John Gardner - Muerte En Hong Kong

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James Bond

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Chernov se encogió de hombros, soltó el bisturí y levantó las manos.

Maxim Smolin, Susanne Dietrich y Jungla Baisley aún se encontraban encadenados en un rincón, mientras que Ebbie yacía amarrada a una plancha colocada sobre tres caballetes de aserrar.

– ¡Dios mío, la cosa iba en serio! -exclamó Bond-. Usted debe de estar loco, Chernov.

– La venganza no es sólo el placer de los dioses -dijo Chernov, retrocediendo asustado; en sus ojos seguía brillando una mezcla de furia y decepción-. Un día, James Bond, todos los fantasmas de SMERSH se levantarán para aplastarle. Eso será una venganza.

Bond raras veces experimentaba el deseo de causar daño a otra persona, pero, en aquel momento, se imaginó a Chernov alcanzado por los tres dardos de acero de la pluma letal: uno en cada ojo y uno en la garganta. Sin embargo, tenía que apresar vivo a Chernov.

– ¡Ya lo veremos! -contestó-. Las llaves, mi general. Quiero soltar estas cadenas.

Chernov vaciló un instante; luego sus manos se extendieron hacia la mesa donde se encontraban las llaves.

– Tómelas con cuidado -Bond dominaba ahora por completo la situación-. Suélteles.

Chernov volvió a dudar mientras sus ojos parpadeaban, mirando hacia un punto situado a la espalda de Bond. No, pensó éste, no caeré en esta vieja trampa.

– Haga lo que le digo, Kolya…

Bond sintió que se le erizaban los cabellos de la nuca y se volvió, dejando la frase inconclusa.

– Yo que tú, Jacko, depositaría el arma con mucho cuidado sobre la mesa.

Norman Murray había penetrado en silencio por la puerta principal, empuñando en la mano derecha una PPK Walther, modelo especial de la policía.

– ¿Cómo…? -preguntó Bond sin dar crédito a lo que veían sus ojos.

– Kolya -dijo Murray muy tranquilo-, yo dejaría las llaves donde están. La venganza que desea tendrá que retrasarse un poco porque tengo la sensación de que pronto subirán unos visitantes. Siento llegar tan tarde, pero fue bastante complicado evitar a mi gente y a los británicos.

Chernov emitió un sonido ininteligible.

– Bueno, para poder salir con seguridad, tendremos que utilizar a este Bond como garantía, ¿no es cierto? -preguntó.

– ¡Norman! -exclamó Bond, retrocediendo-. Pero, ¿qué demonios…?

– Ah, Jacko, los males de este perverso mundo. ¿Recuerdas el encantador libro de Robert Louis Stevenson, La isla del tesoro? Es un gran libro. ¿Recuerdas la escena en que el joven Jim Hawkins conoce al proscrito Ben Gunn? Bueno, el viejo Ben Gunn intenta explicarle a Jim cómo se entregó a la piratería, y le dice: «Todo empezó jugando a los dados sobre las benditas lápidas sepulcrales.» Bueno, pues supongo que a mí debió de ocurrirme algo parecido. Ahora, deja este cañón sobre la mesa, Jacko Bond.

Éste se volvió de espaldas y depositó cuidadosamente la Luger al lado de las llaves.

– Ahora, manos arriba, Jacko.

– Tengo un brazo roto.

– Bueno, pues, mano arriba. Qué pedante eres, Jacko.

Cuando se volvió de cara, levantando muy despacio la mano derecha, Bond ya había conseguido sacar la pluma del bolsillo superior del mono y ahora la mantenía oculta en la palma de la mano derecha. Dos traidores, pensó; y el segundo, nada menos que un oficial de la Rama Especial de la República de Irlanda. Un hombre que mantenía relaciones secretas muy especiales con el Servicio británico de espionaje y que incluso colaboraba con el propio «M» en persona.

– Muy bien -añadió Murray-. Tal como te estaba diciendo, Jacko, todo empezó, en cierto modo, jugando a los dados sobre las lápidas de las tumbas; sólo que lo mío eran los caballos. El viejo chiste de siempre, caballos lentos y mujeres rápidas. Las deudas y una dama que me comprometió una noche en Dublín y me embroquetó como un pavo en Navidad. Quiero que sepas que lo mío no fue una cuestión de política, sino más bien de dinero.

– ¿Dinero? -repitió Bond en tono despectivo-. ¿Dinero? Entonces, ¿por qué te molestas en rescatarme de Chernov?

– Verás, es más bien una tapadera. A nadie se le ocurriría descubrir su propia tapadera, ¿no crees, Jacko? Yo jugaba, en realidad, a tres bandas: con mi gente, con vosotros los británicos y con estos tipos. Soy un agente triple, Jacko, y no supe que el secreto había sido descubierto hasta que te vi en el aeropuerto de Dublín. Pero eso ya es agua pasada.

– No te preocupes, Norm. Y no vuelvas a decirme que no te llame Norm porque ahora eres el camarada Norm.

– Quizá tengas razón. No sé cómo lo voy a pasar en aquel país. Hará un frío de mil diablos. Pero es que ahora todos me persiguen, Jacko. Tu jefe «M» va tras de mi con toda seguridad; por eso pienso largarme con Kolya -Murray miró a Chernov-. ¿No cree que deberíamos irnos, Kolya? Los sabuesos ya están al llegar. Me pisaban los talones cuando me fui de Dublín.

– Nos iremos en cuanto finalice este asunto -dijo Chernov, asintiendo muy serio.

Aprovechando aquella momentánea distracción, Bond pudo girar las dos piezas de la pluma en sentido contrario al de las manecillas del reloj con el índice y el pulgar de la mano derecha, colocando después el arma con la cara hacia afuera, y el pulgar en el gatillo.

– ¡Norman! -gritó, modificando la posición de su cuerpo de tal forma que quedara alineado con la cabeza de Murray. A continuación, apretó rápidamente el gatillo dos veces-. Lo siento, Norman -añadió mientras los dos dardos de acero dejaban unos pequeños orificios rojos en la cabeza del hombre de la Rama Especial, precisamente por encima de sus ojos.

– ¡Jacko!

La voz debió de ser un reflejo porque seguramente Murray ya estaba muerto cuando habló, inclinándose hacia adelante y soltando el arma mientras Bond aprovechaba el momento para recuperar la Luger que había sobre la mesa.

La misión ya estaba cumplida. Los que hubieran podido causar un escándalo habían muerto. Chernov sería una jugada maestra. Bastaría con efectuar una somera limpieza y facilitar una explicación plausible a la prensa.

– Bueno, pues, Kolya Chernov… -la voz de Bond no era tan firme como él hubiera deseado porque apreciaba de veras a Murray-. Tome las llaves y suelte a esta buena gente -y mirando a Ebbie, Bond añadió-: Cuando estés libre, ve al teléfono y marca el número que yo te diré, cariño. Es el del residente de mi Departamento en Hong Kong. Tendrás que cubrir al general mientras yo hablo con él. Ahora todo tiene que ser oficial.

Cuando Chernov le retiró las esposas, Ebbie se fue al teléfono. La conversación duró apenas tres minutos. Entretanto, los demás fueron liberados también. Jungla y Smolin, por propia iniciativa, encadenaron a Chernov, el cual parecía haber perdido toda su capacidad de luchar.

Bond colgó el teléfono y apoyó la mano sana sobre la mesa. Sintió una leve presión en el hombro y una mano que se deslizaba por su brazo hasta posarse sobre la suya.

– Gracias -dijo Ebbie con la voz entrecortada por la emoción-. Te estoy muy agradecida, James.

– No es nada -dijo él.

Experimentó de nuevo un intenso dolor, la cabeza le empezó a dar vueltas y se le doblaron las piernas. En un remoto rincón de su mente, se alegró de poder olvidar.

James Bond recuperó el conocimiento en una habitación privada de hospital. El residente del Servicio se encontraba junto a su lecho. Bond le conocía muy bien porque hablan trabajado juntos, una vez en Suiza y otra en Berlín. Bond no tardó en advertir que tenía el brazo izquierdo escayolado.

– Tienes dos fracturas y algunos desgarros musculares.

– Pero, dejando esto aparte -dijo Bond sonriendo-, ¿le ha gustado la comedia, señora Lincoln?

Era una antigua broma que ambos solían compartir en otros tiempos.

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