John Gardner - Misión De Honor

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En su última película, James Bond renuncia a la categoría de 007, abandona el servicio y parte hacia Montecarlo, al volante de su Bentley Mulsanne Turbo, para cumplir una misión distinta a todo lo que había hecho hasta aquel momento. ¿Cómo explicar el súbito cambio de vida del hombre que venía siendo la más elogiada arma defensiva de cuantas ha tenido el Estado británico? ¿Y qué imprevisibles consecuencias tendrá esta decisión para el juego internacional de fuerzas cuyo equilibrio nos permite a los ciudadanos corrientes dormir tranquilos? Bond ha sido nombrado heredero de su tío Bruce, de Australia, con una condición de obligado cumplimiento: tiene que gastar las primeras cien mil libras del legado frívolamente, en actividades censurables cuya elección deja a su albedrío, dentro de un plazo determinado. Y Bond decide conciliar parte de ese mandato con su renovada pasión por ese príncipe de los coches que es el Bentley. Pero su abandono del Servicio exige explicaciones más consistentes. En el Parlamento, la oposición interpela al Ministerio a propósito de fallos en el sistema de seguridad británico encubiertos por el Gobierno. El que se sospeche de él no preocupa tanto a Bond como la posibilidad de que en el esclarecimiento de los hechos su honorabilidad se ponga en tela de juicio. Esta nueva y diabólica trama de John Gardner conduce a James Bond hasta un genio de los ordenadores que traiciona al Pentágono. También le enfrenta a un siniestro ejército mercenario que está fraguando una audaz operación terrorista, y le lleva a un alocado vuelo en zeppelín sobre Ginebra coincidiendo con la celebración de una conferencia en la cumbre de defensa de la paz. Y para salvar su honor, James Bond tendrá que vencer todos esos obstáculos…

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Se dirigieron a la habitación de antes, la de la mesa y las sillas atornilladas al suelo. El único cambio era la aparición de un magnetófono, provisto de auriculares independientes, que habían conectado al teléfono.

– Bien, ha llegado la hora.

Holy no se encontraba solo. A su lado, de pie, estaban Tamil Rahani, y por detrás de ambos asomaba el ancho, ajado rostro del general Zwingli.

– No puedo garantizarles que esta parte de la gestión- vaya a salir bien -dijo Bond con voz átona, serena; tan serena, que cual si hubiera disparado un resorte en el fuero íntimo del general Zwingli, éste se abrió paso entre sus socios y le tendió una curtida mano.

– No nos han presentado, comandante Bond -hablaba con un leve dejo tejano-. Soy Joe Zwingli, y sólo quería desearle suerte, hijo. Introdúzcase en ese bastión y consíganos lo que necesitamos. Es una causa magna: lograr que su país y el mío vuelvan a ser lo que fueron; dar a nuestros pueblos un orden nuevo frente al caos actual.

Aunque Bond no quiso desilusionarle, se daba cuenta de que ESPECTRO no podía tener a la vista ninguna operación que no redundase en su exclusivo beneficio. Pero desempeñó a conciencia su papel.

– Haré lo que pueda, general.

Seguidamente tomó asiento y esperó a que Holy hubiera puesto en marcha la grabadora y, calándose los auriculares, le hiciese seña de que podía proceder.

Descolgó el teléfono y marcó el número del pequeño local donde el oficial de guardia del Departamento de Seguridad del SIS atendía a su turno de doce horas en compañía de los especialistas a cargo de los teletipos, la codificación y los ordenadores. Las guardias diarias constaban de dos turnos de doce horas.

El número que Bond acababa de componer, y que sólo los agentes especiales del Servicio conocían, era el de una centralita, asimismo de guardia durante las veinticuatro horas del día, camuflada tras identidades diversas, de acuerdo con la operación de que se tratase. Aquella noche el supuesto abonado era una lavandería china domiciliada en el Soho londinense; pero otras podía ser un servicio de radiotaxis o un restaurante francés, aunque siempre, cuando el caso lo requería, en línea directa con el oficial de guardia del departamento de seguridad del Foreign Office, que en aquel caso concreto permanecía alerta desde que Bond cursara la víspera su mensaje por el tadioteléfono del Bentley. La llamada, de producirse, sería atendida por una única persona.

El teléfono sonó cuatro veces antes de que descolgaran. Por razones de seguridad, la respuesta era un simple «¿Diga?».

– Póngame con Anthony Denton, el oficial de guardia, tenga la bondad.

– ¿De parte de quién?

– Depredador.

– Un momento, por favor.

Bond reparó en la torcida sonrisa que componía Holy, a quien se había negado a facilitar, cuando le expuso a grandes rasgos su plan, el que había sido su nombre cifrado en el Servicio. Y estaba claro que Depredador le parecía apropiado por demás.

Permanecieron en espera. La llamada, entretanto, era transmitida a Bill Tanner, y fue la voz del viejo amigo de Bond la que sonó seguidamente al otro extremo de la línea.

– Denton al habla. Creía que ya no formaba usted parte del Servicio, Predador. Esto es muy irregular. Lo siento, pero voy a tener que cortar.

– ¡Espera, Tony! -Bond inclinó el cuerpo sobre el escritorio-. Se trata de algo especial. Sí, es cierto que ya no formo parte del Servicio…, pero siempre se sigue perteneciendo a él para algo de vital importancia. Y esto lo es.

– Continúa -dijo en tono suspicaz la voz de su interlocutor.

– Por teléfono, imposible. No ofrece seguridad… Necesito verte. He pensado en ti como único recurso. Es preciso que te vea, Tony. El caso es imperioso. Cónsul.

Bond había utilizado la clave reservada a las situaciones de extrema emergencia. Siguió un brevísimo silencio.

– ¿Cuándo?

– Esta noche. Antes de las doce. Creo que podré llegar hasta ahí. Por favor, Tony, dame luz verde.

Nuevo silencio, esa vez largo.

– Como esto encierre algo turbio, me encargaré de que antes de la mañana estés en la central del West End y se te procese aplicándote la ley de secretos oficiales. Ven lo antes posible. Autorizaré tu entrada. ¿De acuerdo?

– Estaré ahí antes de medianoche.

Bond lo dijo con voz que denotaba alivio. Sin embargo, mucho después de cortada la comunicación, mantenía aún el auricular junto al oído.

– Salvado el primer obstáculo -dijo Holy mientras pulsaba el botón de paro de la grabadora-. Lo que ahora conviene es que se muestre persuasivo en su visita.

– La cosa, de momento, va sobre ruedas -intervino Tamil Rahani en tono satisfecho- ¿A qué hora llega el motorista de la base nuclear de Cheltenham con los datos de la frecuencia? ¿A las doce menos cuarto?

– Cuando el presidente de los Estados Unidos viaja por el extranjero, sí.

Sostuvo la mirada de Rahani en un intento de discernir lo que ocurría en su mente. El otro se echó a reír.

– Entonces no hay cuidado, comandante. El presidente está viajando por el extranjero. Eso es un hecho.

– Si sale usted de aquí a las diez menos cuarto -terció Holy mientras se quitaba los auriculares-, llegará con tiempo sobrado. Nosotros le acompañaremos durante todo el trayecto, James. Durante todo el trayecto.

17. Operación Desescalador

El bosque metálico de antenas visibles sobre el apiñamiento de edificios oficiales que a partir de Downing Street se extienden a lo largo de Whitehall y de Parliament Street, sugieren la idea de comunicaciones en tráfico nocturno a través de las ondas; de llamadas telefónicas que, despertando a los ministros, les instan a ocuparse de graves situaciones de crisis; o de esos ya legendarios telegramas que cruzan el éter desde remotas embajadas.

En realidad, a esas oficinas gubernamentales se dirigen únicamente mensajes poco comprometidos. Los avisos de naturaleza delicada y los comunicados urgentes suelen cursarse a través del centro de transmisiones de la base de Cheltenham, o por medio de uno de sus numerosos satélites, y Cheltenham los hace llegar al misterioso edificio llamado Century House, o al cuartel general de los Servicios Secretos de Regent's Park. Sólo después de eso se dirigen al Foreign Office los despachos cifrados que le conciernen, pero no se reciben éstos ni en Whitehall ni en Parliament Street, sino en un angosto edificio de cuatro plantas y aspecto nada impresionante, situado en Northumberland Avenue. A dicho edificio llegan por métodos muy varios, que van desde el simple mensajero motorizado, hasta el teletipo ordinario, aunque en ocasiones puede emplearse un teléfono de circuito cerrado, frecuentemente en conexión directa con un ordenador programado para descifrar los mensajes.

Se equivocan quienes, impulsados por un concepto romántico de las cosas, imaginan que el oficial de guardia del departamento de seguridad del Foreign Office patrulla por los imponentes corredores del poder linterna en mano y con un séquito de celadores de uniforme. El oficial en cuestión no efectúa ronda alguna, sino que, de guardia en las instalaciones de Northumberland Avenue, cuida de que los mensajes cifrados con destino al Foreign Office lleguen con el debido sigilo a la persona indicada. Tiene confiado asimismo todo un cúmulo de informaciones secretas relativas a las comunicaciones que se reciben del extranjero, tanto de territorios británicos como de otros países. Los líderes de las naciones amigas, en particular, solicitan ayuda del Foreign Office. Y el oficial de guardia de su departamento de seguridad suele prestársela.

El punto de destino de James Bond, que iba al volante del Mulsanne Turbo, era precisamente ese disimulado edificio de Northumberland Avenue.

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