– En ningún momento he dicho yo eso -respondió el agente especial, echándose a reír. Se dio cuenta de que se iba aproximando el momento en que le pusieran a prueba-. Lo que ocurre es que a mí me formaron exclusivamente para la programación de Cobol, bases de datos y empleo de gráficos… con fines oficiales.
– ¿Y militares no, míster Bond?
– Las Fuerzas Armadas también utilizan esos sistemas, claro está. Pero cuando yo serví en la Marina, no disponíamos de esa tecnología -hizo una pausa-. La verdad es que me intriga el trabajo de ustedes. Esos juegos… ¿son juegos, en realidad?
– En cierto sentido lo son -repuso Peter-. Pero también podrían considerarse pedagógicos. Son muchos los militares que encargan nuestros productos.
– Enseñan, desde luego -terció Jason, inclinándose hacia Bond-. No puede uno practicar eficazmente nuestros juegos a menos que posea ciertos conocimientos de táctica, estrategia e historia militar. Además de esfuerzo, exigen inteligencia. Pero es un mercado en auge, James -se interrumpió, como si de pronto se le hubiera ocurrido una idea-. Desde su punto de vista personal, ¿cuál es el más notable avance que ha registrado la técnica de los ordenadores?
Bond respondió resueltamente:
– Sin duda alguna, los progresos que se realizan, como quien dice todos los meses, en el almacenamiento de datos cada vez más numerosos en espacios reducidos.
– Así es -asintió Jason-. Mayor memoria en menor espacio. Millones de datos acumulados por los siglos de los siglos en una superficie inferior a la de un sello de correos. Y como bien dice usted, a un ritmo de avance que se mide por meses, incluso por días. Dentro de aproximadamente un ano, los pequeños ordenadores domésticos serán capaces de almacenar casi tantos datos como las grandes instalaciones de los bancos y de los centros oficiales. A eso hay que añadir la incorporación del disco de videoláser que, mediante consignas del ordenador, proporciona movimiento, acción, escala y reacciones. En Endor tenemos equipos avanzadísimos. Quizá le apetecería verlos después de la cena.
– Preséntele la Revolución -propuso Cindy-. A ver si, como Jugador novel, se le ocurre alguna novedad.
– ¿Por qué no?
Los ojos intensamente verdes relumbraron, como si aquella perspectiva incluyese algún reto.
– ¿Un juego que se llama la Revolución? ¿Tiene algo que ver con la Revolución rusa de Octubre?
Jason se echó a reír.
– No, James, no es eso exactamente. Verá, nuestros juegos son de gran envergadura; excesiva, en cierto modo, para los ordenadores domésticos. A causa de su abundancia de detalles, exigen aparatos de memoria superior. Nos preciamos de construir juegos a un tiempo muy recreativos y de alto valor intelectual. A decir verdad, no nos gusta llamarlos juegos. La palabra «simulacros» nos parece más adecuada. Pero, volviendo a su pregunta: no, no hemos creado nada que tenga que ver con ninguna revolución histórica. De momento, sólo tenemos seis variedades en el mercado: Crécy, Blenheim, la batalla de las Pirámides (inspirada en la expedición egipcia de Napoleón), Austerlitz, Cambrai (ésta es apasionante, porque la batalla se habría podido saldar de forma muy distinta) y Stalingrado. También tenemos en avanzada fase de ejecución un simulacro inspirado en la Guerra Relámpago de 1940, y preparamos otro, muy interesante, sobre la Revolución Norteamericana; ya sabe: los sucesos de 1774 que condujeron a la Guerra de Independencia…
– Freddie y yo nos vamos a dar una vuelta por el invernadero -le interrumpió Dazzle en tono algo incisivo-. No sabéis hablar más que del trabajo, y resulta tedioso. Confío en que nos veamos luego, James. Y encantada de haberle conocido.
Lejos de pedir disculpas, Jason se limitó a encogerse de hombros y añadir una sonrisa. Mientras se retiraba con su acompañante, Freddie le hizo a Bond un significativo guiño. Al volverse de nuevo hacia la mesa, el agente especial captó también la mirada que le dirigía Cindy, casi de complicidad, como antes, pero de pronto también con un trasfondo de celos. ¿O serían otra vez imaginaciones suyas?
Apenas sin transición, le preguntó Jason:
– Supongo que estará usted al tanto del diseño de programas para ordenadores, ¿no, James?
Bond asintió. No había olvidado las horas dedicadas en Mónaco a la construcción de complicados organigramas con la exacta especificación de lo que pretendía uno de la máquina. Y con ese recuerdo le llegó de nuevo aquella curiosa sensación de que Percy estaba presente allí, en cierto modo. Se forzó para volver a la realidad, pues Jason continuaba con sus explicaciones.
– Antes de construir un diseño de programación, hay que determinar lo que deseamos incluir en él. De modo que, inicialmente, planteamos los simulacros en una mesa de grandes dimensiones. Es como una guía gráfica, en la que utilizamos fichas para indicar las unidades, los soldados, los barcos, los cañones, complementadas con cartas que representan variantes: condiciones climatológicas, epidemias, avances o retrocesos inesperados, y otros factores fortuitos que pueden intervenir en una guerra.
– Eso nos da la medida del programa que tenemos por delante -intervino Peter-. De modo que, después de haber desarrollado la batalla…
– …como un millón de veces… -completó Cindy-. O al menos acaba uno con la impresión de haberla repetido un millón de veces…
Peter asintió, para añadir enseguida:
– Estamos en condiciones de diseñar las distintas etapas. Es un trabajo que requiere dedicación.
– Venga al laboratorio -invitó Jason en tono súbitamente imperativo-. Quiero enseñarle el tablero que estamos empleando como referencia. Es posible que le interese y se decida a volver y librar la batalla conmigo. Si lo hace -añadió, mirando a Bond con fijeza-, venga sin apuros de tiempo. No se puede desarrollar una campaña en cinco minutos.
Bond percibió detrás de esas palabras, en apariencia amables, un dejo de inquietante obsesión.
Al salir de la estancia, notó que Cindy le rozaba a la altura de la cadera izquierda, donde tenía alojada la pistolera con la ASP 9 mm. ¿Había sido accidental, o estaba cacheándole discretamente? En cualquier caso, Cindy Chalmer sabía ahora que llevaba un arma.
Cruzaron el vestíbulo. Jason sacó un llavero sujeto a una gruesa cadena de oro y abrió una puerta que había sido, explicó, el antiguo acceso a las bodegas.
– Como es natural, se han hecho algunos cambios.
– Eso supongo -repuso Bond, que no podía imaginar el alcance de esas modificaciones.
Los sótanos de la casa albergaban tres amplias y bien equipadas salas de ordenadores, varios de ellos de los llamados personales, todos con sus correspondientes pantallas. Pero había una cuarta estancia, correspondiente al despacho de Jason. Bond sufrió una sacudida al descubrir allí una máquina de características casi idénticas al Terror Doce que tenía a seguro en el maletero del Bentley.
Jason le condujo a continuación a una espaciosa cámara rectangular iluminada por no menos de treinta focos. Los muros aparecían cubiertos de gráficos y mapas, y una enorme mesa ocupaba el centro de la estancia. Cubría casi toda la superficie de esa mesa un detallado mapa de la costa oriental de Norteamérica, centrado en torno al Boston del decenio de 1770. Vías de comunicación y características topográficas estaban indicadas en vivos colores. En conjunto se encontraba protegido por una plancha de plástico transparente que tenía en su centro un marco rectangular, éste de plástico negro y de la forma y dimensiones de una pantalla de televisión grande. Dos pequeños caballetes se alzaban en los extremos opuestos de la mesa, y a ambos lados de ésta se habían dispuesto otras tantas bandejas con mazos de tarjetas blancas de doce por ocho centímetros. Frente a cada bandeja, una silla destinada al jugador y, a la derecha de aquélla, un casillero bien provisto de papel, mapas y formularios impresos.
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