John Gardner - Scorpius
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– Y dirigiéndose de nuevo a Bond añadió-: Bien venido a «Ten Pines». Como sabe, mi nombre es Valentine. Y mis fieles me llaman padre Valentine. Bien venido «desde el principio hasta el fin».
Conforme pronunciaba estas últimas palabras, un sonido terrible llenó el ámbito del vestíbulo. Procedía de algún lugar interno de aquel extraño edificio y era el grito angustioso de un ser humano sometido a gran sufrimiento. Bond se estremeció al reconocer aquel alarido que parecía elevarse y disminuir, aunque sin perder nunca su intensidad.
Era muy probable que procediese de Harriett Horner.
Valentine torció la cabeza.
– ¡Ah! -exclamó con una voz tan suave como antes, casi acariciadora-. Un poco de música nocturna para darle a usted la bienvenida.
17. El Salón de los Rezos
James Bond dio un paso hacia adelante. El grito había alcanzado ahora un tono penetrante, expresando un terror primitivo y brutal. Bond intentó dar otro paso, pero aunque nadie hizo ademán alguno para impedirlo, hubo de detenerse como si se sintiera paralizado.
Vio cómo Valentine, ahora reclinado contra la puerta, esbozaba una sonrisa. Por unos segundos, mirando su delgada cara rebosante de salud, Bond volvió a verla sobrepuesta a la fotografía de Vladimir Scorpius, igual que cuando examinaba el expediente.
Le miró las orejas… Eran las orejas de Scorpius, así como el pelo ya escaso en algunos lugares pero inmaculadamente peinado. La línea de la mandíbula en otros tiempos gruesa y ahora con la piel tirante sobre la escasa carne…, era la mandíbula de Scorpius. Los pómulos… los pómulos de Scorpius, y finalmente los ojos «negros como la noche», como había dicho el viejo Basil Shrivenham; los ojos de Scorpius, negros como la noche, ahora le mantenían inmóvil.
Las pupilas relampaguearon como si estuvieran dotadas de un fuego interior, tras de los iris, y un gusano se moviera entre aquel fuego. Luego empezaron a ensancharse como si quisieran tragarle. Bond apartó la mirada al tiempo que una imagen distinta de Scorpius se formaba en algún lugar de lo más profundo y oscuro de su subconsciente: la imagen de Scorpius empalado en una daga por su propia mano, por la mano de James Bond aferrando una empuñadura en forma de serpiente. Esgrimía la daga y, un segundo antes de hundirla en la garganta de Scorpius, le miraba de nuevo y se aproximaba a él.
– ¡Ah! -La sonrisa seguía fija en la cara de Scorpius, pero sus ojos habían perdido la brillantez, pareciendo como si en ellos se mostrase ahora una leve expresión de miedo que sólo duró unos momentos para desaparecer enseguida-. Vamos, señor James Bond. -La voz seguía sonando tranquila, suave y tranquilizante-. Vamos a ver de dónde procede realmente ese ruido. Creo que va a quedar usted bastante impresionado.
– Lo dudo.
– ¿Es ese el modo en que corresponde a mi hospitalidad? ¿Dudando? Señor Bond, creo que tiene mucho que aprender todavía. Venga conmigo. -Levantó una mano con los dedos separados… ¿Quizá el ademán de un príncipe medieval? Posiblemente. Luego hizo un leve movimiento como de invitación-. Venga. Vayamos todos al Salón de los Rezos.
«¿De modo que ésta es la auténtica maldad? -pensó Bond. Era innegable que Scorpius poseía un poder, igual al que ostentan muchas grandes figuras públicas y que con frecuencia ni ellas mismas reconocen. Scorpius tenía la propiedad maléfica de estar dotado de un temperamento muy fuerte, combinado con una fuerza hipnótica de gran intensidad. Probablemente ahora la manejaba de manera puramente refleja. Aquel poder podía ser limitado en sí mismo, pero resultaba inapreciable para dirigirse a quienes deseaban creer en él. Ahora bien, enfrentado a un hombre o una mujer dotado de suficiente inteligencia, Scorpius se veía obligado a apelar a otros métodos, como, por ejemplo, el uso de drogas hipnóticas y cosas por el estilo. Pero su voluntad y su fuerza mental combinadas le hacían un peligroso adversario.
Si Scorpius hubiera operado utilizando solamente los burdos recursos de la fuerza física o de la voluntad para provocar pánico y miedo a quienes estaban cercanos a él, no habría resultado enemigo difícil. Pero Bond reconocía que la tarea que le aguardaba era mayor de la que había imaginado. Porque no sólo se enfrentaba a la fuerza muscular, a la astucia y a la habilidad para manejar a otras personas, sino también a la fuerza mental.
Por un segundo, mientras permanecían allí de pie dispuestos a seguir la invitación de aquel hombre, le pareció hallarse en presencia de la maldad total, del enemigo por antonomasia; de alguien que, utilizando la palabra, los hechos o valiéndose de algún razonamiento retorcido, era capaz de convencer a otros mortales de que actos deshonestos y horribles se convertían en prácticas bondadosas, caritativas y justas. En el mundo dominado por Scorpius, la moralidad era vuelta del revés. El bien se transformaba en mal y lo erróneo en correcto, mientras lo bueno y lo justo quedaban convertidos en lo malvado y lo falso.
Todo ello se hacia patente por el solo hecho de seguir a aquel hombre a lo que él llamaba Salón de los Rezos. La intuición de Bond dijo a éste que el recinto en cuestión era un lugar en el que ninguna persona en sus cabales debía meterse. Sin embargo, aún así, todos obedecían la voz del jefe.
Luego de atravesar la puerta por la que Scorpius había aparecido poco antes en su condición de padre Valentine, se encontraron en una gran habitación rodeada de estanterias llenas de libros. Había un escritorio sencillo bajo una ventana en el extremo más lejano; pero no obstante las hileras de libros encuadernados en piel en las enormes librerías, el recinto estaba impregnado de cierto aire de austeridad. Tampoco allí había cuadros en las paredes ni alfombras en el suelo.
– ¡Adelante! -invitó Scorpius conforme atravesaban la estancia en dirección a una puerta entre dos librerías, a la derecha. Recorrieron luego un corredor igualmente desnudo, hasta llegar a un par de puertas dobles que hicieron recordar a Bond las entradas a palco o a anfiteatro en un teatro o cine.
No estaba equivocado porque, en efecto, las puertas daban paso a un vasto local para espectáculos, a una habitación enorme en forma de media luna, con el suelo escalonado, sobre el que había hileras de asientos. Al fondo había un estrado. No se veía ventana alguna y la velada claridad procedía de luces indirectas ocultas en el techo. Al igual que en un teatro o en un cine, las filas de asientos estaban divididas por tres pasillos que bajaban hasta el estrado. Este consistía en una plataforma sobre la que se hallaba una sencilla mesa de madera.
Había reunidos en aquel lugar unos sesenta o setenta hombres y mujeres cuya atención se centraba en el estrado, fuertemente iluminado por dos focos que acentuaban la desnudez del ambiente. Ante la mesa había una silla de madera de gran tamaño y con el respaldo muy alto. Dos jóvenes revestidos como acólitos y cuyas casulllas escarlata aportaban la única nota de color a la escena, se habían situado a ambos lados de la silla con la cara vuelta hacia su ocupante. Esta era Harriett Horner, quien en el momento de entrar Scorpius y el grupo profirió otro de sus penetrantes aullidos.
Estaba atada a la silla con correas de cuero que le sujetaban los brazos, las piernas y la cintura, y al tiempo que gritaba, hacia esfuerzos por liberarse de sus ataduras como alguien que está sufriendo una tortura horrible, sujeta a una trampa de la que no podía escapar.
Bond profirió una interjección en voz baja y Scorpius se volvió hacia él.
– Tenga cuidado Bond. Va a ver cosas que nunca habría creído posibles. La señorita Horner está siendo sometida a la prueba por la que tienen que pasar la mayoría de los neófitos antes de unirse a nuestra santa sociedad.
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