Joseph Finder - Paranoia

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Adam Cassidy tiene veintiséis años y odia su empleo miserable en una compañía tecnológica, pero su vida cambia por completo cuando le ofrecen convertirse en espía infiltrado en la Trion Systems, el principal competidor de su empresa. Sus superiores le preparan, le proporcionan información sobre su nueva empresa y, en cuanto empieza a trabajar en ella, se convierte en empleado estrella ascendiendo rápidamente a puestos de gran responsabilidad. Ahora su vida es perfecta: adora su trabajo, conduce un Porsche y tiene una novia que quita el sueño; lo único que tiene que hacer para mantener las cosas como están es traicionar a todos los que le rodean.
«Ha llegado el nuevo Grisham… Paranoia es un thriller magistralmente narrado y tremendamente absorbente» People Magazine

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Por supuesto, no vi nada de esto mientras conducía por la interminable entrada de piedra. Vi una especie de caseta de piedra y un alto portón de hierro que se abría automáticamente, vi lo que parecían ser miles de bambúes, un garaje con seis descapotables Bentley de colores distintos (el Bentley era su coche favorito: que no le vinieran con deportivos americanos) y una inmensa casa de madera rodeada por una pared alta de piedra.

Había recibido la orden de presentarme a esta cita a través de un correo electrónico seguro: un mensaje enviado por «Arthur» a mi cuenta privada a través de un «anonimizador» finlandés, un servidor de reenvíos que lo volvía imposible de rastrear. Había toda una codificación del lenguaje que lo hacía parecer la confirmación de un pedido a una tienda on-line, pero que en realidad me indicaba dónde y cuándo y todo eso.

Meacham me había dado instrucciones precisas acerca de cómo y por dónde llegar. Debía ir al parking de un restaurante Denny's y esperar un Lincoln azul oscuro, al cual seguiría a casa de Wyatt. Supongo que el objetivo era asegurarnos de que nadie me siguiera. Eran un poco paranoicos al respecto, pensé, pero ¿quién era yo para discutir? Después de todo, era yo el que estaba en el banquillo.

Tan pronto como salí del coche, el Lincoln se alejó. Un hombre filipino me abrió la puerta y me pidió que me quitara los zapatos. Me condujo a una sala de espera amueblada con biombos shoji, tatamis, una mesa baja y negra y laqueada, y un sillón bajo rectangular con aspecto de futón. Nada demasiado cómodo. Hojeé las revistas artísticamente desplegadas sobre la mesa negra: The Robb Report, Architectural Digest (incluyendo, naturalmente, el número con la casa de Wyatt en portada), un catálogo de Sotheby's.

Finalmente reapareció el mayordomo o lo que fuera y me hizo una señal con la cabeza. Le seguí por un extenso vestíbulo y caminamos hacia otra habitación casi vacía en la cual estaba Wyatt, sentado en la cabecera de una mesa de comedor larga y negra.

Al acercarnos a la entrada del comedor de repente estalló una alarma aguda e increíblemente fuerte. Miré alrededor, perplejo, pero antes de que pudiera darme cuenta de lo que sucedía, el filipino y otro tipo que apareció de la nada me agarraron y me echaron al suelo. «¿Qué coño?», dije, e intenté zafarme, pero estos tíos eran tan fuertes como luchadores de sumo. El segundo tío me sostenía mientras el filipino me registraba. ¿Qué esperaban encontrar, armas? El filipino encontró mi reproductor iPod MP3, y de un tirón me lo sacó de la mochila. Lo miró, dijo algo en cualquiera que sea el idioma que se habla en las Filipinas, se lo entregó al otro, que lo miró, le dio vueltas, y dijo algo brusco e indescifrable. Me incorporé.

– ¿Así es como dais la bienvenida a los huéspedes del señor Wyatt? -dije. El mayordomo se llevó el iPod y, al entrar al comedor, se lo entregó a Wyatt, que observaba la acción. Wyatt se lo devolvió al filipino sin molestarse en mirarlo.

Me puse de pie.

– ¿Acaso sus sirvientes no han visto nunca una cosa de éstas? ¿O es que la música del exterior está prohibida en este lugar?

– Sólo tratan de ser cuidadosos -dijo Wyatt. Llevaba una camisa estrecha y negra de manga larga que parecía hecha de lino, y probablemente costaba más de lo que yo ganaba en un mes, incluso ahora que trabajaba en Trion. Wyatt parecía aún más bronceado que de costumbre. Debe dormir en una cámara de rayos UVA, pensé.

– ¿Tiene miedo de que esté armado?

– No «tengo miedo» de nada, Cassidy. Me gusta que todos cumplan las reglas. Si se comporta con inteligencia y no trata de pasarse de listo, todo saldrá bien. Y ni se le ocurra tratar de conseguir una «póliza de seguros», porque le llevamos mucha ventaja.

Curioso: la idea ni siquiera se me había ocurrido hasta que él la mencionó.

– No le entiendo.

– Le digo que si intenta algo estúpido como grabar nuestras reuniones o cualquier llamada que reciba de mí o algún representante mío, las cosas no le van a salir bien. Usted no necesita seguros, Adam. Yo soy su seguro.

Una bella japonesa en kimono apareció con una bandeja en las manos y con unas pinzas de plata le entregó a Wyatt una toalla enrollada y caliente. Él se limpió las manos y se la devolvió. De cerca se podía ver que Wyatt se había hecho un estiramiento facial. Su piel era demasiado tensa, y le daba a sus ojos un aspecto casi esquimal.

– El teléfono de su casa no es seguro -continuó-. Ni tampoco su buzón de voz, ni su ordenador ni su móvil. Deberá ponerse en contacto con nosotros sólo en caso de emergencia, excepto si responde a una solicitud nuestra. Por lo demás, lo contactaremos mediante correos electrónicos cifrados y protegidos. Ahora sí: ¿puedo ver lo que me ha traído?

Le entregué el CD que había bajado de la página web con las más recientes contrataciones de Trion, y un par de hojas de papel cubiertas de notas mecanografiadas. Mientras las leía, la japonesa regresó con otra bandeja y comenzó a desplegar ante Wyatt una serie de sushis y sashimis perfectos y esculturales sobre cajas de caoba laqueada, con pequeños montículos de arroz blanco y wasabi verde pálido y hojas de jengibre rosa. Wyatt no levantó la cabeza; estaba demasiado absorto en las notas que le había traído. Tras unos minutos levantó un pequeño teléfono negro que había sobre la mesa y del que no me había percatado antes, y dijo algo en voz baja. Me pareció oír la palabra «fax».

Finalmente me miró.

– Buen trabajo -dijo-. Muy interesante.

Apareció otra mujer, de mediana edad y remilgada, de rostro arrugado y pelo gris, con gafas de lectura colgándole del cuello. Sonrió, cogió los papeles de manos de Wyatt y salió sin decir una palabra. ¿Acaso tenía secretarias las veinticuatro horas del día?

Wyatt levantó un par de palillos y se llevó un bocado de pescado crudo a la boca, mascando, pensativo, mientras me miraba fijamente.

– ¿Entiende la superioridad de la dieta japonesa? -me dijo.

Me encogí de hombros.

– Me gusta la tempura y esas cosas.

Se burló, sacudió la cabeza.

– No estoy hablando de tempura. ¿Por qué cree usted que Japón es líder mundial en expectativa de vida? Una dieta baja en grasas, alta en proteínas, rica en vegetales, alta en antioxidantes. Comen cuarenta veces más soja que nosotros. Durante años se negaron a comer animales de cuatro patas.

– Vale -dije-. Y eso quiere decir que…

Tomó un bocado más.

– Debería pensar seriamente en mejorar su calidad de vida, Adam, de verdad. Usted tiene, qué, ¿veinticinco?

– Veintiséis.

– Tiene décadas enteras por delante. Cuide su cuerpo. El cigarrillo, la bebida, los Big Macs y toda esa mierda… tiene que ponerle punto final a todo eso. Yo duermo tres horas por noche. No necesito más. ¿Se divierte, Adam?

– No.

– Bien. No está allí para divertirse. ¿Está usted cómodo con su nuevo papel en Trion?

– Voy aprendiendo los entresijos. Mi jefa es una zorra de mucho cuidado…

– No hablo de su fachada. Hablo de su verdadero trabajo: la penetración.

– ¿Cómodo? No, todavía no.

– Hay mucho en juego. Lo comprendo muy bien. ¿Sigue viendo a sus viejos amigos?

– Claro que sí.

– No espero que los abandone, eso puede levantar sospechas. Pero más vale que se asegure de mantener la boca callada, o se verá metido en un montón de mierda.

– Entendido.

– Asumo que no necesita que le recuerde las consecuencias de su fracaso.

– No necesito que me las recuerde.

– Muy bien. Su trabajo es difícil, pero el fracaso es mucho peor.

– La verdad es que estar en Trion me empieza a gustar.

Le estaba diciendo la verdad, pero sabía también que lo tomaría como una puñalada. Wyatt levantó la cara, sonrió de medio lado mientras masticaba.

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