John Gardner - Misión De Honor

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En su última película, James Bond renuncia a la categoría de 007, abandona el servicio y parte hacia Montecarlo, al volante de su Bentley Mulsanne Turbo, para cumplir una misión distinta a todo lo que había hecho hasta aquel momento. ¿Cómo explicar el súbito cambio de vida del hombre que venía siendo la más elogiada arma defensiva de cuantas ha tenido el Estado británico? ¿Y qué imprevisibles consecuencias tendrá esta decisión para el juego internacional de fuerzas cuyo equilibrio nos permite a los ciudadanos corrientes dormir tranquilos? Bond ha sido nombrado heredero de su tío Bruce, de Australia, con una condición de obligado cumplimiento: tiene que gastar las primeras cien mil libras del legado frívolamente, en actividades censurables cuya elección deja a su albedrío, dentro de un plazo determinado. Y Bond decide conciliar parte de ese mandato con su renovada pasión por ese príncipe de los coches que es el Bentley. Pero su abandono del Servicio exige explicaciones más consistentes. En el Parlamento, la oposición interpela al Ministerio a propósito de fallos en el sistema de seguridad británico encubiertos por el Gobierno. El que se sospeche de él no preocupa tanto a Bond como la posibilidad de que en el esclarecimiento de los hechos su honorabilidad se ponga en tela de juicio. Esta nueva y diabólica trama de John Gardner conduce a James Bond hasta un genio de los ordenadores que traiciona al Pentágono. También le enfrenta a un siniestro ejército mercenario que está fraguando una audaz operación terrorista, y le lleva a un alocado vuelo en zeppelín sobre Ginebra coincidiendo con la celebración de una conferencia en la cumbre de defensa de la paz. Y para salvar su honor, James Bond tendrá que vencer todos esos obstáculos…

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Las últimas palabras apenas le resultaron audibles a Bond que, salvando ya el antepecho de la ventana, se había dejado caer en el tejado del garaje. Pero como tenía un disco de El manitas, grabado en 1920 por la que llamaron la Reina Victoria Spivey, sabía de qué iba la letra.

Tendido de bruces en la techumbre como para formar un solo cuerpo con ella, esperó en silencio a que los ojos se le habituasen a la oscuridad. Y entonces, al oír primero pasos en la gravilla y luego voces, se paralizó. Los guardianes eran dos, como había dicho Cindy, y hablaban con marcado acento extranjero. Uno de ellos pidió silencio con un susurro sibilante.

– ¿Qué pasa?

– ¿El tejado? ¿No has oído?

– ¿El qué?

– Un ruido, como si hubiese alguien en el techo del garaje.

Bond se apretó aún más contra la plancha de la superficie, vuelta la cabeza y sintiendo latir la sangre en los oídos.

– ¿En el techo? No.

– Desanda unos pasos y echa un vistazo. Ya sabes lo que dijo el jefe: que era nuestra última oportunidad.

Nuevo crujir de pisadas en la gravilla.

– Yo no veo nada…

– ¿No tendríamos que acercarnos y…?

Bond deslizó sigilosamente una mano hacia la pequeña pero terrible ASP.

– Ahí no hay nadie. Sería un gato… Eh, Hans, mira eso…

Audible zigzagueo de pasos en el engravillado.

Vuelta la cabeza, Bond distinguió netamente las siluetas de los dos guardias frente a la casa. Muy cerca el uno del otro, miraban hacia lo alto, como astrónomos que estudiasen un planeta nuevo, fijos los ojos en la invisible ventana de la derecha.

Emprendió un cauteloso avance hacia la parte central de la techumbre, donde sabía que se encontraba la claraboya. Y entonces, de improviso, bajó de nuevo el cuerpo, pues los vigilantes se habían movido a su vez. Su propia respiración le parecía tan estruendosa, que no podía sino alertar a los centinelas. Pero éstos se apartaban en ese momento de la casa, ladeada la cabeza a fin de ver mejor lo que ocurría en la iluminada ventana de Cindy.

El agente especial reemprendió su avance con toda la rapidez que permitía la prudencia, consciente del rápido transcurso de los minutos.

Aunque probablemente no invirtió más allá de uno en alcanzar la claraboya, le pareció que se le había ido en ello una eternidad. El batiente cedió al primer intento. Lo levantó con gran cuidado, escrutando la oscuridad que rodeaba a los guardianes.

Para simplificarle las cosas, le habían estacionado el Mercedes blanco debajo mismo de la abertura. Con un solo movimiento se situó en el techo del automóvil, la cabeza a menos de palmo y medio de la claraboya.

Agachado ya, desenfundó la ASP. Si habían puesto un tercer guardián en el interior del garaje, no habría más remedio que modificar los planes. De nuevo esperó en perfecta inmovilidad, a que la visión se le adaptase a las tinieblas del recinto. Sólo alcanzaba a oír los latidos de su corazón. Por fin distinguió la larga silueta del Mulsanne, estacionado a su derecha.

Saltó a tierra, con la ASP en una mano, y en la otra las llaves del Bentley, y rodeó la cola del Mercedes.

La portezuela del Mulsanne cedió a la presión del pulgar en la cerradura y retrocedió con la agradable sensación de seguridad que confería su peso. El interior del coche se iluminó simultáneamente, y Bond se deslizó en el asiento del conductor, dejando abierta la portezuela a fin de inspeccionar las conexiones del teléfono Super 1000 de largo alcance que la Communications Control Systems (CCS) había confiado para su instalación a los magos electrónicos de la Rolls-Royce. Cerrando por fin, descolgó el auricular. Suspiró aliviado al ver que se encendía la roja luz indicadora de que el teléfono estaba en funcionamiento. Su mayor preocupación era que los hombres de Holy hubiesen cortado los cables. Lo único que le restaba ya era confiar en que no hubiese escuchas en la banda de ondas.

Pulsó rápidamente el número, y antes de que al lejano extremo de la línea pudieran responderle «Exportaciones Intermundiales», se anunció a sí mismo con un «¡Depredador! ¡Confundan!», y apretando al mismo tiempo el botón que ponía en marcha la defensa de interferencias, contó a veinte y esperó a que la distante voz hablase de nuevo.

– ¡Confundimos! -sonó clara la voz del oficial de guardia de las oficinas centrales de Regent's Park.

– No repetiré este aviso. Depredador, emergencia…

Y Bond añadió un rápido mensaje de dos minutos de duración que esperaba fuese perfectamente inteligible en caso de que Jay Autem Holy se propusiera enviarle en los próximos días en busca de la frecuencia COPE de los norteamericanos.

Devuelto el auricular al soporte instalado entre los asientos, recuperó la ASP, que había dejado encima del salpicadero de pulida madera, al inmediato alcance de la mano, y la enfundó.

A continuación debía regresar, y cuanto antes, al cuarto de Cindy. En su estado de exaltación mental, pensar en la mulata entregada a la tarea de desnudarse lentamente mientras canturreaba en voz baja, le producía viva excitación y, con eso, le devolvía al punto el recuerdo de Percy Proud, como si ésta se encontrara muy cerca. Jugarretas del subconsciente, dijo para sí mientras cerraba la portezuela del Bentley, con toda la suavidad que permitía su peso, y echaba la llave.

La luz del interior tardó unos segundos en apagarse y devolver el garaje a su anterior oscuridad. Ya se había dado la vuelta, dispuesto a encaminarse al Mercedes, cuando un doble chasquido metálico, netamente audible, le hizo pararse en seco.

Recordaba, de sus jornadas de entrenamiento, allá por los días de la segunda guerra mundial, un ejercicio que la Academia seguía practicando. Consistía éste en escuchar en la oscuridad una serie de ruidos grabados en una cinta magnetofónica. El propósito era determinar la naturaleza de ese repertorio de sonidos, que solía incluir el inconfundible «clic» que produce un arma automática al ser amartillada y que se ofrecía mezclado con otros: de picaportes, de juguetes, incluso de cierres metálicos. El agudo chasquido que acababa de oír Bond había sonado detrás del Mercedes, y el agente especial lo hubiera reconocido entre mil: procedía de una pistola automática.

La ASP volvió a su mano con la presteza con que un maestro del ilusionismo materializa en la suya, surgida de la nada, una varita mágica. Pero apenas empuñada la pistola, brilló el haz luminoso de una linterna de bolsillo, y una voz harto conocida dijo quedamente:

– Suelte ese chisme espantoso, querido. No vale la pena, y los dos queremos salir con bien de esto, ¿no es así?

16. COPE

Bond discernía netamente su silueta, perfilada ante el fondo de la pared, más claro. Calcular la situación y determinar lo que debía hacer no le llevó más que una fracción de segundo.

En otras circunstancias, y dados su entrenamiento y la rapidez de sus reflejos, podría haberle abatido de un solo tiro disparado desde la misma cintura. Pero varios factores, considerados en un solo instante, le retuvieron la mano.

El tono de voz, que no era agresivo, dejaba lugar a la negociación, y así lo confirmaban las mismas palabras, simples y concretas: «… los dos queremos salir con bien de esto, ¿no es así?». Pero la consideración más importante era que la ASP no tenía silenciador: un disparo, partiese de ésta o del arma contraria, atraería al garaje a la gente de Holy. Y estimó Bond que Peter deseaba tanto como él mantener alejados a los lobos.

– Muy bien, Peter, ¿qué se propone?

Al acercarse Peter Amadeus, Bond percibió, más que vio, que el pequeño revólver que blandía casi junto al cuerpo, bailaba en su mano como una hoja en medio de un huracán. Saltaba a la vista que el amanerado joven estaba muy nervioso.

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