En la carretera, a un par de kilómetros de distancia, el observador que viajaba en el coche de cola asignado al seguimiento de Bond, creyó advertir que el objetivo abandonaba por unos minutos la autopista.
– Nos estamos acercando, pero no lo distingo bien -le dijo al chófer-. ¿Quieres que llame y pida instrucciones?
– Espera un par de minutos -respondió su interlocutor, cambiando de postura en el asiento.
– Ah. No -agregó el otro, fija la mirada en la señal luminosa móvil que emitía el instrumento de localización de Bond-. Parece que todo está en orden: sigue avanzando en dirección Oeste. Seguro que esa pandilla le saldrá al paso entre Oxford y Banbury.
Pero la realidad del caso era que el Bentley acababa de cruzarse con el coche de vigilancia en dirección inversa, y se encaminaba velozmente a Heathrow, donde un reactor particular permanecía en espera de los viajeros.
El reactor particular exhibía repetidamente en su superficie la bota alada que la marca Goodyear usaba como distintivo comercial. Podía apreciarse también su matrícula, que era británica.
Bond contuvo el impulso de echar a correr hacia el aparato, llamar la atención o causar un alboroto. Se lo desaconsejó el darse cuenta de que, en inferioridad numérica y de armas, su situación era desventajosa en extremo. Quienquiera que hubiese organizado aquella fase de la operación -Holy, Rahani o el propio consejo interno de ESPECTRO-, lo había hecho cuidando admirablemente los detalles. No le hubiese extrañado en absoluto que todos los tripulantes del avión dispusieran de auténticas credenciales de la Goodyear. Por otra parte, ni tan siquiera le constaba que la ASP estuviese cargada. De momento, existía aún cierto grado de confianza entre él y los protagonistas de aquella aventura. «Explota a fondo esa confianza -se recomendó a sí mismo- y limítate a seguirles en el viaje.»
Terminada la operación de despegue, una agraciada azafata sirvió café y licores. Bond, que no deseaba embotarse con el alcohol, sólo tomó café. Luego, y tras pedir que le disculpasen, se dirigió al minúsculo lavabo en la parte trasera del aparato.
Siempre vigilante, Simon se instaló junto a la puerta, y aunque le dirigió una mirada de recelo, nada hizo por limitar sus movimientos.
Una vez en el interior del cubículo, Bond sacó la ASP y extrajo el cargador alojado en la culata. Como imaginara, estaba vacío. Prescindiendo de todo lo demás, le urgía hacerse con municiones o con otra arma.
De regreso a su asiento, Bond examinó la situación. La toma de la base aérea de la Goodyear y de su dirigible se había producido horas antes de que Bill Tanner efectuara su comprobación. Y aunque era cierto que la policía suiza estaba ahora sobre aviso, lo único que conseguiría manteniendo alejados a los posibles intrusos, era simplificarle a ESPECTRO el trabajo. Su sola esperanza de que el Servicio cobrara conciencia de lo ocurrido, estaba en que los coches de seguimiento descubriesen que les habían burlado; pero era imposible decir cuánto tardarían en percatarse de ello. La gente que le acompañaba no había dejado nada al azar. Obligándolo a entregarles su ropa, conjuraban toda posibilidad de ser seguidos. El equipo de vigilancia podía recorrer todo el país tras las señales acústicas de unos detectores metidos en un revoltijo de ropas en un camión o en un coche.
Aunque no era la primera vez que le ocurría a lo largo de su carrera, Bond se encontraba realmente solo y sin medio alguno de advertir a sus superiores. Así las cosas, era bien poco lo que podía hacer para impedir que el dirigible efectuase su previsto vuelo sobre Ginebra y que, durante su transcurso, se empleara el código de emergencia norteamericano o su equivalente ruso. El propio carácter extraordinariamente secreto de aquellas consignas era un nuevo factor en contra. Si «M» acertaba en su suposición de que ESPECTRO se proponía utilizar la opción Reja de Arado estadounidense o su contrapartida soviética, lo peor habría ocurrido sin que se produjese alerta mundial alguna y mientras los líderes rusos y norteamericanos seguían encerrados en su sala de conferencias, ignorantes de la crítica situación.
Instalado en su asiento, junto a Jay Autem Holy, Bond reflexionaba sobre la sutileza de aquel plan, por cuya intervención ambas superpotencias iban a verse privadas de las armas en que descansaba realmente su equilibrio de poder. El aparente resultado respondía sin duda a lo que durante años había sido el objeto de los sueños, las protestas y las discusiones de muchos. Así lo había señalado «M» durante la reunión celebrada en el edificio de Northumberland Avenue. Pero si bien el superior jerárquico de Bond estaba convencido de que un desmantelamiento escalonado de los arsenales atómicos ofrecería una solución razonable a aquel problema, también se daba cuenta de que proceder drásticamente a esa iniciativa, daría al traste con la tenue estabilidad que mantenían las dos superpotencias desde el fin de la segunda guerra mundial. El nombre de Operación Desescalador, tomado en préstamo de la idea de la «desescalada» nuclear por la cual venían abogando por igual políticos y manifestantes pacifistas, se había elegido, pensó Bond, con mucho acierto.
El agente especial, aunque evitando ceder al sueño, se entregó a un estado de duermevela que le permitiese conservar energía y facultades para cuando hubiera de recurrir a ellas. Aun así, por su mente seguían desfilando imágenes de lo que, según la descripción de «M» podían ser las consecuencias de la Operación Desescalador. Perdida toda confianza en ambas superpotencias, el mundo entraría en una crisis económica global seguida por un formidable desmoronamiento de los mercados. Cualquier economista o sociólogo podía presentar un esbozo de los acontecimientos que traería aparejados un desplome de la estabilidad financiera. Los Estados Unidos y la Unión Soviética quedarían a merced de cualquier país, por más pequeño que fuese, que dispusiera de armas nucleares propias. Conforme iba absorbiendo las imágenes expuestas por «M» más determinado se sentía Bond a frustrar la Operación Desescalador, sin importarle las consecuencias que ello pudiera tener para su persona. «Se impondrá la anarquía -había dicho «M»-. El mundo se fragmentará en dudosas alianzas, y el ciudadano común, prescindiendo de cuáles sean sus derechos de nacimiento, su nacionalidad y sus opiniones políticas, se verá sometido a condiciones de vida que le sumirán en un negro pozo de amargo infortunio. La libertad, incluso la libertad negociada de que ahora disfrutamos, desaparecerá de nuestra existencia», concluyó el jefe del Servicio, en un arranque de oratoria quasi churchilliana.
– El cinturón, James -Bond abrió los ojos. Jay Autem Holy le estaba sacudiendo por un hombro-. Vamos a aterrizar.
Bond le sonrió confuso, como si de veras se hubiese quedado profundamente dormido.
– ¿Aterrizar? ¿Dónde?
Quizás en el aeropuerto de Ginebra se le ofreciese la oportunidad de escapar y dar la alarma.
– En Berna. ¿Ha olvidado que nos dirigíamos a Suiza?
Estaba claro: de ningún modo se les habría ocurrido acercarse a Ginebra, donde las medidas de seguridad serían rigurosísimas ¡Berna! Bond sonrió para sus adentros. Aquella gente lo había previsto todo. Un aeropuerto en otro cantón, coches, un rápido desplazamiento hacia el lago Léman y, de ahí, a la pista de aterrizaje de la Goodyear. Todas las formalidades se habrían tramitado ya bajo los auspicios de la gigantesca compañía internacional que pasaban por representar.
Echó una ojeada a su reloj. Las cuatro de la madrugada. Según el aparato se ladeaba sobre un costado, para emprender la maniobra de acercamiento, Bond vio por la ventanilla el resplandor que comenzaba a colorear el cielo, convirtiéndolo en una acuarela de tonos grises oscuros moteados de luz.
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