John Gardner -

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James Bond

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Se despertó sobresaltado y vio que estaba a punto de rayar el alba. Se apartó del suave cuerpo de Ebbie y miró el reloj. Eran las cinco y media. Se levantó de la cama y se dirigió en silencio al cuarto de baño. Las manos ya no le dolían tanto, pero el brazo machacado por Fafie aún estaba muy dolorido. Lavarse fue más fácil de lo que imaginaba y, a las seis cuando fuera empezaba a clarear, Bond ya estaba vestido y equipado con la ASP, la varilla y las armas secretas.

Ebbie dormía profundamente, con el cabello rubio desparramado por la almohada. Seguramente necesitaba descansar, pensó Bond, guardándose la llave de la habitación en el bolsillo y saliendo en silencio al corredor. Ya habían retirado la mesita del servicio de habitaciones y todo estaba tranquilo. Mientras bajaba al vestíbulo principal, la calma fue rota por los ocasionales ruidos del personal de la cocina, que preparaba los desayunos en el sótano. No había nadie en el mostrador de recepción y, por consiguiente, Bond se dirigió al teléfono público y se sacó un montón de monedas irlandesas del bolsillo.

Una voz decididamente soñolienta y malhumorada contestó desde el Hotel Clonmel Arms. Bond tuvo que repetir dos veces que le pusieran con el señor y la señora Palmerston y soportó una larga espera antes de que la telefonista volviera a ponerse al aparato.

– Lo siento, señor, pero se han marchado.

– ¿Cuándo?

Un timbre de alarma se disparó en su cabeza.

– Yo acabo de empezar mi servicio, señor, pero me han dicho que llegaron inesperadamente unos amigos suyos. El señor Palmerston y su esposa se fueron hace una media hora.

Bond dio rápidamente las gracias y colgó el teléfono, hecho un manojo de nervios. ¿Qué «amigos»? Pero ya conocía la respuesta. Dominico -el general Chernov- había dado alcance a Smolin y no tardaría mucho en dar con él y Ebbie. Tanto si disponía de media hora como si tan sólo le quedaban diez minutos, lo importante era controlar la situación. Marcó en el acto un número de Dublín. Sonó diez minutos antes de que una voz contestara bruscamente.

– Murray.

– Jacko B. Han surgido problemas. Tengo que convertir la misión en oficial.

– ¿Dónde estás? -preguntó Murray-, levemente irritado.

– En Kilkenny. En el Hotel Newpark. Creo que tu amigo y el mío, Basilisco, ha sido atrapado con la chica que tú viste en el aeropuerto. Los rumores sobre Dominico son ciertos. Hay un lugar llamado el Castillo de las Tres Hermanas…

– Sabemos todo lo que hay que saber sobre dicho castillo. Pero carecemos de jurisdicción. Es propiedad de la embajada. Hubo un poco de jaleo allí, Jacko. ¿Tuviste tú algo que ver?

– En parte, sí; pero ahora estoy aquí con la chica del castillo de Ashford, ¿comprendes?

– Sí.

– A nosotros también nos quieren atrapar. Si tú pudieras…

Pero Murray se le adelantó.

– Lo sé todo sobre Basilisco, y ha sido un fallo. Haré lo que pueda, Jacko. Cuídate. ¿Dices que ahora es oficial?

– Muy oficial y muy peligroso.

– Lo dudo, pero lárgate de aquí y dirígete a Dublín. No tenemos órdenes de sacarte.

– ¿Qué quieres decir?

– Teníamos que sacar a Basilisco, pero la cosa ha fallado. Ahora, ¿quieres largarte de una vez?

– No tengo ningún medio de transporte.

– Pues, tendrás que robar algo, Jacko. Tengo entendido que eso es te da muy bien.

Murray soltó una risita y colgó, dejando a Bond con el teléfono en la mano.

«Ebbie -pensó Bond-. Necesito sacarla de aquí, aunque tengamos que escondernos en los setos.» Mientras se volvía para salir de la cabina, se le ocurrió otra idea. Convendría llamar, una vez más, a las «armónicas» del castillo. Marcó el número, y pegó la tira de plástico al auricular. De repente, oyó una tremenda confusión de sonidos. Varias personas hablaban a la vez en distintas partes del castillo. Lo que oyó le hizo agarrar con fuerza el teléfono.

– Han perdido al traidor de Smolin y a la chica ¡Mierda! -dijo alguien en ruso.

Se oyó una siniestra carcajada, seguida de la voz de Ingrid.

– El general se va a poner muy contento.

Se oía también una conversación más clara en alemán, probablemente desde la Sala de Comunicaciones.

– Sí, mensaje recibido y entendido. Hans -gritó la voz mientras se escuchaba una respuesta desde muy lejos-, Hans, el equipo de Roma les ha localizado al final. Dietrich y el tal Belzinger tomaron un vuelo anoche. ¿Puedes establecer contacto con el jefe?

– Está intentando localizar a la otra pareja…, silencio radiofónico.

– Rómpelo. Dietrich y Belzinger se dirigen a Hong Kong.

– No lo creo.

– El general tampoco se lo va a creer, pero ponte en contacto con él. En seguida.

Hong Kong, pensó Bond. Jungla y Dietrich se alejaban mucho de Europa. Cuando antes consiguiera sacar a Ebbie, tanto mejor para todos. Se volvió y subió rápidamente la escalera. Al llegar a la habitación, abrió la puerta y se acercó a la cama.

– ¡Ebbie! ¡Ebbie! Despierta…

Enmudeció de golpe al ver la ropa de la cama echada hacia abajo; Ebbie había desaparecido.

Antes de que pudiera reaccionar ante la señal de peligro, una voz le susurró al oído:

– No intente sacar la pistola, míster Bond. Usted no me sirve de nada y le saltaría la tapa de los sesos aquí mismo, en esta habitación, si no tuviera más remedio. Manos arriba y dé la vuelta despacio.

Había escuchado aquella voz en cinta y sabía por tanto que, cuando se volviera, podría contemplar un rostro raras veces visto en Occidente: las nítidas facciones casi francesas del general Konstantin Nikolaevich Chernov, jefe de investigaciones del Departamento 8 de la Dirección 5 del KGB, es decir, el mismísimo Dominico en persona.

– Extraño encuentro, ¿no le parece, míster Bond? Después de andarnos persiguiendo el uno al otro tanto tiempo en los papeles.

Chernov esbozaba una siniestra sonrisa y sostenía en la mano una enorme pistola automática mientras, a su espalda, tres corpulentos sujetos permanecían agazapados como perros dispuestos a despedazarle.

13. Dominico

– Bien -dijo Bond, mirando directamente a los ojos moteados de verde de Chernov-. Está usted muy lejos de su territorio habitual, camarada general. No se debe encontrar muy a gusto fuera de su cómodo despacho de la plaza. ¿O acaso han trasladado el Departamento 8 a aquella monstruosidad moderna de la carretera de circunvalación…, eso que llaman el Centro de Investigaciones Científicas?

Los labios de Chernov se curvaron en una leve sonrisa. Cualquier persona, pensó Bond, le hubiera podido tomar por un influyente y acaudalado hombre de negocios. Su poderoso y delgado cuerpo, enfundado en un traje gris de corte impecable; sus bronceadas facciones innegablemente bellas; su magnetismo personal y su elevada estatura -medía más de un metro ochenta y cinco- le convertían en una personalidad subyugante. Era lógico que se hubiera convertido en el jefe de investigaciones del antiguo SMERSH.

– Permítame que le diga que lee usted los libros adecuados, camarada Bond; y las adecuadas novelas -Chernov bajó la pistola, una pesada Stetchkin, y movió imperceptiblemente la cabeza para dar una rápida orden a uno de los hombres que tenía a su espalda-. Lo siento -el general sonrió de nuevo como si apreciara sinceramente a Bond-. Lo siento, pero su fama le precede. Les he pedido a mis hombres que le despojen de todos los juguetes que pueda llevar encima.

Con la mano libre, Chernov se acarició el cabello entrecano tan perfectamente descrito en los archivos del Cuartel General: «El cabello es abundante, entrecano en las sienes e insólitamente largo para ser un miembro del Servicio ruso, aunque lo lleva siempre muy bien cuidado y se distingue por las patillas que casi le cubren las orejas. Se lo peina hacia atrás sin crencha.»

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