Matilde Asensi - Venganza en Sevilla

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Venganza en Sevilla: краткое содержание, описание и аннотация

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Sevilla 1607. Catalina Solís -la protagonista de Tierra firme- llevará a cabo su gran venganza en una de las ciudades más ricas e importantes del mundo, la Sevilla del siglo XVII. Catalina cumplirá así el juramento hecho a su padre adoptivo de hacer justicia a sus asesinos, los Curvo, dueños de una fortuna sin igual amasada con la plata robada en las Américas.
Su doble identidad -como Catalina y como Martín Ojo de Plata- y un enorme ingenio le hacen diseñar una venganza múltiple con distintas estrategias que combinan el engaño, la seducción, la fuerza, la sorpresa, el duelo, la medicina y el juego, sobre un profundo conocimiento de las costumbres de aquella sociedad…

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No podía ofrecerle tal juramento porque no sabía cuáles iban a ser mis acciones aunque, si de algo estaba cierta, era que entrañaban, a lo menos, cuatro muertes, las de Fernando Curvo, Juana Curvo, Isabel Curvo y Diego Curvo, los cuatro hermanos que residían en Sevilla. De Arias Curvo ya me encargaría cuando regresara a Tierra Firme. Contarle a Clara Peralta mis intenciones podía ser peligroso, mas abandonar su casa significaba quedar a merced de los soldados y eso tampoco me lo podía permitir.

– ¿Conocéis, señora, a la familia Curvo?

Clara soltó una alegre carcajada.

– ¿Los Curvos? -preguntó aunque sin esperar respuesta-. ¡Naturalmente! ¿Quién no conoce en Sevilla a los afamados Curvos? Esa distinguida familia es, de las muchas que se enriquecen en esta ciudad con el comercio de las Indias, la que más raudamente y con mayor acierto ha ascendido en la alta sociedad sevillana durante los últimos años. Son ricos y poderosos. ¿Qué tienes con ellos?

– Es una larga historia -objeté, mas me interesó mucho lo que había dicho. ¿Podría, quizá, Clara Peralta brindarme testimonios útiles?

Una esclava negra entró silenciosamente con una bujía en la mano y fue prendiendo, poco a poco, todas las luces de los candelabros, candiles y velones de la estancia, ricamente decorada con bargueños, aparadores y espejos. El cansancio y el grato calorcillo de la estancia me cerraban los ojos.

– Estás exhausto -observó-. Hubiera deseado que presentaras tus respetos a don Luis, mi señor, el marqués de Piedramedina, que vuelve a casa todos los días a esta hora, mas tengo para mí que hoy ha sido un día muy malo y que necesitas retirarte a descansar. Mañana nos contarás a ambos todo lo que debas contarnos.

– ¿Es él vuestro enamorado? -le pregunté, intentando vencer mi extenuación.

– Así es. Desde hace quince años. Nuestro hijo Luis, a quien tiene reconocido porque su esposa, la marquesa, no le ha dado hijos legítimos, se halla en Flandes -explicó con orgullo-, al servicio de la archiduquesa Isabel Clara Eugenia. Y, ahora, vete. Mañana hablaremos. Sancho, el mayordomo, te acompañará a tu cámara.

En tanto subía la escalera tras el tal Sancho y entraba en mi alcoba, que tenía la chimenea encendida, sentía la imperiosa necesidad de buscar a Rodrigo para salir de una rara ensoñación fruto, sin duda, de la postración y del cansancio. Me sentía como me había sentido al principio en mi isla desierta: sola en el mundo, perdida, sin nadie que conociera mi paradero ni nadie a quien demandar auxilio. Lo mismo hubiera dado que gritara hasta enronquecerme pues en todo lo descubierto de la Tierra ninguno conocía de mi existencia ni podía allegarse hasta mí para consolarme. Rodrigo y Juanillo, e incluso Damiana, me hubieran ayudado a recuperar el seso y el buen juicio pues no cabía ninguna duda de que los había perdido, contemplándome a mí misma como a una extraña, desde fuera, asustada por hallarme tan lejos de casa, en medio de una ciudad cuyos muchos ruidos atravesaban las ventanas y paredes y se colaban hasta mi cámara. Aquella luz del ocaso, tan fría y huidiza, tan temible, acrecentaba aún más mi soledad.

De súbito, tendida boca abajo sobre la enorme cama con dosel y colgaduras, supe que mi padre estaba allí. No cambié la postura del cuerpo. No hice nada. Me dejé llevar por la dulzura tranquilizadora de su presencia. Aunque hubiera mirado, buscándole, no le habría visto porque quien había venido a despedirse de mí era su espíritu y, sin hablar, yo conocía que su presencia era tan real como el hecho de que sólo pretendía bendecirme antes de marcharse para siempre a alguna otra parte.

– Adiós, padre -dije en voz alta con todo el amor de mi corazón. Y me dormí. Ya no guardo más en la memoria.

El marqués de Piedramedina, todo él bondad y buen corazón, resultó ser un hombre tan viejo como mi padre aunque prodigiosamente duro de cerebro y falto de meollo. Era Clara Peralta quien dirigía sus asuntos, resolvía sus problemas y adoptaba sus decisiones hasta el extremo de decidir sus gustos y necesidades. Le protegía como una madre protege a un hijo, alejándole de los peligros, los disgustos y las alteraciones de ánimo, procurándole las comodidades y el bienestar del dulce limbo en el que él vivía, plácidamente acunado por las tiernas atenciones de su enamorada. A no dudar, era un hombre feliz, quizá el único hombre feliz que he conocido, y lo más extraño era que dicha felicidad procedía de su absoluta y total ignorancia de lo que acontecía en la vida real. Adoraba a la señora Clara y la palabra de ella era ley, sin trabas ni vacilaciones. No es que fuera corto de entendimiento, pues descollaba en cuestiones de linajes, títulos nobiliarios, asuntos de la corte, actos sociales y chismes de las familias principales de Sevilla, mas le gustaba vivir en paz y disfrutar de las cosas sencillas, sin querellas ni conflictos, y para eso tenía a su lado a Clara Peralta.

El marqués era alto y grueso, de buen comer y mejor dormir. Conforme a la moda, llevaba el pelo muy corto y la barba espesa y poblada, toda nívea por su mucha edad, y la traía siempre pulcra y acicalada. Sus calzones cortos y anchos, sus medias finas, sus jubones, coletos y capas -todo de color negro- estaban hechos con los mejores y más caros tejidos llegados de Europa y la señora Clara exigía a las lavanderas y planchadoras que sus enormes lechuguillas estuvieran siempre perfectamente almidonadas y tan blancas como los encajes de sus puños. Desde hacía algunos años se había visto obligado a usar anteojos y se los fabricaban de oro, con su escudo de armas grabado por dentro.

El buen marqués, informado de nuestra presencia en su casa y puesto en antecedentes de nuestra historia, se aburría penosamente y bostezaba con discreción entretanto Rodrigo -restaurado a su valedera condición de compadre- y yo le contábamos a la señora Clara nuestro viaje, la muerte de mi padre y todo cuanto ella deseaba saber sobre la vida y obras de madre y su mancebía de Santa Marta. El pobre don Luis parecía vagar con su mente muy lejos de aquella sala, ajeno por completo al momento y a la conversación, retenido tan sólo por el deseo de su enamorada de conservarle allí, deseo que, estimo, él no comprendía aunque tampoco lo intentaba. Ni mi doble personalidad de Martín y Catalina, ni la orden por trato ilícito contra mi padre y contra mí, ni la mención de la mar Océana o de la Cárcel Real despertaron su interés.

– ¿Qué hará María cuando conozca la muerte de tu padre? -quiso saber, afligida, la señora Clara-. ¿Qué le ocurrirá?

No podía ni imaginarlo. De una parte, quedaría destrozada, hundida, y, de otra, su fortaleza de carácter la impulsaría a acometer cualquier ardua tarea que mantuviese ocupados sus pensamientos.

– No podría decíroslo -aseguré, cavilosa- y me inquieta en grande manera.

– Emprenderá sus negocios de nuevo -afirmó Rodrigo, que hablaba y actuaba con mucho comedimiento, abrumado, como yo, por tanto lujo y elegancia-. Madre no conoce lo que es vivir sin trabajar. Saca su satisfacción y contento de la mancebía, así que abrirá otra.

La señora Clara suspiró, menos por tristeza de su hermana que por la nostalgia de un oficio, el de gobernar una casa pública de mozas distraídas, que nunca ejercería. Aquello le recordaba su lejana juventud. Cabeceó levemente e hizo un resignado ademán.

– Pues bien, ahora háblanos a don Luis y a mí de esas tareas ingratas que tu padre te solicitó en su lecho de muerte. Don Luis está muy interesado, ¿verdad, Luis?

El marqués de Piedramedina no parecía haber escuchado la declaración de Clara.

– ¡Luis!

– ¿Sí? -repuso con un sobresalto.

– ¿Verdad que deseas conocer lo que don Esteban Nevares le ha pedido a su hijo que ejecute en Sevilla tras su muerte?

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