John Gardner - Misión De Honor

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En su última película, James Bond renuncia a la categoría de 007, abandona el servicio y parte hacia Montecarlo, al volante de su Bentley Mulsanne Turbo, para cumplir una misión distinta a todo lo que había hecho hasta aquel momento. ¿Cómo explicar el súbito cambio de vida del hombre que venía siendo la más elogiada arma defensiva de cuantas ha tenido el Estado británico? ¿Y qué imprevisibles consecuencias tendrá esta decisión para el juego internacional de fuerzas cuyo equilibrio nos permite a los ciudadanos corrientes dormir tranquilos? Bond ha sido nombrado heredero de su tío Bruce, de Australia, con una condición de obligado cumplimiento: tiene que gastar las primeras cien mil libras del legado frívolamente, en actividades censurables cuya elección deja a su albedrío, dentro de un plazo determinado. Y Bond decide conciliar parte de ese mandato con su renovada pasión por ese príncipe de los coches que es el Bentley. Pero su abandono del Servicio exige explicaciones más consistentes. En el Parlamento, la oposición interpela al Ministerio a propósito de fallos en el sistema de seguridad británico encubiertos por el Gobierno. El que se sospeche de él no preocupa tanto a Bond como la posibilidad de que en el esclarecimiento de los hechos su honorabilidad se ponga en tela de juicio. Esta nueva y diabólica trama de John Gardner conduce a James Bond hasta un genio de los ordenadores que traiciona al Pentágono. También le enfrenta a un siniestro ejército mercenario que está fraguando una audaz operación terrorista, y le lleva a un alocado vuelo en zeppelín sobre Ginebra coincidiendo con la celebración de una conferencia en la cumbre de defensa de la paz. Y para salvar su honor, James Bond tendrá que vencer todos esos obstáculos…

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Holy, todavía lanzando vítores, se levantó a medias de su asiento y, chasqueando los dedos, tendió una mano hacia Rahani.

– Vamos, Tamil, el programa ruso. Lo tienes tú. Ya he sintonizado la frecuencia de ellos… -dijo. Luego subió el tono, premioso-: ¡Tamil! -y gritando ya, añadió-: Tamil, ¡el programa ruso! ¡Rápido!

Rahani prorrumpió en una sonora carcajada.

– Vamos, Jay, un poco de seriedad. ¿No pensarías, de verdad, que íbamos a infligirle a la Unión Soviética la humillación de verse despojada, ella también, de sus arsenales?

Jay Autem boqueó como un pez agónico.

– ¿Có…? ¿Có…? ¿Qué quieres decir, Tamil? ¿Qué…?

– ¡Vigiladles! -ordenó Rahani. Simon y el asistente árabe dieron la impresión de envararse al sonido de su voz-. Y usted, Nick, puede emprender el regreso.

Esto último lo dijo tan quedo, que a Bond le sorprendió que sus palabras resultasen audibles en medio del insistente zumbido de los motores.

– Lo que quiero decir, Jay, es que hace ya mucho tiempo pasé a ocupar el puesto de primer directivo de ESPECTRO. Y quiero decir que hemos llevado a término lo que nos proponíamos. Ni siquiera me equivoqué apostando a que Bond, nuestro peón en esta partida, nos conseguiría la frecuencia COPE. El objetivo de la Operación Desescalador fue siempre dar cuenta del poder imperialista de los Estados Unidos, que ahora podremos entregarles en bandeja de plata a nuestros amigos rusos. A ti te empleamos sólo para que nos proporcionaras el programa de entrenamiento. Un par de necios movidos por sueños románticos, como tú y Zwingli, nada tienen que hacer junto a nosotros. ¿Comprendes?

Jay Autem Holy profirió un angustiado lamento que no encontró más eco que el furioso rugido del general Zwingli.

– ¡Hijo de perra! -el anciano militar se adelantó-. Poniendo a los Estados Unidos y a la Unión Soviética en pie de igualdad, yo quería que mi país recuperase su antiguo poderío. ¡Nos has vendido, so… so…! -se arrojó encima de Rahani.

El muchacho árabe le abatió de un solo disparo, rápido y certero. El general cayó sin ruido. Mientras el estampido del arma del asistente seguía retumbando de uno a otro extremo del reducido espacio, Jay Autem saltó sobre Rahani, los engarfiados dedos buscándole la garganta, la voz desgarrada en un alarido lleno de odio.

Sin espacio para retroceder, Tamil le disparó dos tiros con una pequeña pistola mientras el otro estaba todavía en el aire. Pero Holy, en su furia, había dado tanto impulso al brinco, que su cuerpo inerte fue a estrellarse contra el líder de ESPECTRO, el hombre que había heredado el trono de la familia Blofeld.

– Llévenos a tierra -le espetó Bond al piloto-. ¡A tierra, pronto!

Aprovechando la confusión, se adelantó hacia su adversario más cercano, Simon, el cual, de espaldas a los mandos, avanzaba hacia el revoltijo de cuerpos caídos en montón entre los asientos. Arrojándose con fuerza sobre él, le inmovilizó el cuello con un brazo, y con el canto de la mano libre le propinó un formidable golpe junto a la oreja derecha.

Perdido el equilibrio, Simon cayó a un lado. Su mano, buscando afianzarse, desplazó el mecanismo de cierre de la escotilla, que giró sobre sus goznes, dando paso a una brusca ráfaga de aire. Al caer Simon exánime, el asistente árabe disparó hacia Bond, pero con tan mala fortuna, que la bala le acertó a su camarada en el pecho. Como vigorizado por una extraordinaria fuerza en el momento de la muerte, Simon se deshizo de la tenaza de Bond y, girando sobre sí mismo según se desplomaba, apretó el gatillo de la Uzi. Una larga ráfaga surgida de la metralleta cercenó casi la cintura del muchacho árabe.

Todavía aferrado al arma, Simon cayó de espaldas. Ni aflojó las manos ni salió de su garganta sonido alguno. Se precipitó, sin más, por la escotilla y surcó los trescientos metros de clara atmósfera en el largo y postrer viaje, que habría de llevarle a las aguas del Léman.

Bond, que se había agachado para recoger del suelo la Walther del árabe, sintió de pronto el aguijonazo de una bala que le rasgaba la carne de la cadera, mientras un segundo proyectil le pasaba silbando junto a la oreja.

Consiguió hacerse con la pistola, pero cuando se volvía, por puro reflejo, con el dedo posado en el gatillo, hacia donde hubiera debido estar Rahani, se dio cuenta de que el instigador de todo aquel drama no se encontraba allí.

– Ha saltado en paracaídas -dijo Nick en tono reposado-. El cerdo de él llevaba un paracaídas.

Bond se acercó a la escotilla y, aferrado a la barra de sujeción, se asomó.

Abajo, sobre la superficie azul-gris del lago, flotaba la blanca cúpula del paracaídas de Rahani, que una suave brisa alejaba de Ginebra, hacia el lado francés del Léman.

– Seguro que le están esperando -dijo Bond en voz alta.

– ¿Quieres cerrar la puerta, por favor? -la voz de Nick tenía toda la calma que sólo un piloto experimentado puede conseguir en un momento de apuro-. He de encontrar algún sitio donde posar el dirigible.

Conectó la radio, hizo girar el selector entre pulgar e índice y se caló los auriculares que hasta ese momento le habían impedido utilizar. Unos segundos más tarde, y ladeando la cabeza hacia Bond, que se habla desplomado en el asiento vecino, anunció:

– Podemos volver al campo de aterrizaje. Por lo visto, la milicia suiza lo tomó poco después de nuestro despegue. Se diría que teníamos ángeles guardianes velando por nosotros.

Se habían reunido los cinco «M», Bill Tanner, Cindy Chalmer, Percy y Bond- en la terraza de una habitación de hotel con vistas al lago. A é1, aunque le habían vendado la zona afectada, seguía causándole molestias el largo arañazo abierto en la cadera por la bala.

– ¿Trata de decirme -interpeló a «M» con fría Cólera- que estaban al tanto de la ocupación del aeródromo? ¿Que lo sabían ya cuando nos entrevistamos en Londres?

Su superior asintió. Acababa de revelarle que, como resultado de las medidas de seguridad adoptadas en relación con la conferencia en la cumbre, se habían asignado números de identificación a todo el personal autorizado.

A Bill Tanner no le habían contestado, la noche que telefoneó desde Londres al equipo de la Goodyear, con la secuencia de cifras correcta.

– Sabíamos que estaba sucediendo algo anómalo -dijo «M» reposadamente-. Lo comunicamos a quien correspondía, y convinimos con norteamericanos y soviéticos que se aceptaría, pero sin darle curso, cualquier mensaje transmitido por las ondas de emergencia de sus satélites. Una simple precaución. Ni que decir tiene, cero cero siete, que seguimos confiando en usted.

– Muchas gracias -repuso Bond con gélida flema.

– Pero eso, cero cero siete -continuó «M» en tono incisivo-, no significa que deba usted ir por ahí con la idea de que es insustituible.

– Y decidieron dejarme a merced de los lobos -replicó Bond, casi gritando-. No era necesario arrojarme a las tinieblas exteriores, como tan acertadamente lo expresó usted en cierta ocasión, pero aun así me dejaron marchar, a sabiendas de que…

– Vamos, vamos, ¿cómo se le ocurre hacer semejantes reproches a sus superiores? -le reprendió «M» vivamente. Y adelantándose de improviso en su asiento, posó una mano en el brazo de Bond y dijo, en tono de paternal inquietud nada propio de él-: Lo hicimos en su interés tanto como en el nuestro, James. Según se mire, podía usted encontrar la manera de entregarnos a Holy… o a Rahani. Pero lo que nos preocupaba prioritariamente no era eso, sino dar con el medio de devolverle su buen nombre. Considérelo una especie de… rehabilitación.

– ¿Rehabilitación? -Bond escupió la palabra, lleno de desdén.

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