John Gardner -

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James Bond

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Chernov despertó y se desperezó; después, felicitó a Mischa por su habilidad y bromeó con él en ruso. Delante de ellos, el Renault dobló una cerrada curva e, inmediatamente después, Mischa soltó una palabrota. Al doblar la curva, el Renault se había detenido en seco. Dos vehículos de la Garda estaban cruzados en el camino. Mientras Mischa frenaba, Bond volvió la cabeza y vio que detrás les seguía un automóvil sin ninguna señal de identificación.

– Tranquilos. ¡No hay que utilizar las armas! -ordenó Chernov con una voz restallante como un látigo-. Ni un solo disparo, ¿entendido?

Media docena de agentes uniformados de la Garda rodeaban el Renault. Otros cuatro se estaban acercando al Jaguar. Mischa bajó con cierta insolencia el cristal de su ventanilla cuando un oficial uniformado se inclinó para hablar con él.

– Caballeros, me temo que esta carretera sólo está abierta al tráfico diplomático. Tendrán que dar media vuelta.

– ¿Qué ocurre, oficial? -preguntó Chernov, inclinándose hacia adelante, mientras, junto con el otro hombre, trataba infructuosamente de ocultar el rostro de Bond.

– Un problema diplomático, señor. Nada grave. Hubo ciertas quejas anoche y tenemos que mantener la carretera provisionalmente cerrada.

– ¿Qué clase de problema diplomático? Yo tengo pasaporte diplomático, al igual que mis acompañantes. Nos dirigimos al castillo que es propiedad de la embajada soviética.

– Ah, bueno, eso ya es distinto.

El hombre se apartó. Bond observó que los vehículos estacionados delante se habían retirado un poco para permitir el paso del Renault. Vio también unos hombres vestidos de paisano cerca del Jaguar. Uno de ellos se inclinó ahora hacia la ventanilla de atrás que Mischa se había visto obligado a abrir. Aunque Bond no le reconoció, el hombre poseía los perspicaces y serenos ojos de un miembro de la Rama Especial.

– Se han recibido informes sobre un tiroteo que hubo aquí anoche. Corno comprenderá, la gente está un poco nerviosa. Si no le importa, permítame ver su documentación, señor…

– No faltaba más.

Chernov rebuscó en los bolsillos de su chaqueta y sacó varios documentos, entre ellos, su pasaporte. El hombre de la RS irlandesa los tomó y empezó a examinar minuciosamente el pasaporte.

– ¡Ah! -exclamó, mirando a Chernov-. Sabíamos que había llegado, míster Talanov. Pertenece usted al Ministerio de Asuntos Exteriores de su país, ¿no es cierto?

– Soy inspector de embajadas, en efecto. Estoy girando mi acostumbrada visita anual.

– La última vez no fue usted quien vino, ¿verdad? Si no recuerdo mal, era un hombre de baja estatura. Me parece que llevaba barba. Sí, barba y gafas. Se llamaba… Qué barbaridad, acabaré olvidándome de mi propio nombre.

– Zuyenko -dijo Chernov-. Yuri Fedeovich Zuyenko.

– Eso es, Zuyenko. ¿No vendrá este año, míster Talanov?

– Ya no irá a ninguna parte -Bond detectó cierta irritación en la voz. Chernov, con su enorme experiencia, ya se habría dado cuenta de que el parlanchín representante de la Rama Especial pretendía ganar tiempo-. Yuri Fedeovich murió -añadió, visiblemente molesto-. El verano pasado. De repente.

– Dios le tenga en la gloria, pobre hombre. Conque murió de repente el verano pasado, ¿eh? No sé si vio usted aquella película protagonizada por la encantadora Katherine Hepburn y miss Taylor… Tiene una casa en esta zona, ¿lo sabía usted?

– Perdone, pero tenemos que seguir, sobre todo si ha habido problemas en la carretera de las Tres Hermanas.

– Fueron graves y no lo fueron, míster Talanov. Pero, antes de que se vaya…

– ¿Sí?

Los ojos de Chernov se encendieron de rabia contenida.

– Verá, señor, tenemos que comprobar toda la documentación diplomática.

– Tonterías. Yo respondo de todos los ocupantes de este automóvil. Se encuentran bajo mi custodia.

Mientras Chernov hablaba, Bond sintió el duro metal de la pistola del guardián contra su costado. No podía correr el riesgo de armar un alboroto, pese a constarle que Chernov no quería provocar ningún incidente.

Otro rostro sustituyó al primero.

– Lo siento mucho, míster Talanov, que es tal como usted dice llamarse, pero tenemos que llevarnos a este caballero de aquí -Norman Murray señaló a Bond con el dedo-. Va usted en muy mala compañía, señor. Buscamos a este hombre para someterle a interrogatorio y creo que convendrá usted conmigo en que no es un ciudadano ruso y tanto menos un diplomático. ¿Me equivoco?

– Bueno, es que…

Chernov se detuvo sin saber qué decir.

– Creo que será mejor que le deje bajar. Tú, sal del coche -Murray introdujo una mano a través de la ventanilla y agarró a Bond por la chaqueta-. Saldrás sin armar jaleo, ¿verdad, muchacho? Los demás caballeros pueden seguir su camino.

– ¿Ya estamos empatados, Norman?

Bond miró muy serio al hombre de la Rama Especial. Sabía que algo había fallado. Lo comprendió en cuanto Norman Murray se dirigió a su automóvil particular y le hizo senas de que le acompañara, mientras los agentes de la Garda y los oficiales de la RE autorizaban el paso del vehículo que conducía a Chernov.

– Más que empatados, Jacko. Mañana tendré que saltar la tapia, no te quepa duda. Poco podré hacer por ti. Han ocurrido cosas muy raras, te lo aseguro.

– ¿Y eso?

Bond conocía lo bastante a Murray como para comprender que el hombre se sentía dominado por una mezcla de cólera, frustración e inquietud.

– Es más bien lo que no ha ocurrido. En primer lugar, me despertaron antes del amanecer y me dieron un mensaje sobre Basilisco. Tus amigos del otro lado del canal querían que lo detuviéramos y se lo entregáramos en secreto, ¿verdad? Puesto que siempre nos hacemos amablemente favores los unos a los otros, enviamos un par de automóviles al Hotel Clonmel Arms donde, según nos informaron, Basilisco se alojaba con la chica… La que me presentaste en el aeropuerto.

– No me dijiste nada de todo eso cuando te telefoneé.

– Porque tú me dijiste que los habían secuestrado. Pensé que te llevarías una agradable sorpresa cuando supieras que lo habíamos hecho nosotros.

– ¿Os llevasteis también a la chica?

– No nos llevamos a ninguno de los dos porque ya no estaban allí. Recibí una llamada a los cinco minutos de haber hablado contigo. Los del hotel dijeron que se habían ido con unos «amigos». Pero, más tarde, afirmaron otra cosa. Parece ser que Basilisco hizo muchas llamadas telefónicas durante la noche. Después, sobre las tres y media de la madrugada bajaron, pagaron la cuenta y se fueron.

– ¿Y la chica que estaba conmigo?

– No se sabe nada de ella. Es cierto que recibimos quejas sobre los disparos y explosiones que hubo en el castillo, y uno de nuestros hombres vio cómo te sacaban del hotel. He corrido un gran riesgo, metiéndome con el tipo que iba contigo.

– Mal asunto -dijo Bond, avergonzándose en secreto de su reticencia.

– Pues aún no sabes lo peor, Jacko -Murray soltó una carcajada-. Tu Servicio te ha negado el reconocimiento oficial.

– ¡Maldita sea!

– Estás de permiso. Tu presencia operativa en la República de Irlanda no está sancionada por ellos. Eso es lo que hay. Bajo ningún pretexto se deberá prestar ayuda a este oficial. Bajo ningún pretexto, Jacko. Ya ves cómo están las cosas.

«En caso de que algo falle, tendremos que negarle incluso ante nuestras propias fuerzas policiales.» Bond recordó las palabras de «M» mientras ambos paseaban por el parque. «Nuestras propias fuerzas policiales» incluían asimismo a otras fuerzas. Pero, ¿por qué? «M» le había mantenido a oscuras con respecto a Basilisco, aunque eso ahora ya estaba parcialmente explicado. Hubo contactos entre «M» y Smolin, probablemente a través de Murray, el hombre más flexible con que contaba el Servicio dentro de la Rama Especial irlandesa. Bond ya había localizado a Smolin y a dos de las chicas. ¿Por qué demonios se empeñaba el viejo en seguir negándole?

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