Sentí que alguien me agarraba del hombro, que alguien más me cogía por el codo, Seth y otro tío me ayudaban a salir del bar. Todo el mundo parecía mirarme.
– Lo siento, tío -dije, sintiendo cómo me sobrevenía una ola de vergüenza-. Gracias. Mi coche está justo ahí.
– Hoy no conduces, amigo.
– Está justo ahí -insistí sin mucha convicción.
– Este no es tu coche. Es un Audi o algo así.
– Es mío -dije con firmeza, y puntué la declaración asintiendo vigorosamente-. Audi… A6, creo.
– ¿Qué le pasó al Bondo?
Sacudí la cabeza.
– Coche nuevo.
– ¡Hombre! Qué, ¿te pagan mucho más en el trabajo de ahora?
– Sí -dije, y enseguida añadí, con lengua enredada-: no mucho más.
Llamó a un taxi de un silbido; él y el otro tío me empujaron dentro.
– ¿Recuerdas dónde vives? -dijo Seth.
– Pero ¿qué te pasa? -dije yo-. Claro que sí.
– ¿Quieres llevarte un café para el camino, algo que te despierte un poco?
– No -dije-. Tengo que irme a dormir. Trabajo mañana.
Seth rió.
– No te envidio, tío -dijo.
En mitad de la noche me sonó el móvil y casi me destroza el tímpano, sólo que no era la mitad de la noche. Tras las persianas se alcanzaba a ver un rayo de luz. El reloj marcaba las cinco y media. ¿A.m?, ¿p.m.? Estaba tan desorientado que no tenía la menor idea. Cogí el teléfono y deseé no haberlo dejado encendido.
– ¿Sí?
– ¿Estaba dormido todavía? -dijo una voz incrédula.
– ¿Quién es?
– Dejó el Audi en una zona prohibida. -Era Arnold Meacham. Lo reconocí de inmediato: el nazi de seguridad de Wyatt-. El coche no es suyo, Cassidy. Wyatt Telecommunications lo ha alquilado para usted, y lo mínimo que podría hacer sería cuidarlo un poco, no dejarlo por ahí como un condón desechado.
Todo me llegó de golpe: la noche anterior, la borrachera en Alley Cat, haber llegado de alguna manera a casa, haber olvidado poner la alarma… ¡Trion!
– Mierda -dije, incorporándome de un salto. Mi estómago dio una voltereta. La cabeza me latía, parecía enorme, como la de uno de esos extraterrestres de Star Trek.
– Las reglas fueron muy claras -dijo Meacham-. Nada de juergas. Nada de fiestas. De usted se espera que funcione al máximo de sus capacidades.
¿Hablaba más rápido y más alto de lo normal? En todo caso, eso parecía. Apenas si alcanzaba a seguirle el ritmo.
– Lo sé -dije con voz ronca y poco convencida.
– No es un comienzo demasiado prometedor.
– Ayer fue un día de mucho… de mucho trabajo. Fue mi primer día, y mi padre…
– Sí, sí. Me importa un pimiento, la verdad. Tenemos un acuerdo explícito, y esperamos que usted lo cumpla. ¿Qué ha averiguado sobre los trabajos secretos?
– ¿Trabajos secretos? -Dejé caer los pies sobre el suelo y me senté en el borde de la cama, masajeándome las sienes con la mano libre.
– Proyectos secretos, codificados. ¿Para qué coño cree usted que está allí?
– Es demasiado temprano -dije-. Demasiado pronto, quiero decir. -Poco a poco mi cerebro comenzaba a funcionar-. Ayer me acompañaron en todo momento. No estuve solo ni un minuto. Habría sido demasiado arriesgado intentar escabullirme. No querrán ustedes que eche a perder la misión en el primer día.
Meacham quedó en silencio unos segundos.
– Muy bien -dijo-. Pero pronto habrá una oportunidad, y espero que la aproveche. Quiero un informe hoy a última hora, ¿está claro?
A la hora de la comida ya me había pasado un poco la sensación de muerto ambulante, así que decidí subir al gimnasio -perdón, el «complejo deportivo»- para hacer algunos ejercicios rápidos. El complejo deportivo estaba en la azotea del ala E, en una especie de burbuja con pistas de tenis, todo tipo de equipos cardiovasculares, cintas y StairMasters y máquinas elípticas todas equipadas con pantallas individuales de vídeo y televisión. Los vestuarios tenían baño turco y sauna y eran tan espaciosos y elegantes como cualquier club deportivo que yo hubiera visto en mi vida.
Me había cambiado y estaba a punto de comenzar con las máquinas y las pesas cuando Chad Pierson entró, con aire despreocupado, al vestuario.
– Ah, nuestro campeón -dijo Chad-. ¿Qué tal, macho?
Abrió una taquilla vecina de la mía.
– ¿Vienes para el baloncesto?
– En realidad, pensaba…
– Debe de haber comenzado un partido. ¿Quieres jugar?
Dudé un instante.
– Bueno, vale.
No había nadie más en la pista de baloncesto, así que esperamos un par de minutos, driblando y lanzando. Al final, Chad dijo:
– ¿Qué te parece un partidillo uno contra uno?
– Vamos.
– A once. ¿Saca el que anota?
– Vale.
– Escucha, ¿y si hacemos una pequeña apuesta? No soy demasiado competitivo, y esto tal vez lo vuelva más interesante.
Sí, claro. Tú no eres competitivo.
– ¿Unas cervezas o algo así? -pregunté.
– Venga, tío. Un verde tipo C. Cien dólares.
¿Un verde tipo C? ¿Acaso estábamos en Las Vegas con los chicos del Rat Pack? [5]A regañadientes, dije:
– Vale, vale, lo que sea.
Grave error. Chad era bueno, jugaba con agresividad y yo estaba en plena resaca. Desde la línea de tres puntos, Chad lanzaba y encestaba, y luego hacía una pistola con índice y pulgar, soplaba el humo del cañón y decía: «¡Caliente!»
Chad entraba de espaldas al aro, empujándome, y así lanzó unos pocos sostenidos e inmediatamente tomó la delantera. De vez en cuando hacía el gesto de Alonzo Mourning, y movía ambas manos de adelante atrás como un tirador de precisión en medio de un tiroteo. Era terriblemente molesto.
– Parece que no has traído tu equipo titular, ¿eh? -decía. Su expresión parecía benevolente, incluso preocupada, pero sus ojos brillaban de condescendencia.
– Supongo que no -dije. Trataba de ser simpático, de disfrutar el partido, no dejarme provocar como un imbécil, pero Chad estaba comenzando a cabrearme. Cuando atacaba, no me sentía sincronizado, todavía no había desarrollado mi ritmo. Fallé algunos lanzamientos y él bloqueó algunos más. Pero entonces marqué unos cuantos puntos, y en poco tiempo el marcador era seis a tres. Me empecé a dar cuenta de que Chad entraba por la derecha.
Cerró el puño, hizo su pistola estúpida con los dedos. Entró por la derecha y marcó contra el tablero.
– ¡Dinero! -graznó.
Fue entonces cuando le di a una especie de botón mental y dejé que la competitividad comenzara a fluir. Chad siempre entraba con la derecha y lanzaba desde la derecha, noté. Era obvio que no podía entrar por la izquierda, que no tenía una buena mano izquierda. Así que empecé a cubrirle la derecha, obligándolo a ir por la izquierda, y luego metí un gancho.
Estaba en lo cierto. Chad no tenía mano izquierda. Desde ese lado fallaba sus lanzamientos, y un par de veces le quité al balón fácilmente cuando empezaba a driblar hacia dentro. Me ponía frente a él y con un salto le cubría la derecha y le obligaba a cambiar rápidamente de dirección. Mientras entraba en el ritmo del partido, había marcado siempre de cerca, así que Chad debió de pensar que yo no tenía un buen tiro. Cuando mis tiros lejanos comenzaron a entrar, pareció quedarse atónito.
– Me estabas dando ventaja -dijo, apretando los dientes-. Tienes buen tiro. Pero lo voy a anular.
Comencé a jugar con su psicología. Simulé buscar un tiro lejano, obligándolo así a saltar, y después entré por su costado. Funcionó tan bien que lo intenté de nuevo; Chad estaba tan tenso que funcionó aún mejor la segunda vez. Muy pronto estábamos empatados.
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