Joseph Finder - Paranoia

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Adam Cassidy tiene veintiséis años y odia su empleo miserable en una compañía tecnológica, pero su vida cambia por completo cuando le ofrecen convertirse en espía infiltrado en la Trion Systems, el principal competidor de su empresa. Sus superiores le preparan, le proporcionan información sobre su nueva empresa y, en cuanto empieza a trabajar en ella, se convierte en empleado estrella ascendiendo rápidamente a puestos de gran responsabilidad. Ahora su vida es perfecta: adora su trabajo, conduce un Porsche y tiene una novia que quita el sueño; lo único que tiene que hacer para mantener las cosas como están es traicionar a todos los que le rodean.
«Ha llegado el nuevo Grisham… Paranoia es un thriller magistralmente narrado y tremendamente absorbente» People Magazine

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Pasó de largo caminando como un pato, y entonces escuché otro fragmento de la conversación. Ahora Alana estaba hablando en voz baja, y tan sólo me llegaban trozos aislados. La oí decir:

– … pues sí, ésa es la pregunta de los sesenta y cuatro mil millones de dólares, ¿no es cierto? Ojalá supiera la respuesta. -Y luego, un poco más fuerte-: Gracias por avisarme. Es genial. -Sonó un pequeño bip y Alana colgó-. Es trabajo -le dijo a la otra mujer en tono de disculpa-. Lo siento, me gustaría apagar este aparato, pero estos días debo estar disponible las veinticuatro horas. ¡Ahí está Drew!

Un tío alto y fornido se acercó a ella -recién entrado en la treintena, bronceado, el cuerpo ancho y liso de un remero- y le dio un beso en la mejilla. No besó a la otra mujer.

– Hola, nena -dijo.

Genial, pensé. Así que los matones de Wyatt ni siquiera se habían dado cuenta de que Alana estaba saliendo con alguien.

– Hola, Drew -dijo ella-. ¿Dónde está George?

– ¿No te llamó? -dijo Drew-. Vive en la luna. Se le olvidó que este fin de semana le tocaba su hija.

– ¿Así que no tenemos cuarto?

– Ya encontraremos a alguien -dijo Drew-. No puedo creer que no te haya llamado. Qué lata.

Una bombilla se encendió en mi cabeza. Echando por la borda mi cuidadoso plan de observación anónima, tomé una decisión más arriesgada en una fracción de segundo. Me puse de pie y dije:

– Disculpad.

Todos me miraron.

– ¿Necesitáis un cuarto?

Me presenté con mi nombre verdadero, les expliqué que estaba viendo el lugar, no mencioné nada de Trion. Mi presencia pareció aliviarlos. Me parece que asumieron, al ver mi raqueta Yonex de titanio, que debía de ser muy bueno, aunque les aseguré que no lo era tanto, que no había jugado en mucho tiempo. Lo cual era cierto.

Nos dieron una de las pistas exteriores. Hacía sol, un poco de calor y mucho viento. Los equipos fueron Alana y Drew contra la otra mujer, cuyo nombre era Jody, y yo. Jody y Alana tenían un juego similar, pero Alana era de lejos la más elegante. No era particularmente agresiva, pero tenía un buen revés cortado, siempre devolvía el servicio, siempre llegaba a la bola, no desperdiciaba ni un movimiento. Su servicio era simple y preciso, y le entraba casi siempre. Jugaba con tanta naturalidad como respiraba.

Desafortunadamente, subestimé al Niño Bonito. Era un jugador serio. Comencé con un juego débil, oxidado, y, para visible disgusto de Jody, hice doble falta en mi primer servicio. Sin embargo, pronto recuperé mi juego; Drew, mientras tanto, jugaba como si estuviera en Wimbledon. Cuanto más mejoraba yo, más agresivo se ponía él, hasta que la cosa se puso ridícula. Empezó a golpear voleas agresivas, cruzando la pista para llegar a bolas que eran de Alana, acaparando las jugadas. Ella le hacía muecas. Comencé a intuir que tenían un pasado en común, y que había entre ellos una tensión bastante importante.

Y al mismo tiempo tenía lugar lo otro: la batalla de los machos Alpha. Drew comenzó a servirme contra el cuerpo; sus servicios eran muy fuertes y a veces demasiado largos. Aunque eran terriblemente rápidos, Drew no lograba controlarlos, así que Alana y él comenzaron a perder. Al mismo tiempo comencé a reconocer su juego, a anticipar cuándo iba a atacar en la red, y, disfrazando mis golpes, comencé a pasarlo. El Niño Bonito había oprimido mi botón de competencia; yo sólo quería ponerlo en su lugar. Yo querer mujer de otro cavernícola. Muy pronto comencé a sudar. Me di cuenta de que me estaba esforzando demasiado, de que estaba siendo demasiado agresivo para este partido que era meramente social; aquello no tenía buen aspecto. Así que me calmé y empecé a jugar puntos más pacientes, manteniendo la bola en juego, dejando que Drew cometiera sus errores.

Al final, Drew subió a la red y me dio la mano. Luego me dio una palmada en la espalda.

– Juegas muy bien -dijo en tono de falsos compinches-. En todos los aspectos.

– Tú también.

Se encogió de hombros.

– Tuve que cubrir mucha pista.

Alana lo oyó, y sus ojos azules relampaguearon de fastidio. Se dio la vuelta hacia mí:

– ¿Quieres tomar algo?

En el «porche», como lo llamaban (era una inmensa plataforma de madera), sólo estábamos Alana y yo: Jody se había excusado y había dicho que debía marcharse, como si hubiera entendido, a partir de no sé qué diálogo en clave, que Alana no quería estar en grupo. Entonces Drew se dio cuenta de lo que ocurría, y también se disculpó, aunque no con la misma elegancia.

La camarera se acercó, y Alana me dijo que pidiera yo primero, porque no se había decidido todavía. Pedí una Tanqueray Malacca G &T. Ella me miró, sobresaltada, apenas una fracción de segundo, y enseguida recuperó la compostura.

– Igual para mí -dijo.

– Veré si nos queda -dijo la camarera, una estudiante de instituto rubia y caballuna. Minutos después regresó con las bebidas.

Hablamos un rato del club, de los socios («estirados», dijo Alana), de las pistas («las mejores de por aquí, de lejos»), pero era demasiado sofisticada para pasar por el aburrido tú-a-qué-te-dedicas. No habló de Trion, así que tampoco lo hice yo. Ese aspecto de la conversación comenzó a darme miedo, porque no estaba seguro de cómo haría pasar el hecho curioso de que ambos trabajáramos en Trion, y qué te parece, ¡eras tú la que tenía mi puesto! Ahora no podía creer que me hubiera presentado para jugar con ellos, que me hubiera catapultado hacia su órbita en lugar de mantener un perfil bajo. Lo bueno era que nunca nos hubiéramos visto en el trabajo. Me pregunté si la gente de Aurora usaba una entrada distinta. De cualquier manera, la ginebra se me había subido rápidamente a la cabeza, y el día era bello y soleado, y la conversación fluía con naturalidad.

– Siento mucho lo de Drew -dijo-, no sabe controlarse.

– Juega bien.

– Puede llegar a ser un gilipollas. Tú representabas una amenaza, debe ser cosa de machos. Batalla con raquetas.

Sonreí.

– Es como esa línea de Ani DiFranco, ¿sabes?: «'Cause every tool is a weapon if you hold it right.» [6]

Sus ojos se iluminaron.

– ¡Exacto! ¿Te gusta Ani?

Me encogí de hombros.

– «Science chases money, and money chases its tail»…

– «And the best minds of my generation can't make baih [7]-completó-. A muy pocos hombres les gusta Ani.

– Supongo que soy un tío sensible -dije de forma inexpresiva.

– Supongo que sí. Deberíamos salir algún día, ¿no? -dijo ella.

¿Había oído bien? ¿Me estaba invitando a salir, ella a mí?

– Buena idea -dije-. ¿Te gusta la comida Thai?

Capítulo 27

Llegué a casa de mi padre tan estimulado por la minicita con Alana Jennings que me sentía como si llevara puesta una armadura. Ya nada de lo que hiciera o dijera podría afectarme.

Iba subiendo la escalera de madera astillada cuando los oí discutir: el tono agudo de mi padre, ese chillido nasal que sonaba cada vez más como un pájaro, y las respuestas graves de Antwoine, profundas y resonantes. Los encontré en el baño de la planta baja; el lugar estaba lleno del vapor que salía de un vaporizador. Mi padre estaba boca abajo sobre un banco, con la cabeza y el pecho apoyados sobre un montón de almohadas. Antwoine, con su uniforme azul pálido completamente empapado, masajeaba la espalda desnuda de mi padre golpeándole con sus enormes manos. Levantó la cara cuando abrí la puerta.

– Ey, Adam.

– Este hijo de puta está tratando de matarme -chilló mi padre.

– Así es como se suelta la flema de los pulmones -dijo Antwoine-. Esa mierda se queda pegada allá adentro. Es por las cilias dañadas.

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