La gente empezó a evitar mi mirada. Chad se mordía el interior de la mejilla con expresión grave. Mordden parecía estar en otro mundo. Yo quería arrancarle la cabeza a Nora Sommers, pero hice como los buenos perdedores.
Nora barrió la mesa con la mirada, pasando de una cara a la siguiente con las cejas arqueadas.
– Que les sirva de lección. Siempre hay que cavar más profundo, ir más allá de las modas del mercado, mirar qué hay bajo el capó. Y créanme, cuando nos presentemos ante Jock Goddard dentro de dos semanas, él va a mirar qué hay bajo el capó. Tengamos eso muy presente.
Sonrisas de cortesía aquí y allá: todo el mundo sabía que Goddard era un fanático de los coches.
– Muy bien -dijo Nora-. Creo que ya saben a qué me refiero. Sigamos.
Sí, pensé: sigamos.
Bienvenido a Trion. Ya sabemos a qué te refieres. Sentí un vacío en el estómago.
¿Dónde demonios me había metido?
En la cita entre mi padre y Antwoine no faltaron los contratiempos. Bueno, en realidad fue un desastre total y sin atenuantes. Digámoslo así: Antwoine recibió fuerte oposición. No hubo sinergia. No era una alianza estratégica.
Llegué al piso de mi padre justo después de terminar mi primera jornada de trabajo en Trion. Dejé el Audi a una manzana de distancia, porque sabía que mi padre siempre estaba mirando por la ventana cuando no estaba contemplando la pantalla de su televisor de treinta y seis pulgadas, y no quería que me diera la paliza por mi coche nuevo. Aunque le dijera que había recibido un aumento sustancioso, él le encontraría el lado malo al asunto.
Llegué justo a tiempo para ver a Maureen arrastrando una gran maleta de nailon negro hacia su taxi. Tenía los labios cerrados con fuerza; llevaba su traje «elegante», pantalón y chaqueta de color verde limón cubiertos por todas partes con una profusión de flores y frutas tropicales, y un par de zapatillas deportivas perfectamente blancas. Logré interceptarla justo en el momento en que le gritaba al conductor que metiera su maleta en el maletero y le entregué un último talón (que incluía un extra generoso por sus esfuerzos y sufrimientos), le agradecí prolijamente sus fieles servicios e incluso intenté darle un beso ceremonial en la mejilla, pero ella me apartó la cara. Se metió en el taxi dando un portazo y el taxi arrancó.
Pobre mujer. Nunca me cayó bien, pero era inevitable tenerle lástima por la tortura a la que mi padre la había sometido.
Mi padre estaba viendo a Dan Rather (en realidad le estaba gritando a Dan Rather) cuando llegué. Despreciaba por igual a todos los presentadores de las cadenas, y mejor ni preguntarle acerca de los «fracasados» que había en el cable. Los únicos programas de cable que le gustaban eran aquellos en que un anfitrión dogmático de extrema derecha acosa a sus invitados, trata de sacarles de quicio, de que echen espuma por la boca. Éste era el tipo de deporte que le gustaba por estos días.
Llevaba una de esas camisetas interiores, blancas y sin mangas, que algunos llaman «de paleta» y que siempre me ponían los pelos de punta. Las asociaba con cosas malas, pues me parecía que cada vez que mi padre me «disciplinaba» de niño, llevaba puesta una de ésas. Aún podía recordar como si fuera una fotografía el día en que, con ocho años de edad, accidentalmente derramé Kool-Aid sobre su sillón reclinable, y mi padre me azotó con el cinturón, poniéndome un pie encima -camiseta interior manchada, cara colorada y sudorosa- y gritando: «¿Ves lo que me obligas a hacer?» No es el recuerdo más agradable del mundo.
– ¿Cuándo llega el nuevo? -preguntó-. Ya viene con retraso, ¿no?
– Todavía no.
Maureen se había negado a quedarse un rato para enseñarle cómo funcionaba todo, así que por desgracia no coincidirían.
– ¿Por qué vas tan elegante? Pareces un sepulturero, me pones nervioso.
– Pero si ya te lo he dicho, hoy he comenzado en un nuevo trabajo.
Volvió la cabeza hacia Rather, sacudiéndola con disgusto.
– Te han echado, ¿no?
– ¿De Wyatt? No, me he ido.
– Trataste de esforzarte lo menos posible, y te echaron. Yo sé cómo funcionan estas cosas. Esa gente puede oler a los fracasados a una milla de distancia. -Respiró hondo un par de veces-. Tu madre siempre te malcrió. Como en lo del hockey. Habrías podido ser profesional si te hubieras aplicado.
– No era tan bueno, papá.
– Es fácil decirlo, ¿no? Decirlo lo vuelve todo más fácil. Ahí fue cuando de verdad te eché a perder: te metí en esa universidad tan cara para que pudieras irte de fiesta con tus amigos pijos.
Por supuesto que sólo tenía razón en parte: en esa época yo trabajaba media jornada para pagarme los estudios. Pero que recordara lo que quisiera recordar. Se dio la vuelta hacia mí con ojos sanguíneos, redondos y brillantes como cuentas.
– ¿Y dónde están ahora tus amigos pijos, eh?
– Papá, estoy bien -dije. Había comenzado una de sus pataletas, pero por fortuna sonó el timbre, y casi corrí a abrir la puerta.
Antwoine llegó a la hora exacta. Vestía un uniforme de hospital de color azul pálido, que le hacía parecer un camillero o un enfermero. Me pregunté dónde lo habría conseguido, pues nunca había trabajado en un hospital, que yo supiera.
– ¿Quién es? -gritó mi padre.
– Es Antwoine -dije.
– ¿Antwoine? ¿Qué mierda de nombre es ése, Antwoine? ¿Has contratado a un maricón francés? -dijo. Pero ya se había dado la vuelta para ver a Antwoine, que estaba de pie junto a la puerta, y su cara se había puesto morada. Tenía la mirada perdida y la boca abierta a causa del miedo-. ¡Dios mío! -dijo, resoplando con fuerza.
– ¿Qué tal? -dijo Antwoine mientras me daba un aplastante apretón de manos-. Así que éste es el famoso Francis Cassidy -dijo, acercándose al sillón reclinable-. Soy Antwoine Leonard. Es un placer conocerlo, señor -hablaba en un tono de barítono profundo y agradable.
Mi padre seguía mirándolo fijamente y resoplando. Al final, dijo:
– Adam, quiero hablar contigo ahora mismo.
– Sí, papá.
– No, no. Vas a decirle a Antwoine o como se llame que se largue de aquí y nos deje hablar a solas.
Antwoine me miró, confundido, sin saber qué hacer.
– ¿Por qué no llevas tus cosas a tu habitación? -le dije-. Segunda puerta a la derecha. Puedes deshacer las maletas.
Antwoine levantó sus dos talegos de nailon y desapareció por el corredor. Papá ni siquiera esperó a que hubiera salido del salón para decir:
– En primer lugar, no quiero que me cuide un hombre, ¿me entiendes? Encuéntrame a una mujer. Segundo, no quiero tener aquí a un negro. No se puede confiar en los negros. ¿En qué estabas pensando? ¿Me ibas a dejar aquí solo con este Leroy? Quiero decir, míralo, mira a tu colega, los tatuajes, las trenzas. No quiero una cosa así en casa, ¿es demasiado pedir? -resoplaba más fuerte que nunca-. ¿Cómo puedes traerme a un negro, cuando conoces los problemas que he tenido con los críos de las casas subvencionadas, esos malditos críos que se me meten constantemente en el piso?
– Ya, ya, y siempre acaban por irse cuando se dan cuenta de que aquí no hay nada que valga la pena robar. -Le hablé en voz baja, pero estaba cabreado-. Primero, papá, no es que tengamos mucho de donde escoger, porque después de toda la gente a la que has obligado a largarse, las agencias ni siquiera quieren tratar con nosotros. Segundo, yo no puedo quedarme contigo, porque trabajo durante todo el día, ¿lo recuerdas? Y tercero, ni siquiera le has dado una oportunidad.
Antwoine volvió con nosotros. Se acercó a mi padre, a una distancia casi amenazante, pero le habló con voz suave y amable.
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