John Gardner - Misión De Honor

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En su última película, James Bond renuncia a la categoría de 007, abandona el servicio y parte hacia Montecarlo, al volante de su Bentley Mulsanne Turbo, para cumplir una misión distinta a todo lo que había hecho hasta aquel momento. ¿Cómo explicar el súbito cambio de vida del hombre que venía siendo la más elogiada arma defensiva de cuantas ha tenido el Estado británico? ¿Y qué imprevisibles consecuencias tendrá esta decisión para el juego internacional de fuerzas cuyo equilibrio nos permite a los ciudadanos corrientes dormir tranquilos? Bond ha sido nombrado heredero de su tío Bruce, de Australia, con una condición de obligado cumplimiento: tiene que gastar las primeras cien mil libras del legado frívolamente, en actividades censurables cuya elección deja a su albedrío, dentro de un plazo determinado. Y Bond decide conciliar parte de ese mandato con su renovada pasión por ese príncipe de los coches que es el Bentley. Pero su abandono del Servicio exige explicaciones más consistentes. En el Parlamento, la oposición interpela al Ministerio a propósito de fallos en el sistema de seguridad británico encubiertos por el Gobierno. El que se sospeche de él no preocupa tanto a Bond como la posibilidad de que en el esclarecimiento de los hechos su honorabilidad se ponga en tela de juicio. Esta nueva y diabólica trama de John Gardner conduce a James Bond hasta un genio de los ordenadores que traiciona al Pentágono. También le enfrenta a un siniestro ejército mercenario que está fraguando una audaz operación terrorista, y le lleva a un alocado vuelo en zeppelín sobre Ginebra coincidiendo con la celebración de una conferencia en la cumbre de defensa de la paz. Y para salvar su honor, James Bond tendrá que vencer todos esos obstáculos…

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El sábado siguiente, por la mañana, Bond cargó en el Bentley el ordenador y todo su material complementario, amén de una maleta con lo necesario para un fin de semana, y abandonó Londres por la carretera de Oxford. Una hora más tarde, la dejaba y, siguiendo la red de carreteras comarcales, ponía rumbo al pueblo de Nun's Cross, situado cerca de Banbury.

8. El Toro

La Cruz de Banbury no es lo que podríamos llamar una antigüedad: la construyeron a finales del decenio de 1850, para conmemorar la boda de la princesa real con el príncipe heredero de la corona de Prusia. Aunque existió allí una cruz muy anterior -mejor dicho, tres-, la monstruosidad del «gótico» victoriano se eleva en su actual emplazamiento porque cierto historiador estimó que correspondía al de la antigua Alta Cruz. A cinco kilómetros de Banbury, en dirección norte, se acurruca junto a una colina boscosa el pueblo de Nun's Cross, que no exhibe cruz alguna.

Bond cruzó el pueblo por su estrecha calle principal y metió el Bentley en el patio de la posada que fuera en otro tiempo casa de postas, y que sigue ufanándose de su nombre: El Toro de la Cruz (The Bull at the Cross). Mientras sacaba del maletero su saco de viaje, llegó a la conclusión de que la posada era probablemente el único negocio próspero de la localidad. Hermoso edificio de estilo georgiano, restaurado con pulcritud y conservado amorosamente, el Toro ofrecía incluso «fines de semana gastronómicos para los exigentes».

El mozo que cargó su maleta le hizo saber que el fin de semana se presentaba muy tranquilo para el hotel, que en cambio había estado al completo el anterior.

Bond deshizo el equipaje y se cambió de ropa, sustituyendo la del viaje por unos pantalones grises, una camisa de cuello abierto y, sobre éste, un jersey azul marino, y se calzó sus mocasines más cómodos. Prescindió de las armas. Había dejado la ASP 9 mm en el compartimento oculto del Bentley, bien sujeta por las abrazaderas. Aun así, extremó la atención mientras descendía a la planta baja y, cruzando el patio que antiguamente usaran las diligencias, salía a la calle. Buscaba su mirada un Jaguar XJ6 o un gran turismo Mercedes Benz de color gris cuyas matrículas llevaba grabadas en la memoria desde la mañana, cuando aparecieron en su retrovisor apenas haberse puesto él en carretera. Turnándose con monótona regularidad, no dejaron ya de seguirlo.

No eran imaginaciones suyas: por vez primera desde que adoptara su supuesta identidad de ex agente secreto suspendido del Servicio, le pisaban los talones y de forma casi manifiesta, como si el perseguidor quisiera hacerse ver.

Era demasiado temprano para tomar el aperitivo, y James Bond decidió dar una vuelta por el pueblo, que si todos los indicios se veían confirmados, albergaba a un maleante muy fuera de lo común, el cual, además, podía ser un traidor.

El Toro de la Cruz estaba situado casi en la encrucijada que constituía el antiguo centro de la población, formado por una mezcolanza de edificios de estilo georgiano, con unas cuantas casas de época anterior, que formando hileras y apoyadas unas en otras, como prestándose auxilio, habían pasado a convertirse en los comercios del pueblo. Pequeños grupos de antiguas cabañas de braceros servían ahora de vivienda a gente que, empleada en distintas actividades en Banbury o en Oxford, abandonaba a diario la población para acudir al trabajo.

Casi delante mismo del antiguo patio de diligencias se encontraba la iglesia. Desde allí, la calle principal serpeaba hasta las afueras del pueblo, salpicadas de bosquecillos y con casas de mayor tamaño, como silos más acaudalados de la localidad hubieran querido crear con sus propiedades una zona sur de amenas vistas. Amplias cancelas y caminillos orlados de redodendros permitían divisar sosegadas mansiones victorianas o edificios de estilo georgiano, de roja piedra de Hornton.

El tercer acceso para coches que se encontraba después de la iglesia, se abría paso entre altas tapias, tras un moderno portón de doble hoja, encastrado en el marco original, de piedra del siglo dieciocho. En la columna de la derecha destacaba una pequeña placa de latón en la que podía leerse, en letras grabadas. GUNFIRE SIMULATIONS LTD. Y en piedra tallada, más nueva pero pulcramente unida a la primitiva, una única palabra: ENDOR.

El caminillo, que describiendo una cerrada curva desaparecía tras una espesura de árboles y plantas de jardín, estaba muy bien cuidado. Al fondo, a unos doscientos metros de distancia, se distinguía vagamente una franja de pizarra gris. Estimó Bond que la propiedad tendría una superficie de algo menos de dos kilómetros cuadrados. La alta tapia, que se prolongaba hacia la izquierda, iba a morir junto a un camino de tierra apisonada y con un poste indicador que señalaba, en letras muy legibles: Los Matorrales.

Recorridos unos ochocientos metros, torció por la calle del pueblo y la siguió hasta su extremo norte, donde una sucesión de viejas casas flanqueaba una elevación 1boscosa y cubierta de maleza. Obra de especuladores con olfato comercial, había surgido ya allí una moderna urbanización que casi se metía en el propio bosque.

Pasadas ya las doce, Bond regresó despacio a la posada. En el patio, no lejos del Bentley, había un Jaguar azul oscuro, pero exceptuado el personal de la hospedería, no vio a nadie por los alrededores. En el bar de la casa no encontró más que al encargado de la barra y a un único cliente.

– ¡James, cariño, qué sorpresa! ¿Qué haces tú aquí, en estas soledades?

Sentada junto a una de las ventanas descubrió a Freddie Fortune, que lucía una camisa verde esmeralda y ajustados tejanos.

– La sorpresa es mutua, Freddie. ¿Qué quieres tomar?

– Un vodka con tónica, cariño.

Preparadas las bebidas por el afable camarero, salió con ellas al encuentro de Freddie, diciendo en voz alta por el camino:

– Y a ti, ¿qué te trae por estos parajes?

– Verás, es que me encanta esto. Vengo aquí a menudo, para establecer contacto con la naturaleza… y con los amigos. A ti, en cambio, me cuesta imaginarte en un lugar como éste, James -comentó. Y en voz baja-: ¡Qué bien que hayas podido venir!

Bond repuso que también él lo celebraba.

– Estoy un poco bajo de moral. Y perdóname, Freddie, lo de la otra noche. Te debí de dar una auténtica paliza con mis lamentaciones…

– Ni mucho menos, cariño -murmuró ella-. La verdad es que quedé terriblemente conmovida. Créeme que siento horrores lo que estás pasando, mi pobre corderito.

– Estuve ridículo. Olvida las tonterías que dije, ¿quieres? -se sentía un perfecto necio, imitando el estilo de las amistades londinenses de Freddie.

– No fueron tonterías, tesoro, pero ya están olvidadas -tomó un rápido sorbo del combinado-. O sea que has querido alejarte del mundanal ruido, ¿acierto?

– Aciertas -respondió él, casi con la misma afectación de su interlocutora.

– ¿O has venido porque te lo pedí?

– Mmmm -contestó él, para no comprometerse.

– ¿Y quizá también por la posibilidad del trabajo?

– Un poco por las tres cosas, Freddie.

– Tres cosas son ya muchas cosas.

Y se apretujó contra él. Por un instante, Bond tuvo la extraña sensación de encontrarse junto a Percy.

Almorzaron juntos, a base de un menú que no habría sido motivo de vergüenza para el propio Connaught. A continuación dieron un paseo de unos ocho kilómetros por el campo y bosques, y regresaron alrededor de las tres y media.

– La hora indicada para una siestecita -comentó Freddie, dirigiéndole una mirada de clara invitación, ante la cual Bond, tonificado por el paseo, no quiso en forma alguna desilusionarla.

Previamente, sin embargo, inventó una excusa y salió a retirar del Bentley la ASP 9 mm y dos cargadores de repuesto, todo lo cual ocultó cuidadosamente antes de reunirse con Freddie en la acogedora habitación de ella.

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