Dan Fesperman - El prisionero de Guantánamo

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Vivo o muerto, el enemigo había llegado a la costa de Guantánamo y eso era motivo de alarma en La Habana. El cadáver de un soldado norteamericano alcanza la orilla al otro lado de la Base Naval entre las iguanas y los guardias fronterizos cubanos. ¿Qué está sucediendo en el Gitmo, el nombre preferido del Pentágono para denominar a la reconvertida cárcel de alta seguridad para los detenidos en la guerra mundial contra el terrorismo? ¿Quién está matando a soldados norteamericanos? Revere Falk, un arabista y agente del FBI destinado en Guantánamo para interrogar a los detenidos, se tendrá que hacer cargo de la investigación. Nada será igual desde aquel día, el mismo en el que ha logrado que su nuevo detenido, un yihadista yemení de 19 años, Adnan Al-Hamdi, confiese por fin el nombre de su protegido: Hussey. Pero Falk intuye que debe callarse. En los 116 kilómetros cuadrados de la base de Guantánamo no hay secretos. Y Falk podrá comprobar que el espionaje no sólo es cubano, sino que CIA, FBI y el propio Ejército norteamericano compiten por el control de la información. Y él deberá tener especial cuidado: tiene un vínculo común con el lugar, un vínculo con una historia extraña e inquietante que creía completamente olvidado. ¿Pero lo conoce alguien más?

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El otro único contacto regular era la reunión mensual del comandante de la base naval de Guantánamo, el capitán Rodrick Lewis, y su homólogo cubano de la Brigada de la Frontera del Ejército Revolucionario, el general Jorge Cabral. Sus encuentros eran cordiales y discretos. Para evitar sorpresas desagradables, siempre que iban a construir algo nuevo o a realizar maniobras militares en uno u otro lado, se lo comunicaban previamente. El general Cabral se había enterado de la inminente llegada de centenares de prisioneros de Afganistán mucho antes que la mayoría del público estadounidense.

Se turnaban como anfitriones. No solían tener temas oficiales que tratar, así que hablaban de béisbol, de pesca o de la comida que les habían servido. Y a veces realizaban pequeños trueques de contrabando, como si quisieran afirmar el carácter informal de su relación: una caja de cigarros puros cubanos por un cartón de cigarrillos Marlboro, un CD de música country y western por una casete casera de salsa. Trataban por correo electrónico los asuntos que surgieran entre una reunión y otra, a menos que hubiese un incendio grave que apagar, en cuyo caso se reunían como viejos generales en el frente, aunando recursos para derrotar al enemigo común.

Pero el descubrimiento del cadáver del sargento Ludwig requería medidas extraordinarias. Ningún estadounidense había aparecido nunca muerto al otro lado de la alambrada. De momento, la tensión de la Guerra Fría parecía de nuevo en boga, y Falk estaba a punto de conseguir un asiento de primera fila.

Llegó al puesto de observación, donde había ya tres Humvees aparcados. Uno llevaba el banderín de dos estrellas del general. En el interior estaba Trabert, que esperaba para ocuparse de las presentaciones necesarias.

– Falk, le presento al capitán Lewis. Quiero que le acompañe cuando los cubanos entreguen el cuerpo.

El capitán tenía una estampa impresionante. Era un afroamericano alto y esbelto, de porte sereno. Tenía que serlo. Su labor como comandante de la base requería las dotes de alcalde de una pequeña población tanto como las de un dirigente militar. Las familias de la base se asustaban enseguida cuando estaban tan aisladas. No les había entusiasmado la idea de que construyeran una prisión de Al-Qaeda al lado, pero les había sorprendido gratamente el vigor que había inyectado a la vida de la base. Lewis había bromeado incluso acerca de volver a instalar el primer y único semáforo de la ciudad, que se había retirado al museo de la base. Por lo que le habían contado a Falk, el capitán se había dado por satisfecho dejando en paz a Trabert, y viceversa, por lo que aquel encuentro resultaba todavía más tenso.

– Le presentaré al general Cabral -dijo el capitán Lewis.

– ¿En calidad de qué?

Lewis se volvió hacia el general.

– ¿Cuál era la terminología acordada, señor?

– Enlace de la parte civil, representante de la familia del sargento Ludwig. No se mencionará a su empleador. El capitán llevará toda la conversación, Falk, pero usted abra bien los ojos.

– ¿Por algo en particular?

– Cualquier cosa fuera de lo común.

– Todo este asunto parece fuera de lo común.

– Razón de más para otros dos ojos.

Falk se preguntó si su presencia incomodaría a Lewis. Desbaratar la intimidad habitual entre los dos, sobre todo con un civil, resultaba como mínimo indiscreto. Se fijó en que Lewis llevaba un número reciente de Sports Illustrated , con un reportaje de portada sobre un pitcher natural de Cuba, tal vez como oferta de paz. Las maniobras de Trabert seguramente le coartaran. Pero Falk no estaba dispuesto a meterse en medio de una pelea, si es que llegaba a eso.

– ¿Cómo se hará el trabajo, entonces? -le preguntó a Lewis.

– Como siempre. Bajaremos al puesto de guardia de nuestro lado de la alambrada con un par de marines. Los cubanos enviarán una escolta que nos acompañará. Es un asunto suyo, así que nos encontraremos en la que suele ser la caseta de intercambio, en su zona.

– ¿Irá usted también? -preguntó Falk al general.

Trabert negó con la cabeza.

– No quiero desmesurarlo más de lo que está. Pero quería venir por si había alguna complicación.

– ¿Existe alguna razón para pensarlo?

– Con terreno nuevo y viejos enemigos nunca se sabe.

Falk captó el leve gesto ceñudo de Lewis, pero el capitán se contuvo. Luego dijo, mirando hacia la ventanilla:

– Parece que ya llegan. Ése es el vehículo del general Cabral.

Una furgoneta verde con cubierta de lona paró en el lado cubano bajo un gran letrero blanco con letras rojas y negras que decía: «República de Cuba. Territorio Libre de América». Era un sarcasmo cubano. Los soldados bajaron de un salto por la puerta de atrás.

– Parece que traen algunos más de lo habitual -dijo Lewis, que no parecía asustado. Trabert asintió como si se hubiesen confirmado sus peores sospechas. Luego enfocó unos prismáticos sobre la escena.

– Vamos -dijo Lewis-. Acabemos de una vez.

Abrieron la marcha dos marines. También acompañaba al capitán un intérprete. La luz del sol les golpeó como un puñal en cuanto salieron de la sombra del puesto de observación. Una iguana enorme se escabulló del camino apresurada cuando bajaron la colina frente al globo rojo y amarillo del emblema de la infantería de Marina. Parecía que alguien hubiese retocado últimamente la pintura. Dos zopilotes sobrevolaban en círculo el lugar, en formación con cuatro aves más flacas y aterradoras que parecían sacadas de un grabado gótico. Habría resultado un mal augurio si no fuesen ya una visión tan habitual.

– La fuerza aérea cubana -dijo Lewis.

– Sí, valiente escolta.

– ¿Alguna cosa que quiera usted que pregunte?

– Necesitamos saber el lugar exacto en que encontraron el cuerpo. Conforme a las coordenadas GPS si es posible, no es que espere nada. Y la hora exacta en que lo encontraron, más las observaciones médicas que hayan registrado sobre el cuerpo.

Lewis asintió. Habían cruzado la línea de barreras de tanques rojos y dorados pintados con las siglas USMC (Infantería de Marina de Estados Unidos) y llegaron al cuartel estadounidense, donde un marine con el equipo completo abrió una verja lo justo para que pasaran en fila india. Lewis vaciló a la cabeza de su contingente, esperando a los dos soldados cubanos que cruzaban en aquel momento la franja pavimentada del centro de una tierra de nadie de veinte metros. Sólo se oían sus pisadas.

– Nuestros marines nos esperarían normalmente aquí -susurró Lewis-. Pero el general Cabral dice en su mensaje electrónico que nos acompañen para transportar el cadáver.

– ¿Así se enteró de esto? ¿Por correo electrónico?

– Poco antes de almorzar. Excelente para la digestión.

– ¿Le decía algo más?

Lewis negó con la cabeza.

– Es muy hablador en general. Pero ya veremos.

Los cubanos esperaban ya a la sombra de la aduana de yeso blanco. La ventana estaba abierta y se oía una conversación en español que cesó en cuanto cruzaron la puerta de cristal.

La atmósfera resultaba agobiante. Un ordenanza estaba abriendo todavía las ventanas, mientras otro enchufaba un ventilador oscilante que parecía sacado de un catálogo de Sears de los años treinta. El individuo que ocupaba la cabecera de una mesa pequeña, y que debía ser el general Cabral, siguió sentado, fumando un puro. A juzgar por la indecisión del capitán Lewis, Falk supuso que el general solía levantarse con más presteza. Al final lo hizo, corpulento, bien afeitado, con los ojos color avellana rebosantes de preguntas. Vestía uniforme verde oliva, sin más adorno que la insignia de una estrella en cada hombro. Sin complicaciones, supuso Falk, como el Gran Jefe de La Habana. Se quitó el puro de la boca, pero no tendió la mano a Lewis.

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