su marido el año pasado, una mujer muy simpática a la que todo el mundo respeta mucho, me contó de qué forma tan minuciosa había respondido incluso a las tarjetas de pésame, cuánto había disfrutado escribiendo a las muchas personas que le habían escrito a ella. «Era algo que hacer. Lo agradecí.»
A diferencia de esta meticulosa viuda de Princeton, a mí no me faltan cosas que hacer; me faltan tiempo y energía para hacerlas. Me falta algo esencial en mi alma: ¡No quiero ser una viuda! Yo no .
Igual que no jugué a las muñecas cuando era niña. Le rompí el corazón a mi abuela sin darme cuenta cuando regalé una muñeca muy cara que me había comprado por mi cumpleaños, se la di a una vecina con gesto de desprecio: «¡No quiero ser una niñita tonta! Yo no».
Pero ésta es la vida adulta. Se espera mucho más de un adulto, y desde luego de la viuda de un buen hombre. Aunque estoy agradecida por la amable atención, seguramente voy a seguir guardando las cartas y tarjetas en la bolsa verde con la vaga decisión de que «las leeré después. Las responderé después. Cuando me sienta un poco más fuerte».
Puede que sea dentro de mucho. Meses, años.
Al final, meto la bolsa verde en el estudio de Ray. La esquina de mi habitación en la que estaba se había convertido en una esquina que evitaba mirar.
Cuando volví del hospital aquella noche, con los objetos de aseo de Ray, los puse en su armario del baño y en su lavabo. También puse su ropa en el armario y en el lavadero sus cosas sucias (muy poco sucias) y, cuando hice la colada, guardé en su cómoda los calcetines, el calzoncillo y la camisa.
Toda su ropa está ordenada. No me he deshecho de una sola cosa. Y todo su correo, y sus papeles, y sus documentos bancarios están sobre sus mesas y en el suelo de su estudio.
Su ropa es bonita, en mi opinión. Un chaquetón de piel de camello, todavía en la bolsa del tinte. Un abrigo de suave lana gris oscura. Camisas de vestir, recién lavadas y sin poner. Una camisa de rayas azules que es una de mis favoritas. Corbatas -¡cuántas!-, algunas de una época lejana en la que los hombres llevaban corbata ancha -¿eran los setenta?-; mi preferida es una corbata de seda con escenas del Tapiz del Unicornio que compramos en el museo de Los Claustros un alegre día de primavera en el que nos escabullimos de la interminable ceremonia en la Academia Americana de las Artes y las Letras, en la parte alta de Manhattan.
«¡Menos mal que salí de allí con vida!» Esta frase, de una canción de Bob Dylan -«The Day of the Locust», situada, por cierto, en Princeton-, nos la decíamos uno a otro con frecuencia.
Hace unas horas volví a sentir deseos de mirar el manuscrito de Black Mass , la novela inacabada de Ray. Me latía el corazón con tanta fuerza que no pude continuar.
Creo que existe algún secreto en la vida de Ray. O quizá «secreto» es un término demasiado fuerte. Cosas de las que no le gustaba hablar, y, después de los primeros meses, en los que nos habíamos contado la historia de nuestras familias -como supongo que hace todo el mundo con una persona nueva-, esas cosas pasaron a una especie de territorio tabú sobre el que yo no podía preguntar.
La otra noche, en casa de una amiga mía, la poetisa Alicia Ostriker, ésta me dijo en voz baja:
– No puedo imaginarme cómo te sientes -y yo respondí:
– Yo tampoco.
Mis amigos se han portado maravillosamente, invitándome a sus casas. Creo que están tratando de vigilarme, seguro que hablan de mí; me conmueve, pero también me angustia: no puedo fallarles. Lo que más me fascina es la falta de habitaciones fantasma en sus casas, la facilidad inconsciente con la que hablan, sonríen, ríen, pasan de un cuarto a otro como si no los amenazara ninguna cosa; van a vivir eternamente, no existe ningún por qué en sus vidas.
A veces, si me quedo dormida cerca del amanecer, me cuesta mucho despertarme por la mañana y me cuesta mucho dejar el nido, y me viene a la cabeza: ¿Por qué?
Me deja completamente perpleja por qué hay vida en vez de la inexistencia de la vida. Que el primer intento de vida -los organismos unicelulares en una especie de sopa química-, millones de años antes del ser humano, saliera adelante, que no sólo saliera adelante sino perseverase, que no sólo perseverase sino triunfara a través de la reproducción; ¿por qué?
De vez en cuando, si siento necesidad de ejercicio y excitación, paso la aspiradora por las habitaciones. Siempre me siento feliz pasando la aspiradora; el ruido mecánico ahoga los ruidos del interior de mi cabeza, y, a mis pies, la repentina suavidad de una alfombra da una sensación visceral de una calma espiritual, casi una bendición.
Bueno, no exactamente una bendición.
¡Habitaciones fantasma! Pero existen actos fantasma también.
Por ejemplo, ya no puedo «preparar» comidas en la cocina. No soy capaz de comer nada que no sea algo que pongo a toda prisa en la encimera, unas cucharadas de yogur en un cuenco, un poco de fruta cortada (¿podrida?), un puñado de cereal (rancio); por la noche, quizá, una lata de sopa Campbell (pollo con arroz salvaje) y esas galletas de centeno que tanto le gustaban a Ray.
La perspectiva de sentarme en la mesa del comedor me repele. Hago todas las «comidas» en mi mesa, mientras escribo correos electrónicos o trabajo, o en el dormitorio, mientras veo la televisión, leo o intento trabajar.
Cuando una vive sola, comer incluye un elemento de desprecio, de burla. Porque la comida es un rito social; si no, no es una comida, no es más que un plato lleno de alimentos.
Cuando me iba de viaje y Ray se quedaba solo en casa, él aprovechaba mi ausencia para traer una pizza. Cuando yo llamaba por teléfono le preguntaba qué tal estaba la pizza y él me decía:
– Estaba bien -como si se encogiera de hombros, así que le preguntaba qué había tenido de malo y él decía-: Era demasiado grande para una persona -así que yo continuaba:
– Bueno, no hacía falta que te la comieras entera, ¿no?
Y Ray decía:
– Parece que sí. Me la he comido entera.
Mejores aún que las comidas rápidas en un cuenco son los botellines de bebidas de frutas Odwalla. Me los dejó en el jardín uno o dos días después de morir Ray, una docena o más en una bolsa de plástico, una amiga que también es novelista.
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