Algo sobre una bolsa de plástico llena de agua… pero yo no tenía bolsas de plástico en ese momento… ¿Cómo era? Las huellas viejas se quedan sobre la superficie del sensor como sobre un espejo. Eran el residuo graso de la gente que había sido admitida. Las viejas huellas podían reactivarse mediante la humedad…
Sí, parece cosa de locos, pero no más que usar un trozo de cinta con una huella levantada. Me incliné, puse las manos ahuecadas sobre el pequeño sensor y exhalé. Mi aliento golpeó el cristal y se condensó de inmediato. Desapareció en un segundo, pero fue tiempo suficiente.
Sonó un pitido, casi como un gorjeo. Un sonido de felicidad.
En la caja se encendió una luz verde.
Había entrado. La humedad de mi aliento había activado la vieja huella.
Había engañado al sensor.
La lustrosa puerta de acero que daba al Centro de Alta Seguridad C se abrió lentamente sobre sus rieles al mismo tiempo que la otra puerta, a mi espalda, se abría y yo oía decir:
– ¡Deténgase ahora mismo!
Y también:
– ¡Quieto!
Miré fijamente el inmenso espacio abierto que era el Centro de Alta Seguridad C, y no podía creer lo que veían mis ojos. No lograba encontrarle un sentido a aquello.
Tenía que haberme equivocado.
Éste no podía ser el lugar correcto.
Porque lo que había frente a mí no tenía sentido. Yo estaba mirando el área señalada como Centro de Alta Seguridad C.
Había esperado encontrarme con equipos de laboratorio y bancos de microscopios electrónicos, habitaciones esterilizadas, superordenadores y rollos de fibra óptica…
En cambio, lo que había eran vigas de acero, suelos de hormigón desnudo y sin pintar, polvo de yeso y desechos de construcción.
Un espacio inmenso y destruido.
No había nada.
¿Dónde estaba el proyecto Aurora? Me encontraba en el lugar correcto, pero allí no había nada.
Y entonces llegó el sorprendente momento en que lo comprendí todo, y el suelo se abrió y se sacudió bajo mis pies. ¿Acaso el proyecto Aurora no existía?
– ¡No mueva un puto dedo! -me gritó alguien desde atrás.
Obedecí.
No me di la vuelta para dar la cara a los guardias. Estaba petrificado.
No hubiera podido moverme ni aunque hubiera querido.
Boquiabierto, mareado, me di la vuelta y vi un grupo de guardias, cinco o seis, y entre ellos un par de rostros familiares. Dos de ellos eran los tíos a los que había asustado, y estaban de regreso, y muy cabreados.
El guardia de seguridad, el tío que me había sorprendido en el despacho de Nora. ¿Cómo se llamaba? Era el del Mustang… pues bien, él me apuntaba con su pistola.
– Señor… ¿señor Sommers? -balbuceó.
A su lado, vestido con unos vaqueros y una camiseta que parecía haberse puesto hacía poco y con el pelo rubio desgreñado, estaba Chad. Tenía su móvil en la mano. Supe de inmediato por qué estaba allí: debió de intentar conectarse a la página, se dio cuenta de que ya estaba conectado, y decidió hacer una llamada…
– Es Cassidy. ¡Llamad a Goddard! -le gritaba Chad al guardia-. ¡Llamad al presidente, joder!
– No, hombre. Nosotros no lo hacemos así -dijo el guardia, mirándome fijamente y apuntándome con la pistola-. ¡Retroceda! -gritó. Un par de guardias se abrían en abanico a ambos lados. Le dijo a Chad-: No llamamos al presidente, llamamos al director de seguridad. Y luego esperamos a los policías. Y esto es una orden.
– ¡Joder, os digo que llaméis al presidente! -gritaba Chad, agitando su móvil-. Tengo el número de la casa de Goddard. No me importa la hora que sea. ¡Quiero que sepa lo que ha hecho su jodido asistente ejecutivo, su maldito estafador!
Apretó un par de botones y se puso el teléfono al oído.
– Qué gilipollas -me dijo-. Estás jodido.
Pasó un buen rato antes de que alguien contestara.
– Señor Goddard -dijo Chad en voz baja y respetuosa-. Siento llamar a estas horas de la madrugada, pero se trata de algo muy importante. Mi nombre es Chad Pierson, y trabajo en Trion. -Habló unos minutos más, y luego su malévola sonrisa comenzó a desvanecerse-. Sí, señor -dijo. Me tendió el teléfono con agresividad. Parecía abatido-. Dice que quiere hablar contigo.
Novena Parte. Medidas activas
Medidas activas: Término ruso para operaciones de inteligencia que afectarán las políticas o acciones de otro país. Estas pueden ser clandestinas o abiertas, y pueden incluir una amplia variedad de actividades, incluyendo el asesinato.
El libro del espía:
Enciclopedia del espionaje.
Eran casi las seis de la mañana cuando los guardias de seguridad me encerraron en una sala de conferencias del quinto piso, una sala sin ventanas y con una sola puerta. La mesa estaba cubierta con blocs de notas llenos de garabatos y botellas vacías de Snapple. Había un proyector de techo, una pizarra blanca que no habían borrado y, por fortuna, un ordenador.
Yo no era exactamente un prisionero. Me habían «retenido». Me aclararon que si no cooperaba, me entregarían sin más a la policía, y eso no me parecía muy buena idea.
Me habían dicho que el señor Goddard quería hablar conmigo en cuanto llegara.
Más tarde supe que Seth había logrado salir del edificio, pero sin la furgoneta. Traté de enviarle un correo electrónico a Jock. No sabía qué decir, no sabía cómo explicar lo sucedido, así que sólo escribí:
Jock,
Necesito hablar contigo. Quiero explicarte, Adam
Pero no hubo respuesta.
Recordé, de repente, que aún llevaba mi móvil: me lo había metido en un bolsillo y los guardias no lo habían encontrado. Lo encendí. Había cinco mensajes, pero antes de que pudiera revisar mi buzón de voz, el teléfono sonó.
– Sí -dije.
– Adam. Mierda, tío. -Era Antwoine. Parecía desesperado, casi histérico-. Tío, por favor. Mierda, mierda… no quiero que me metan de nuevo, mierda, no quiero volver allí.
– Antwoine, ¿de qué hablas? Empieza por el principio.
– Trataron de entrar en el piso de tu padre. Tres tíos blancos. Habrán pensado que estaba vacío.
Sentí una oleada de irritación. ¿No se habían percatado ya los chicos del barrio de que en el piso de mi padre no había nada que robar?
– Dios mío, ¿estás bien?
– Sí, yo sí. Dos han escapado, pero al más lento he alcanzado a cogerlo… ¡mierda! No me quiero meter en problemas, ¡tienes que ayudarme!
En ese momento no estaba de ánimo para mantener esa conversación. Al fondo se oía una especie de ruido animal, quejidos, escaramuzas de algún tipo.
– Cálmate, hombre -dije-. Respira hondo y siéntate.
– Estoy sentado. Sobre este hijoputa. Lo que me tiene acojonado es que el tío dice que te conoce.
– ¿Que me conoce? -De repente me sentí raro-. Descríbelo, ¿quieres?
– No lo sé, es blanco…
– Me refiero a su cara.
Antwoine sonaba tímido.
– ¿Ahora mismo? Pues es como roja y blanda. Culpa mía. Creo que le he roto la nariz. Suspiré.
– Joder, Antwoine, pregúntale cómo se llama.
Antwoine dejó el teléfono a un lado. Escuché el grave rugido de su voz, seguido de inmediato por un gritito. Antwoine volvió a ponerse.
– Dice que se llama Meacham.
Me llegó la imagen de Meacham, vencido y ensangrentado, tumbado en el suelo de la cocina de mi padre debajo de los ciento veinte kilos de Antwoine Leonard, y sentí un breve y bendito espasmo de placer. Quizá aquella tarde en que pasé por el piso de mi padre sí me estaban observando. Tal vez Meacham y sus matones creyeron que había escondido algo allí.
– Yo no me preocuparía demasiado, Antwoine -dije-. Te aseguro que ese gilipollas no va a darte más la lata.
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