Con mucho cariño, te veré pronto,
Joyce
28 de febrero de 2008
A Elaine Pagels
Pienso mucho en tus tragedias tan tempranas y terribles… De qué forma tan total has sufrido, y eso te otorga una empatía especial con la gente.
De vez en cuando me inunda una ola de horror puro y helador, de pensar que Ray se ha ido, que nunca volveré a verlo. Me imagino que corro a la habitación del hospital como hice tantas veces la última semana y que lo veo allí, tal como estaba en la cama, sentado y leyendo.
Es sorprendente leer en el New York Times de hoy que el número de suicidios entre las personas de mediana edad está aumentando. Me asombra que alguien pueda renunciar a su vida, que es tan valiosa y tan precaria.
Con mucho cariño,
Joyce
29 de febrero de 2008
A Jeanne Halpern
Hoy voy a ir a ver al cardiólogo de Ray. Ya estoy angustiada por lo que vayamos a hablar… Sé que hago mal, pero no puedo evitar pensar que este hombre quizá habría podido salvar a Ray, que se podía haber hecho algo más. Por supuesto, estaba muy lejos del centro médico cuando murió Ray, a las 12.50 de la madrugada.
Con cariño,
Joyce
29 de febrero de 2008
A Edmund White
… por fin terminé mi reseña para Bob Silvers ayer. Durante gran parte he estado como un ciervo deslumbrado con la cabeza atrapada en una alambrada, con todas las horas que le he dedicado a este breve ensayo… Si puedes leer el documento adjunto, el principio de una parte nueva al final de la página 6 es desde donde he escrito después de morir Ray, con una «concentración» de lo más aturdida… A última hora de la noche, mirando fijamente estas líneas y páginas de notas para una reseña de un libro que prácticamente nadie va a leer, ni siquiera hojear, porque es demasiado críptico. No obstante, me ha servido de consuelo. Barbara Epstein trabajó sin cesar hasta pocos días antes de morir. «¿Qué otra cosa hay aparte del trabajo?», me dijo en una ocasión… Al menos el trabajo no consiste sólo en nuestras emociones desbordadas, sino que significa un contacto con otras personas.
Hoy es un día de «tareas», no puedo ni empezar a escribir algo nuevo: una visita al médico que era el cardiólogo de Ray… Va a ser muy extraño ver al doctor H. sin Ray al lado.
Con mucho cariño,
Joyce
11 de marzo de 2008
A Ebet Dudley
… Recuerdo tu encantadora fiesta con tal gratitud, es verdad que parecía presagiar un final feliz; y la maravillosa tarjeta de San Valentín que creaste para Ray y que él no llegó a ver está en exposición en nuestra «habitación de las fiestas», aunque no creo que vuelva a haber ninguna fiesta en mucho tiempo…
¡Qué velada tan llena de esperanza parecía, al menos para mí! Ojalá pudiera volver a vivirla, en completa inocencia. Recuerdo que hacía mucho frío… y lo inesperadamente sociables que estuvieron tus perros, acercándose a perfectos desconocidos sin alterarse.
Con mucho cariño,
Joyce
Como indican estos correos electrónicos, las memorias son unas memorias de pérdida y duelo, pero también, y quizás es más significativo, de amistad.
Lo que dicen es que, para la viuda, como para todos los que lloran a un ser querido, la única forma de sobrevivir es a través de los demás. El correo electrónico ha sustituido a las cartas y, para algunos de nosotros, permite mantener la comunicación en casos para los que las cartas y el teléfono no habrían podido servir.
¡Con qué frenesí envía la viuda estos correos electrónicos hasta altas horas de la noche! A menudo, en un intento de aplazar lo inevitable, enfrentarse a la casa vacía, levantar la vista y ver un reflejo fantasmal en una ventana, prepararse a superar la noche. Y qué maravillosos sus amigos, cómo responden con unos mensajes que no he reproducido aquí porque son propiedad de sus remitentes, cuya intimidad no deseo violar.
Entonces, de pronto, estoy muy enfadada.
Estoy muy, muy enfadada, estoy furiosa.
Estoy enferma de furia, como un animal herido.
Con una inyección de adrenalina, mi corazón empieza a latir a toda velocidad, como un puño golpeando una superficie irreductible: una puerta cerrada, un muro.
– No sabe lo que está diciendo -replico al doctor H.-. No sabe nada de mi marido y creo que me voy a marchar. ¡Adiós!
29 de febrero de 2008 . El último día de este mes interminable.
Un cielo cubierto con nubes tan densas como entrañas golpeadas y, sin embargo, a intervalos intermitentes e impredecibles, aparece un sol cegador, un sol cortante como una cuchilla, de modo que en la neblina en la que la viuda se mueve con la incertidumbre de una ciega surgen agujeros ocasionales por los que brota como un relámpago una ira extraordinaria.
No piensen que la viuda es toda pañuelos húmedos, ojos llenos de lágrimas y voz temblorosa. No piensen que, porque se le ha roto la espina dorsal, la viuda no es capaz de arremeter contra sus torturadores.
¡Qué saludable sería estar enfadada! ¡Ser una persona indignada, que culpa a otros de su desgracia! Mejor estar enfadada que estar deprimida.
Una persona enfadada nunca querría hacerse daño a sí misma . Para una persona enfadada, el suicidio no es una opción.
Pero, para algunos de nosotros, la ira no suele ser posible. La ira es un do de pecho que nuestras voces no pueden alcanzar. Siempre he pensado: «¿Con qué propósito? La ira sólo sirve para empeorar las cosas».
La indignación es el rostro civilizado de la ira. La furia, el rostro salvaje.
Hoy tengo una cita con el cardiólogo de Ray, el doctor H. En la fría habitación en la que examina a los pacientes, una enfermera joven y efervescente me hace un electrocardiograma con la calma de una masajista. Al oír su charla amigable, nadie podría imaginar que, unos minutos después, pueden salir a la luz los datos médicos más terribles del paciente. Tendida boca arriba, semidesnuda, soy consciente de mi taquicardia y de mi estómago extrañamente encogido. Sé que tengo los ojos hundidos y con ojeras, la ropa me está suelta y no puedo dejar de tiritar. Un dolor sordo en la cabeza, como un péndulo que está deteniéndose. La enfermera me coloca pequeños electrodos helados sobre el pecho, el costado, la pierna y el brazo, como pequeñas bocas que succionan, mientras no deja de hablar y sonreír; yo, por supuesto, también le sonrío, se me da muy bien intercambiar esos comentarios amistosos y casi humorísticos que son el pegamento de nuestras vidas diarias entre la gente y hacen que los días más turbulentos sean navegables, tolerables.
Pienso con alivio: «No sabe lo de Ray. No sabe nada de mí. ¿Por qué va a saberlo, por qué voy a querer que lo sepa?».
A la viuda sólo le es posible ser «feliz» -que los desconocidos la vean «feliz»- en los márgenes de nuestras vidas reales.
Como un ex deportista que, con todos los huesos doloridos, con poca resistencia, encorvado por la presión sobre las cervicales y con un sobrepeso de quince kilos, no se resiste sin embargo a jugar un rato al baloncesto con unos chicos en el parque -¡sólo un rato!- y lo hace tan bien que, durante ese breve rato, los jóvenes se quedan verdaderamente impresionados. ¡Qué bien está esto!
Mi charla con el doctor H. es embarazosa. Creo que vamos a darnos la mano al entrar, y resulta que no. (¿Es lo normal darle la mano al médico? En mi confusión, no puedo acordarme.) El doctor H. murmura cuánto siente lo de Ray y pasa a hablar de mi electro, que es «casi normal», algo que debería aliviarme, porque desde hace unos años, de vez en cuando, mi corazón late de forma irregular; he tenido ataques de taquicardia lo suficientemente graves como para que Ray me llevara a las Urgencias del centro médico. Tras el último ataque, el doctor H. se convirtió en mi cardiólogo, y le veo una vez al año.
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