John Gardner - Scorpius
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Todo ello ocurría a las seis de la tarde para James Bond, que viajaba a bordo de un aparato Dash 7 STOL de las Piedmont Airlines, salido de Charlotte, Carolina del Norte, y que ahora iniciaba su descenso sobre la pista del pequeño aeropuerto de la isla Hilton Head.
Hilton Head forma el extremo más meridional de Carolina del Sur y es la más amplia de la cadena de islas que se extiende durante doscientas cincuenta millas a lo largo de la costa desde las Carolinas a Florida. Con forma de zapatilla de entrenador, se puede llegar a ella por tierra, mar y aire. Por tierra, cruzando el puente Byrnes en la carretera 278, y por aire desde Savannah, Atlanta, que está a sólo cuarenta millas al oeste, Georgia, o Charlotte, en Carolina del Norte.
La vista desde el aire hizo recordar a Bond aquellos días felices pasados en el Caribe, con su espesa hierba, los árboles tropicales y las sorprendentes playas extendiéndose cual largas franjas doradas; los amplios y lujosos hoteles y las casas particulares situadas en parajes de gran belleza. Pasaron sobre tres pistas de golf, de las que la isla poseía un total de catorce.
En Scatter habían tomado la decisión de que Bond actuara como prisionero de Pearlman, con el fin de poder realizar lo que el hombre del SAS denominaba una «operación caballo de Troya» contra Scorpius. Sin embargo aún quedaban muchas cosas por discutir. Bond no estaba dispuesto a meterse a ciegas en la boca del lobo. Así que siguió una larga sesión de preguntas y respuestas durante la cual Pearlman aportó una prolija información sobre los Humildes en general y sobre su hija Ruth en particular. Incluso mostró a Bond una fotografía de pasaporte de la chica, que era pelirroja, pecosa y reía ante la cámara.
– Siempre estaba riendo -comentó el hombre del SAS con una nota de pesar en la voz- Pero ahora tiene un aire mucho más serio.
Se prepararon café y tostadas sentados en el cuarto principal de la casita, hablando y discutiendo cuestiones de estrategia. Fuera empezó a amanecer con el cielo nublado, aunque no tormentoso y una fresca brisa. No tardó mucho en ser completamente de día.
– Tendremos que apresurarnos -indicó Pearlman, que se sentía cada vez más nervioso conforme pasaba el tiempo. Se fueron arriba y la conversación se centro en temas específicos.
– No iremos armados -advirtió Pearlman mientras Bond rebuscaba en los armarios del dormitorio principal hasta encontrar una de las magníficas carteras de viaje de las que usaba la Bella Q . En Scatter siempre había por lo menos dos de ellas dispuestas para su uso. Eran grandes carteras negras a las que se podía añadir una sección extra, sujeta a uno de sus lados y dotada de una tercera cerradura con combinación.
– De acuerdo -concedió Bond dirigiendo al hombre del SAS una mirada inexpresiva.
Las carteras de la Bella Q eran realmente muy especiales. No sólo estaban dotadas de un sistema infalible que las hacía inmunes a los aparatos de detección de los aeropuertos, sino que además contenían un compartimento oculto imposible de detectar y lo suficientemente grande como para guardar varios de los ingeniosos adminículos de la Sección Q, aparte una arma.
– Tengo que incluir mi equipo de afeitado -indicó Bond encaminándose hacia el cuarto de baño y dejando a Pearlman sentado en el dormitorio hojeando la última edición del Intelligence Quarterly . En cuanto estuvo a cubierto de la visión del sargento, Bond activó los mandos que ponían al descubierto el compartimento en forma de caja fuerte que en cierta ocasión habían intentado localizar no menos de veinte funcionarios de seguridad sin que ninguno pudiera detectar aquella zona secreta, protegida interiormente por unas capas de espuma de goma. Actuando con rapidez, comprobó que el arma estaba en su lugar: una pulcra Browning Compact perfeccionada a partir de la FN ALTA-Potencia con el fin de lograr una pistola de bolsillo capaz de disparar balas de nueve milímetros y de gran penetración. Las demás partes del equipo se encontraban también allí.
Cerró el compartimento y con todo cuidado se fue preparando una afeitadora y un estuche de viaje con crema de afeitar Dunhill Edition y colonia, otra de las previsiones habituales de la señora Findlay, quien como ama de llaves se preocupaba por tener siempre lo mejor para sus pupilos. Por desgracia, a juicio de Bond, no era tan perfecta por lo que se refería a las prendas de vestir.
La casa había soportado muchas idas y venidas, y sus paredes guardaban secretos de muchos años. Hombres y mujeres se habían alojado allí durante variados períodos de tiempo, y los armarios roperos del dormitorio estaban divididos en secciones para faldas, vestidos de varios tamaños, trajes y vaqueros todo colgado de sus perchas y distribuido en tallas grandes, medianas y pequeñas.
En cuanto a los accesorios parecían proceder de Marks and Spencer y eran también de las medidas adecuadas. En el dormitorio, Bond estuvo removiendo diversos cajones hasta que se proveyó de un par de mudas, calcetines, camisas y, con ciertas reservas, también pijamas. No le gustaban ni la textura ni los colores chillones de la ropa interior y casi se enfadó al ver los calcetines. Se había jurado que nunca llevaría nilón, pero ahora no le quedaba más remedio. Al menos un par de aquellas camisas le sentarían bien. Hizo un gesto de contrariedad y gruñó ante la falta de gusto en el vestir que demostraba el ama de llaves.
Con cierto aire ostentoso, guardó la ASP y la porra de policía junto con alguna munición, en una caja fuerte de acero, oculta y atornillada al suelo en la parte de atrás del armario guarda ropa.
– Es mejor así, jefe -comentó Pearlman levantando la mirada de lo que estaba leyendo-. No quisiera que nuestros propios colegas de la seguridad nos detuvieran al salir.
Bond estuvo de acuerdo con él, aunque pensando, no sin cierta sensación de alivio, que al menos él tendría un poco de «artillería» a su disposición. En el cuarto de baño habla adoptado además otra cautela. Entre los objetos que los de la Sección Q habían dejado en la caja fuerte se encontraban unos bolígrafos de aspecto inocente. Había tomado uno de ellos, que inmediatamente activó hasta convertirlo en un pequeño misil. Su radio de acción era de sólo quince millas y podía ser desconectado para pasar los aparatos detectores de los aeropuertos. Pensó que podría proporcionar cierto margen de seguridad durante la primera fase de la operación.
Salieron juntos de la casa. Pearlman llevaba una bolsa azul; Bond, la cartera de viaje especialidad de la sección Q.
Bond había dejado parcialmente corrida una cortina del dormitorio principal situado arriba, colocando en el alféizar de la ventana lo que le pareció un jarrón chino especialmente feo. Más tarde, aquella misma mañana, el vaso sería visto por la señora Findlay cuando 11evara a cabo su recorrido habitual, lo que la haría saber que podía dar su informe por teléfono sin problema alguno.
En la calle principal de Kensington, Bond buscó un taxi mientras Pearlman utilizaba un teléfono público, el único entre un grupo de tres que afortunadamente no había sido destrozado por los vándalos de siempre.
– Bien, todo dispuesto -dijo cuando se acomodaban en el asiento del taxi.
Bond indicó al taxista que los llevara a una sucursal del Banco Barclays en Oxford Street.
– Aun falta un poco -previno a Pearlman-. Si al llegar al banco quiere pagar el taxi y esperarme, estaré de vuelta en unos minutos.
– No me irá a dar esquinazo ¿eh, jefe? -preguntó Pearlman bajando la voz.
– No se preocupe. Usted pague el taxi, disimúlese un poco y espere.
Una vez en Oxford Street, Bond se alegró al ver como un agente del servicio que iba en un coche pasaba al taxi al detenerse éste. Dejando que Pearlman pagara, entró en el banco y puso una tarjeta sobre el mostrador de la taquilla más próxima. La empleada lo miró y dijo:
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