John Gardner -
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– Lo que usted quiera, señora -contestó el recepcionista sonriendo-. Lo que usted quiera siempre que sea escalopa a la Holstein, patatas fritas, ensalada y macedonia de frutas.
– Me parece muy bien -se apresuró a decir Ebbie.
Bond comprendió que la chica también estaba hambrienta. Asintió con la cabeza y eligió un borgoña blanco de incierta cosecha y denominación. Ebbie pidió unas vendas y un desinfectante.
– Tuvimos un pequeño percance con el automóvil, y mi marido se ha quemado las manos.
En conjunto, pensó Bond, miss Ebbie Heritage era un tesoro. Pero, por muy tesoro que fuera, lo primero que hizo al llegar a la habitación, cómoda aunque poco original, fue buscar el teléfono. La falta de originalidad no le sorprendía, porque el vestíbulo del hotel estaba decorado estilo de adobe con clara influencia española.
– Tengo que curarle estas manos -dijo Ebbie en tono suplicante-, y además, nos van a subir la comida de un momento a otro, James.
Bond le hizo señas de que se callara, acercó una mano al botón superior de su chaqueta Oscar Jacobson y, con el dedo pulgar, arrancó una tira de plástico gris de unos dos centímetros y medio de longitud y un centímetro de anchura. Pidió línea y marcó el número del Castillo de las Tres Hermanas que se había aprendido de memoria. Oyó el clic del cambio automático y, un segundo antes de que el teléfono empezara a sonar, aplicó la tira de plástico a la bocina del aparato y apretó con fuerza. Por espacio de dos segundos, escuchó un penetrante sonido semejante al de una armónica que tocara en sordina. Oyó luego un pequeño sonido de respuesta, señal de que los granos negros de trigo de plástico que había introducido en los teléfonos del castillo reaccionaban al tono. A través de los «dispositivos tipo armónica», podría escuchar no sólo las conversaciones telefónicas, sino asimismo cualquier otra conversación que tuviera lugar dentro de un radio de nueve metros alrededor de cada teléfono. Hubiera recibido la misma transmisión aunque estuviera en Australia o en Sudáfrica. Estos poderosos y pequeños instrumentos se pueden activar desde miles de kilómetros de distancia, y convierten los teléfonos en micrófonos directos. En aquellos instantes, Bond sólo podía oír unos extraños rumores lejanos, procedentes, sin duda, de una de las numerosas habitaciones que no tenían teléfono. Colgó cuidadosamente el aparato y consultó su reloj. Tendría que seguir activando los dispositivos hasta que obtuviera un resultado. Ebbie le miraba perpleja, con las vendas y el desinfectante en las manos.
– James, ¿me permite que le cure las manos, por favor?
Bond asintió preocupado, sin saber si telefonear o no a Smolin. Tenía que haber alguien en el castillo, aunque sólo fuera para atender a Ingrid. El hecho de que no pudiera captar nada significaba que Chernov tenía a todos los hombres disponibles, incluido él mismo, buscándoles por la campiña circundante.
– De acuerdo, Ebbie. Haga lo peor que sepa -contestó Bond, resignado.
Pero ella hizo lo mejor. Era delicada, amable y desconcertante. Mientras curaba a Bond, llegó la comida y, tan pronto como Ebbie terminó la cura, empezaron a comer.
– Cuando acabe, me tomaré un baño -dijo la chica, hablando con la boca llena-. Perdone, pero es que me moría de hambre.
– No se preocupe, Ebbie. Ha sido usted muy amable.
La joven miró a Bond desde el otro lado de la mesita. Con la cabeza inclinada, levantó los ojos entornados y finalmente los abrió del todo.
– Quiero expresarle toda mi gratitud, James. Estuvo usted maravilloso en aquel horrible castillo.
– No necesito que me pague nada a cambio, querida.
– Me gustó mucho su actuación de hace años en el submarino. Instaló dispositivos de escucha en los teléfonos del castillo, ¿verdad?
– Es usted muy astuta, Ebbie.
– ¿Astuta? Y eso, ¿qué significa? ¿Quiere decir sexy? Le encuentro muy…
– Significa que es muy perspicaz…, muy hábil en averiguar cosas.
– Pero si está muy claro lo que ahora estaba haciendo. Nos lo enseñaron cuando nos preparamos para Pastel de Crema… Por cierto, qué nombre tan tonto. Ha colocado dispositivos de escucha en el castillo, ¿a que sí?
– Pues claro.
– Eso quiere decir que es usted muy maricón, James, de otro modo, no hubiera podido escuchar lo que ocurre en el castillo desde éste teléfono. ¿O no se dice así?
– Me temo que no es la palabra más indicada, Ebbie, pero no se preocupe -dijo Bond sonriendo.
– James, espero que no se pase la noche escuchándoles.
– Depende. De momento, no hay nadie.
– Espero que no.
– Ya veremos. Tengo que seguir intentándolo. Es crucial para todos nosotros.
Al terminar de comer, Ebbie se fue al cuarto de baño y Bond sacó la mesita de ruedas al pasillo. Estaba a punto de marcar de nuevo el número del castillo cuando Ebbie salió del cuarto de baño, vestida tan sólo con lo que ella hubiera llamado su Unterkleider, para recoger el bolso.
Bond marcó el número del castillo y esta vez captó una breve conversación. Un hombre estaba hablando en ruso con Ingrid, cuya voz sonaba muy débil. Esperó un cuarto de hora más, pero no hubo nada. Colgó el teléfono y se tendió en la cama, cansado y agobiado por el dolor del brazo y las manos.
Cerró los ojos y se preguntó qué debería hacer. Tanto si le gustaba como si no, tendría que reactivar los dispositivos de escucha a intervalos regulares. La experiencia le decía que, si no lograba escuchar nada más desde el castillo, deberían marcharse de allí en cuestión de pocas horas. En el caso de que regresaran a Inglaterra enteros, podría llevar a las chicas a una de sus casas francas, de cuya existencia su Servicio no tenía la menor idea. Después, se presentaría ante «M» en compañía de Smolin. De éste modo, se habrían cumplido, por lo menos, dos tercios de la misión. Mientras preparaba su apología ante «M», Ebbie regresó al dormitorio con el cabello brillante y el cuerpo sólo parcialmente cubierto por una bata de raso gris perla.
– El cuarto de baño ya está libre, James -dijo, permitiendo que la bata le resbalara de los hombros-. A menos que tenga otra cosa mejor que hacer.
Bond contempló el hermoso cuerpo de la joven y sintió la misma atracción que previamente había experimentado. Se levantó muy despacio de la cama y la estrechó en sus brazos. El primer beso pareció durar una eternidad. Sus manos se deslizaron hacia las pequeñas y sedosas nalgas mientras Ebbie le devolvía apasionadamente el beso. Bond se apartó y contempló los grandes ojos azules de la joven.
– Con estas vendas que llevo, me será un poco difícil tomar un baño -se sentía la garganta seca-. No sé si tú podrías…
– ¿Por qué no nos bañamos juntos?
Ebbie le asió por la muñeca y le acompañó al cuarto de baño sin que él opusiera la menor resistencia. Una vez allí, abrió los grifos y Bond dejó que le desnudara. Ya en la bañera, Ebbie empezó a enjabonarlo concienzudamente el cuerpo. Después se tendió a su lado y él le hizo el amor bajo el agua.
Cuando todo hubo terminado, Ebbie le secó con una áspera toalla y volvió a vendarle las manos. Esta vez, fue él quien la acompañó al dormitorio. A pesar de su aire inocente, estaba claro que Ebbie distaba mucho de ser una inexperta; su inagotable energía, corría parejas con una considerable dosis de imaginación e ingenio. Aquella noche hicieron tres veces el amor, una con salvaje violencia, otra con pasión, mientras Ebbie recitaba un sensual poema siguiendo el ritmo de su propio cuerpo; y una tercera con tal ternura que Bond no pudo por menos que recordar casi con tristeza a su difunta esposa Tracy.
Bond llamó al castillo varias veces a lo largo de la noche, sin obtener el menor resultado. Al final, se dio por vencido y se durmió en brazos de Ebbie.
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