Tanto tiempo invertido en ensayar lo que diría si me cogían, y en ese momento se me quedó la mente en blanco.
– Ya sé lo que tiene ahí -me dijo. No me estaba mirando; tenía la mirada fija en el escritorio de Nora. En el ordenador. ¿En el Keyghost? Dios mío, no, por favor, no.
– ¿Disculpe? -dije.
– Sé lo que tiene ahí. Ya lo creo que sí. Lo sé.
Entré en pánico. El corazón me latía a mil por hora. Dios santísimo, pensé: me han jodido.
Parpadeó, siguió mirando. ¿Me había visto instalar el aparato? Y enseguida me embargó otra idea, igual de escalofriante: ¿había visto el nombre de Nora sobre la puerta? ¿No se preguntaría qué hacía un hombre en el despacho de una mujer, hojeando sus archivos?
Eché una mirada a la placa de la puerta, justo detrás del guardia. Ponía N.SOMMERS. N.SOMMERS podía ser cualquier persona, hombre o mujer. Con todo, era posible que ese hombre llevara toda la vida patrullando por esos pasillos, y que conociera a Nora desde hacía años.
El guardia estaba todavía de pie en el umbral, bloqueando la salida. ¿Qué coño se suponía que debía hacer? Podía intentar salir corriendo, pero primero tendría que superar al hombre, lo cual quería decir echarme sobre él, derribarlo y apartarlo del camino. Era grande pero viejo, probablemente no era muy veloz; aquello podía funcionar. Así que hablábamos de agresión con lesiones. Y contra un anciano. Dios mío.
Pensé con rapidez. ¿Decir que soy nuevo? Repasé una serie de explicaciones mentalmente: yo era el nuevo asistente de Nora Sommers. Era su subordinado directo -lo era, al fin y al cabo- y hoy me encontraba trabajando hasta tarde a instancias suyas. ¿Qué iba a saber este tío? No era más que un guardia de seguridad.
Dio un par de pasos al interior del despacho, sacudió la cabeza.
– Y yo que creía haberlo visto todo, tío.
– Mire, tenemos un gran proyecto que entregar mañana -comencé a decir, indignado.
– Tiene usted un Bullitt. Eso es un Bullitt genuino.
Enseguida vi lo que el hombre miraba con tanta atención mientras avanzaba. Era una fotografía a color, de gran tamaño y marco plateado, que había colgada en la pared. La foto de un deportivo clásico bellamente restaurado. El guardia caminaba hacia ella, aturdido, como si se acercara al Arca de la Alianza.
– Mierda, tío, es un Mustang 1968 GT tres-noventa, y es original. -Exhaló como si hubiera visto el rostro del Señor.
La adrenalina surtió efecto y el alivio empezó a salirme por los poros. Dios mío.
– Sí -dije con orgullo-. Lo felicito.
– Tío, mira este Mustang. ¿Y este pony es GT de fábrica?
¿Qué coño sabía yo? Era incapaz de distinguir un Mustang de un Dodge Dart. Por lo que yo sabía, aquello podía ser la foto de un Gremlin AMC.
– Claro -dije.
– Hay cantidad de falsos por ahí, ¿sabe? ¿Ha levantado el asiento trasero, ha visto si tiene las placas metálicas, los refuerzos del tubo de escape doble?
– Sí, claro -dije con ligereza. Me puse de pie, alargué la mano-. Nick Sommers.
Su apretón era seco, y su mano grande envolvió la mía.
– Luther Stafford -dijo-. Me parece que no lo he visto antes.
– Sí, nunca estoy por las noches. Este maldito proyecto… Siempre lo mismo: «Lo necesitamos para las nueve de la mañana, corre prisa.» Sí, date prisa y luego espérate. -Traté de parecer despreocupado-. Da gusto ver que no soy el único que trabaja hasta tarde.
Pero el guardia no cambiaba de tema.
– Tío, creo que nunca he visto un pony Fastback en Highland Green. Fuera de una peli, quiero decir. Este parece el mismo que usó Steve McQueen para sacar de la carretera al malvado Dodge Charger negro y obligarlo a meterse en la gasolinera. Volaban los tapacubos, tío. -Soltó una risita suave y dulce, una risa de cigarrillos y alcohol-. Bullitt. Mi peli favorita. La he visto mil veces.
– Sí -dije-. El mismo.
Se acercó más. De repente me di cuenta de que había una gigantesca estatuilla dorada sobre el anaquel, junto al marco plateado de la foto. Sobre la base de la estatua, en letras negras e inmensas, se leía: mujer del año, 1999. EN RECONOCIMIENTO A NORA SOMMERS. Rápidamente rodeé el escritorio y me puse frente al premio como si también yo inspeccionara la fotografía.
– Tiene el alerón trasero y todo -siguió el hombre-. Doble tubo de escape, ¿correcto?
– Correcto.
– ¿Con los bordes chapados y todo?
– Por supuesto.
Sacudió de nuevo la cabeza.
– ¿Y lo restauró usted mismo?
– No, no. Ojalá tuviera el tiempo.
Volvió a reír, una risa grave y sorda.
– Sé a qué se refiere.
– Se lo compré a un tío que lo guardaba en su establo.
– ¿Trescientos veinte caballos de fuerza?
– Exacto -dije como si lo supiera.
– Mira la cubierta de los intermitentes de esta criatura. Yo tuve una vez un 68 de cubierta dura, pero tuve que venderlo. Mi mujer me obligó cuando tuvimos nuestro primer hijo. Desde entonces no hago más que soñar con él. Pero a ese Mustang GT Bullitt no lo voy ni a mirar, no señor.
Negué con la cabeza.
– Por nada del mundo.
No tenía la menor idea de a qué se refería. ¿Acaso en esta empresa todos estaban obsesionados con los coches?
– Corríjame si me equivoco, pero parece que sus neumáticos son GR setenta, montados sobre llantas American Torque Thrust de quince por siete. ¿Correcto?
Dios mío, ¿no podíamos cambiar de tema?
– La verdad, Luther, es que no tengo ni puta idea de coches Mustang. Ni siquiera merezco tenerlo. Mi esposa me lo acaba de regalar por mi cumpleaños. Claro que seré yo el que pague el préstamo durante los próximos setenta y cinco años.
Rió de nuevo.
– Le entiendo. He pasado por lo mismo.
Noté que miraba el escritorio, y enseguida me di cuenta de lo que estaba observando.
Era un gran sobre de papel manila con el nombre de Nora escrito con rotulador rojo en letras mayúsculas grandes y gruesas, NORA SOMMERS. Busqué en el escritorio algo para que poner encima, algo con qué cubrirlo, por si el guardia no había alcanzado a leer el nombre, pero el escritorio de Nora era impecable. Tratando de disimular, cogí una página del bloc de notas y la arranqué suavemente, la dejé caer sobre el escritorio y la deslicé encima del sobre con la mano izquierda. Qué sangre fría, Adam. Sobre el papel amarillo había unas cuantas notas con mi letra, pero nada que tuviera sentido para nadie.
– ¿Quién es Nora Sommers? -dijo.
– Ah, es mi mujer.
– Nick y Nora, ¿eh?
– Se rió.
– Sí, así nos llaman. -Sonreí de oreja a oreja-. Por eso me casé con ella. Bien, mejor vuelvo a mis ficheros. Si no, voy a quedarme aquí toda la noche. Encantado de conocerle, Luther.
– Igualmente, Nick.
Para cuando se fue el guardia, estaba tan nervioso que no pude hacer mucho más que terminar de copiar los correos electrónicos, apagar las luces y volver a cerrar con llave la puerta de Nora. Al regresar al cubículo de Lisa McAuliffe para devolver el llavero, noté que alguien caminaba no muy lejos de allí. Otra vez Luther, pensé. ¿Qué quería? ¿Más charla sobre los Mustang? Yo sólo quería dejar las llaves sin ser visto y después largarme de allí.
Pero no era Luther; era un tío barrigón con gafas de carey y cola de caballo.
La última persona que hubiera esperado encontrar en la oficina a las diez de la noche, pero también era cierto que los ingenieros trabajaban a horas extrañas.
Noah Mordden.
¿Me había visto cerrando el despacho de Nora, me había visto dentro del despacho? ¿O acaso la vista no le alcanzaba para verme? Tal vez ni siquiera estaba atento; tal vez estaba en otro mundo. Pero ¿qué estaba haciendo allí?
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