John Gardner - Muerte En Hong Kong

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James Bond

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– He oído rumores -contestó Bond, sintiendo que se le encogía el estómago.

– ¿Y creyó en ellos?

– Probablemente.

– Y con razón. Permítame que se lo explique. Cuando alguien es condenado a muerte en la Unión Soviética, el hecho de que muera con rapidez o de que su muerte se utilice en beneficio del Estado depende del lugar que ocupe en la comunidad -otra vez una gélida sonrisa iluminó los ojos de Chernov-. A diferencia de los decadentes británicos, que tan limpiamente se entregan a nosotros por culpa de su autocomplacencia, su laxitud y su incapacidad de ver que pronto acabaremos gobernando por entero su política… -la voz de Chernov se elevó un tono-. A diferencia de los británicos, que son tan remilgados a la hora de utilizar la pena de muerte, nosotros la utilizamos con provecho. Cierto que los ancianos y las mujeres son ejecutados casi inmediatamente. Otros son enviados a centros médicos; algunos colaboran en la construcción y funcionamiento de los reactores nucleares…, encargándose de las tareas más peligrosas. Los hombres más fuertes, aptos y jóvenes se convierten en «marionetas» o «Robinsones». Es un buen adiestramiento para nuestros hombres. Hasta que un soldado no demuestra que puede matar a otro ser humano, no podemos estar seguros de él.

– Eso es lo que he oído decir -Bond se notaba la cara paralizada, como si un dentista le hubiera administrado una inyección-. Dicen que les proporcionan blancos vivos para las prácticas…

– No son simples blancos, comandante Bond. Ellos pueden repeler el ataque, aunque dentro de ciertos límites, claro. Saben que, si intentaran escapar o utilizar las armas contra quienes no deben, serían segados como el trigo. En los ejercicios, son auténticos contrincantes. Matan y son matados. Si son muy buenos, pueden sobrevivir bastante tiempo.

– ¿Tres ejercicios y son indultados?

– Me temo que eso es un cuento de viejas -Chernov sonrió-. Los «Robinsones» jamás sobreviven al final. Saben que están sentenciados y luchan con más denuedo si piensan que, al cabo de tres ejercicios, recibirán el indulto.

Chernov se examinó las uñas. La estancia estaba cargada de tensión. Después, el general soviético se volvió e hizo una seña a los dos guardianes, los cuales se retiraron, cerrando cuidadosamente la puerta que había a su espalda.

– Cuando supimos que usted, un hombre que figura en nuestra lista de muertes, había recibido el encargo de resolver la cuestión de Pastel de Crema, dirigí una petición al Centro de Moscú. Pedí unos cuantos «Robinsones» que ya hubieran superado dos ejercicios y creyeran que sólo les faltaba uno para conseguir el indulto. Solicité que fueran jóvenes. Debería sentirse usted muy honrado, míster Bond. Es la primera vez que nuestros superiores permiten que los «Robinsones» actúen fuera de la Unión Soviética. Esta noche, desde la medianoche hasta el amanecer, usted luchará en esta islita con nuestros cuatro mejores «Robinsones», los cuales intentarán matarle. Irán armados y permitiremos que usted también lleve un arma. Pero, durante seis horas, en la oscuridad y en un terreno que usted no conoce, pero ellos sí, será usted perseguido sin piedad. Jame Bond, quiero presentarle a sus «Robinsones».

Acto seguido, Chernov gritó una orden y uno de los hombres abrió la puerta por fuera.

20. La Hora Cero

A primera vista, los cuatro «Robinsones» parecían muy dóciles. No llevaban ninguna clase de sujeción y sólo les vigilaban los dos guardianes que empuñaban sus pistolas ametralladoras.

– Adelante -dijo Chernov en ruso, haciéndoles señas de que se acercaran.

De haber esperado unos prisioneros encogidos y acobardados, Bond se hubiera llevado una decepción. El cuarteto entró en la estancia con porte marcial y la mirada dirigida hacia adelante. Vestían pantalón y camisa de color negro. Calzaban zapatillas negras y Bond pensó que sus caras también se oscurecerían antes de que empezara la prueba. No había habido luna la víspera, y tampoco la habría aquella noche. Fuera, en la oscuridad, los «Robinsones» resultarían invisibles.

– Como ve, comandante Bond, forman un buen equipo. Ya han trabajado juntos antes y con mucho provecho… Una vez, contra un grupo de seis Spetsnaz. Cinco murieron y el sexto no podrá volver a andar. Su segunda misión fue contra unos aspirantes al KGB -Chernov volvió a encogerse de hombros-. El KGB se quedó con cuatro aspirantes menos. ¿Hace falta que le diga más?

Bond estudió a los hombres. Todos poseían muy buena figura y se mantenían alerta y con los ojos abiertos, pero uno se diferenciaba de los demás, sobre todo, por su estatura. Mediría un metro noventa y dominaba a sus compañeros, cuyas estaturas oscilaban entre el metro ochenta y el metro ochenta y cinco.

– ¿Qué delitos cometieron? -preguntó con indiferencia, como si fuera un experto en caballos de carreras examinando un pedigrí.

Chernov sonrió con rostro de esfinge. El enigma de aquella sonrisa despertó en Bond un odio desconocido.

– Tengo que pensarlo -contestó Chernov, recorriendo con la mirada a los cuatro hombres que tenía delante-. El más alto, Yakov, fue condenado por violar a seis jóvenes, prácticamente unas niñas. Tras aprovecharse de sus víctimas, las estranguló. Después, tenemos a Bogdan, también asesino, aunque no violador. Su especialidad eran los muchachos. Bogdan les rompía el cuello y después se libraba de ellos, descuartizando sus cuerpos y diseminando los trozos por un bosque cercano a su casa. Es un campesino muy fuerte, que no posee ningún sentido de la moral.

Bond reprimió el deseo de decir lo evidente: «Como usted, Kolya. Igualito que usted.»

– Pavl y Semen -prosiguió diciendo Chernov- son menos complicados. Pavl, el de la narizota, era un oficial del ejército y utilizó fondos militares para su propio uso. Cinco de sus compañeros descubrieron la verdad a lo largo de un período de dos años. Cuatro jamás fueron encontrados. El quinto consiguió transmitir la información. En cuanto a Semen, se trata de un asesino por partida triple: Mató a su novia, a su amante y a su madre. A Semen se le da muy bien el cuchillo de carnicero.

– Cosas de la vida -dijo Bond, sabiendo que la única manera de salir triunfante de las intimidaciones de Chernov estribaba en tomarse a broma a los cuatro monstruos que, dentro de unas horas, intentarían matarle-. ¿Dice usted que irán armados?

– Claro. Dos de ellos llevarán pistolas Luger. Uno irá equipado con un cuchillo de matar parecido al del Comando Sykes-Fairbairn, bien conocido por usted. Y otro utilizará un arma que le gusta mucho, una especie de maza corta semejante a los viejos hierros de combate de los chinos. Consta de una bola de acero claveteada que cuelga de una afilada hoja sujeta al extremo de un mango de sesenta centímetros. Algo muy desagradable.

– Y yo, ¿qué arma llevaré?

– ¿Usted, mi querido comandante? Bueno, queremos ser justos. Dispondrá de una pistola Luger Parabellum en buenas condiciones, se lo aseguro.

«Tendré ocho cartuchos», pensó Bond. Ocho posibilidades de matar, siempre que pudiera colocarse en la posición adecuada.

– Le hemos proporcionado un cargador medio vacío -añadió Chernov-. O sea que tendrá cuatro balas de 9 mm, una por cada uno de los «Robinsones», en caso de que tengan la suerte de que se le pongan a tiro antes de que uno de ellos se abalance sobre usted. Como ya debe de suponer, el equipo ha dado un paseo por el terreno, cosa que usted no ha hecho, que yo sepa.

– ¿Y si deciden escapar? ¿Tomar un sampán y largarse?

– Se ve que todavía no lo ha entendido, comandante Bond -Chernov volvió a mirarle y le dirigió su inquietante sonrisa-. Estos hombres no tienen nada que perder más que sus vidas…, las cuales conservarán cuando usted haya muerto.

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