John Gardner - Scorpius

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James Bond

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– No me sorprendería -respondió Pearlman acomodándose mejor para ver la película que estaban proyectando. Aunque Bond ya la conocía, la vio de nuevo de cabo a rabo. Tratábase de El Intocable [3] , en el que uno de sus actores favoritos interpretaba el papel de un policía de Chicago.

Aterrizaron en Charlotte poco después de las cuatro y cuarto, hora local. Pearly se mantenía muy cerca de Bond, yendo detrás de él con su hombro izquierdo casi tocándole la espalda. Tuvieron el tiempo justo para el control del vuelo hasta Hilton Head y pasar luego brevemente por la sala de espera antes de ser trasladados al cómodo y silencioso Dash-7, que pareció remontarse por el aire casi antes de haber empezado a correr por la pista. En cuanto a Wolkovsky, no vieron ni rastro de él.

Ahora estaban aproximándose al pequeño aeropuerto, mientras el sol se transformaba lentamente en una bola roja que dentro de una hora quedaría oculta para dar paso a la noche. Abajo, el aeropuerto aparecía ordenado y limpio con sus pulcras hileras de aviones privados amarrados y protegidos para pasar la noche.

Los pasajeros que esperaban para trasladarse a Charlotte permanecían sentados en el jardín, fuera del cobertizo que servia como sala de espera para las llegadas y partidas. Conforme bajaban la escalerilla del avión, Bond distinguió enseguida al comité de recepción. Había un chófer de uniforme junto a una larga limusina que parecía capaz de albergar a todo un equipo de fútbol, y más cerca, tres jóvenes con trajes ligeros de color gris, camisa blanca y corbatas idénticas. Conforme se aproximaron a ellos, Bond pudo ver que sus corbatas eran de seda azul marino y que cada una llevaba un dibujo idéntico: La Α y la Ω entrelazadas, es decir, el mismo que figuraba en las tarjetas de crédito Avante Carte.

– ¡Hola, John! -saludó uno de los jóvenes a Pearlman.

Su aspecto hizo recordar a Bond el comentario oído con frecuencia a ciertas jóvenes, y algunas no tan jóvenes, damas norteamericanas cuando los llamaban «cachas». Es decir, un hombre de buena presencia, considerable estatura, musculoso, de pelo rubio y con unos dientes que parecían haber sido pulimentados de manera especial para emitir señales de semáforo o como para doblar barras de hierro. Los otros dos parecían sacados de idéntico molde.

– ¡Hola, Bob! -respondió Pearlman.

– Bien venidos «desde el principio hasta el fin» -declamaron los tres a coro, y Pearlman respondió con las mismas palabras. Era evidentemente una fórmula de saludo propia de los Humildes.

– Este… -el llamado Bob observó a Bond con dureza-. Este debe de ser el famoso señor Bond.

– Boldman, si no le importa -respondió el aludido, dirigiendo al joven una fría mirada como si quisiera advertirle que no iba a permitir ninguna broma-. James Boldman.

– Como prefiera -respondió Bob en el mismo tono. Su aspecto sugería ahora que en vez de carne y huesos, bajo el traje se ocultaba un armazón de acero-. Se llame como se llame, estoy seguro de que nuestro jefe, nuestro padre Valentine, estará encantado de verle. -Se volvió hacia Pearlman-: ¿Le ha dado alguna molestia?

– No; ha venido como un corderito. Se ha portado exactamente como nuestro padre Valentine previó.

– Bueno. Nos está esperando.

Los tres se situaron a su alrededor y Bond notó cómo la cartera le era arrebatada hábilmente de la mano. Quienquiera que lo hubiese hecho conocía muy a fondo aquel arte porque, si bien no le causó daño alguno, sí noto una presión muy especial en el dorso de la mano.

Rápidamente entraron en el coche. El motor se puso en marcha con toda suavidad, y la limusina se alejó como si se deslizara por el suelo.

Bond guardaba silencio. A su alrededor podía notarse hasta qué punto aquel lugar era exclusivo de unos cuantos, con sus anchas carreteras controladas y vigiladas, las espléndidas extensiones de hierba verde, palmeras, pinos y otros muchos árboles; los líquenes caían en algunos lugares hasta tocar el margen de la ruta, mientras que en otros se veían grupitos de tiendas y carreteras secundarias con barreras de protección. De vez en cuando surgía el edificio de un hotel. Había jugadores de golf terminando la partida del día en algún green distante y el tono general de la isla era el de una gran riqueza. Un lugar para gente soñadora y para fabricantes de dinero. Conforme continuaban hacia «Ten Pines», Bond observó otra faceta. Todo en aquella isla era irreal. El residente o el que pasaba sus vacaciones perdían posiblemente toda noción del tiempo y todo sentimiento de la realidad. Un lugar ideal para que el padre Valentine pudiera proseguir su labor de corromper a los Humildes.

Torcieron hacia la izquierda y luego de atravesar lo que parecía un amplio colector para aguas fluviales, llegaron al lado contrario, flanqueado por parajes cubiertos de un césped perfectamente cortado, a los que sucedieron más árboles. Por unos momentos, aunque en realidad no había similitud alguna, Bond recordó los cinturones de bien cuidados bosques que flanquean la carretera luego de haber pasado por el puesto de control de Helmstedt para continuar por la autopista de la Alemania Oriental hasta alcanzar esa isla dividida y rodeada de tierra que es Berlín. En el interior de aquellos bosques había soldados agazapados y camuflados en escondrijos o en torres de vigilancia. Le pareció como si una raza diferente de vigilantes estuviera también oculta allí entre la espesa vegetación que evidentemente rodeaba «Ten Pines».

Salieron de la arboleda para atravesar unos prados perfectos en dirección a una sólida estructura de dos pisos que parecía mas un hotel que una vivienda. Tenía la forma circular y estaba construida en piedra, y reforzada por grandes vigas. La coronaba una torre octogonal. El lugar resplandec1a bañado de luz porque el día estaba a punto de perecer y la noche se acercaba.

La limusina se detuvo ante un gran pórtico en el que se abrían un par de altas y maltrechas puertas. El grupo de los tres hombres que formaban el comité de recepción saltó del coche y se colocó en posición cubriendo todos los ángulos posibles casi antes de que el vehículo parase.

– Haga los honores, por favor, John -indicó Bob y Pearlman cacheó rápidamente a Bond.

– Está limpio.

Bob hizo una señal de asentimiento.

– Lo siento mucho, señor Bond. No podíamos hacerlo en público en el aeropuerto y, una vez en el coche, estaba perfectamente seguro. Ahora podemos entrar.

Las puertas se abrieron dando paso a un vestíbulo semicircular de techo alto, pero en el que no se veía señal alguna de escalera. Había otras muchas puertas y dos grandes candelabros colgaban uno más alto que el otro del techo de madera abovedado. A derecha e izquierda de los candelabros, enormes ventiladores giraban enviando una corriente de aire fresco. No había cuadros; todo era madera y el techo estaba asimismo cubierto de tablones barnizados y pulidos.

Pearlman volvió a situarse en su posición habitual, es decir, tras del hombro derecho de Bond. Durante unos segundos, todos permanecieron inmóviles como si esperasen alguna señal. El trío de guardianes parecía como conectado a una corriente eléctrica.

De pronto, a su izquierda se abrió una de las puertas y un hombrecillo pequeño, delgado y bronceado avanzó dos largos pasos que parecieron bastar para colocarle en medio de los otros. A juzgar por las fotografías, Bond se lo había imaginado como un tipo alto. Pero apenas si alcanzaba un metro sesenta. Sin embargo, los ojos y la voz poseían mucha fuerza. Esta última era baja y suave, sonando casi como un murmullo.

– Señor Bond, ¡qué amable ha sido usted al realizar tan largo viaje! -dirigió una fugaz mirada a Pearlman-. Bien hecho, John. Estaba seguro de que no me fallaría.

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