Matilde Asensi - Venganza en Sevilla

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Venganza en Sevilla: краткое содержание, описание и аннотация

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Sevilla 1607. Catalina Solís -la protagonista de Tierra firme- llevará a cabo su gran venganza en una de las ciudades más ricas e importantes del mundo, la Sevilla del siglo XVII. Catalina cumplirá así el juramento hecho a su padre adoptivo de hacer justicia a sus asesinos, los Curvo, dueños de una fortuna sin igual amasada con la plata robada en las Américas.
Su doble identidad -como Catalina y como Martín Ojo de Plata- y un enorme ingenio le hacen diseñar una venganza múltiple con distintas estrategias que combinan el engaño, la seducción, la fuerza, la sorpresa, el duelo, la medicina y el juego, sobre un profundo conocimiento de las costumbres de aquella sociedad…

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Los Curvos conocían, porque yo les había hablado de ello en la carta que les mandé para sellar el pacto durante el juicio a Melchor de Osuna, que teníamos probanzas ciertas sobre la falsedad de la Ejecutoria de Hidalguía y Limpieza de Sangre de Diego, condición impuesta por la condesa viuda para que su hija Josefa pudiera matrimoniar (y no perder el mayorazgo) con un comerciante de condición inferior. Por más, conocíamos que los cinco hermanos Curvo eran descendientes de judíos, lo que hubiera impedido absolutamente tal matrimonio, que los elevaba mucho socialmente.

– Aprovechando la nueva Cédula Real que condena a muerte a los que emprendan tratos con flamencos, creyeron que, obligando a don Jerónimo, el gobernador, a que me apresara por vender armas a Moucheron en el pasado, yo acabaría en la horca. Claro que corrían el riesgo de que hablara en tanto estaba preso, así que me hicieron azotar hasta que perdí el sentido. Por más, no podían ejercer la misma treta contra madre y las mancebas, que también debían de estar en conocimiento de todo, de manera que mandaron a Jakob Lundch a Santa Marta. Jakob Lundch es un pirata con el que realizan prósperos negocios. ¡Ellos sí tienen trato ilícito con flamencos!

– No quieren -dije- que quede vivo nadie que conozca sus provechosos secretos.

– Así es, hijo, mas tú te escapaste y tú eres quien más los mortifica, pues conocen que fuiste tú quien ideó el ardid contra ellos y contra su primo Melchor. Tu mudanza en Catalina para residir en la isla Margarita -hizo un visaje de desagrado pues siempre había deseado ardientemente un hijo que fuese su heredero-, te salvó la vida.

Ahora se me alcanzaba por qué había una orden contra mí en Tierra Firme y Nueva España por los mismos delitos que mi padre y por qué Juan de Cuba me había solicitado que no entrase en Cartagena. También se me alcanzaban ahora las advertencias de Alonsillo cuando regresé al aposento con Damiana: el alcalde de la Cárcel Real quería prenderme porque alguien, acaso él mismo, había advertido a los Curvos de mi presencia en Sevilla, junto a mi padre, un reo sobre el que debían de pesar órdenes de vigilancia muy precisas para que no conversara con nadie. Como no podía hacerlo dado su lamentable estado, el alcalde se había despreocupado y, por feliz ventura, fue el sotoalcalde quien atendió mi petición mas, en cuanto las nuevas habían llegado al primero, éste había informado a los Curvos y había recurrido a Alonsillo para cogerme. Corría tanto peligro en Sevilla como en Tierra Firme y todo porque los cinco hermanos eran, a no dudar, unos malditos hijos de Satanás.

– Escúchame bien, Martín -cada vez le costaba más hablar y jadeaba más afanosamente-, a Jakob Lundch lo mandaron a Santa Marta para matar a todos los nuestros y no dejar testigos, mas, por delante de todas las cosas, su misión principal era capturarte vivo a ti. La idea era hacerme prender a mí por la justicia y a ti por Jakob Lundch.

– ¡No os fatiguéis, padre, por vuestra vida! -le supliqué-. Escuchadme vos: madre se salvó, Rodrigo se salvó, Juanillo se salvó y yo me salvé. Rodrigo, Juanillo y yo hemos venido juntos a Sevilla para rescataros.

– Ya es tarde para eso, hijo, mas escucha, escúchame bien. -Mi padre se moría ante mis propios ojos-. Como no te hallaron en Santa Marta aquella noche y no pudieron capturarte, obligaron a don Jerónimo a emitir una orden en tu contra. Te quieren vivo, hijo. Fernando Curvo, el hermano mayor, te quiere vivo.

– ¿Y por qué, padre?

– Por amor a su primo, Melchor de Osuna, a quien le unía un fraternal apego. Como tú le perjudicaste, Fernando ha hecho juramento ante una tal Virgen de los Reyes de Sevilla de matarte él mismo con su espada.

– ¡No está en su cabal juicio!

– Ninguno de ellos lo está. Son un saco de maldades y un costal de malicias. ¡Si hubieras oído las majaderías que contaba Diego sobre su familia, todo ufano y orgulloso! Créete que prefería pudrirme a solas en la sentina del galeón que recibir sus visitas.

Los ojos se le cerraron y la respiración anhelosa se le volvió ronca. Damiana dio unos pasos hacia el lecho y le puso la mano en la frente. Luego, me miró y sacudió la cabeza. Al punto mi padre volvió a entreabrir los ojos y, aunque no le servían para ver, me buscó con ellos y me tendió la mano.

– Sabía que vendrías -murmuró-. Te esperaba porque sabía que vendrías. Hay algo muy importante que debo pedirte antes de morir.

– Pídame lo que vuestra merced quiera, padre -lloré. Aquello era el final. Había vivido sólo para que la verdad que conocía no se marchara con él.

– Quiero que tomes venganza -declaró con voz carrasposa.

– ¿Cómo decís, padre? -murmuré, cierta de haberle escuchado mal.

– ¡Jura! -gritó. La muerte le había vuelto loco, me dije. Mi padre no era un hombre de venganzas y aún menos de poner a otros en ejecución de lo que él mismo no haría nunca.

– ¡Padre, no sabéis lo que decís!

– Por Mateo, por Jayuheibo -empezó a listar-, por Lucas, por Guacoa, por Negro Tomé…

– Padre, hacedme la merced, callad.

– Por el joven Nicolasito, por Antón, por Miguel -se apagaba como una vela, mas insistía en continuar nombrando a nuestros compadres muertos-, por Rosa Campuzano y el resto de las mancebas…

– Padre, os lo suplico, deteneos.

– Por los vecinos asesinados de Santa Marta, por la casa, por la tienda, por los animales, por la Chacona… Por mí.

– ¡Os lo juro, padre! ¡Juro que tomaré venganza!

– Bien, muchacho, bien -apenas se le escuchaba-. Ahora puedo morir tranquilo. No permitas que ni uno solo de los hermanos Curvo siga hollando la tierra mientras tu padre y los demás nos pudrimos bajo ella. Lo has jurado, Martín, en mi lecho de muerte.

De su pecho brotó un silbido, como el de un odre pinchado que suelta el aire.

– Lo he jurado, padre, mas recordad que me imponéis una dura tarea pues no soy Martín sino Catalina. ¿Cómo puede una mujer…?

La mano de Damiana detuvo mi parlamento. Con una señal me refrenó. Supe al punto que mi padre había muerto.

– Seáis Martín o Catalina -murmuró la cimarrona-, debemos salir de aquí.

Asentí.

– Vayámonos -dijo.

Como yo no me movía, Damiana me asió por un brazo y me alzó con grande esfuerzo.

– ¡Vayámonos, señor!

– ¿Y mi padre? -balbucí, sin dejar de mirarle.

– Vuestro padre ha muerto y no podréis cumplir el juramento que le habéis hecho si el alcalde os apresa.

– ¿Quién le enterrará? -gemí. No podía abandonarle allí, no podía dejarle en manos del alcalde de la cárcel.

– ¡Señor Martín! No son horas de melindres ni tiempos de afectaciones. ¡Os van a capturar! Ya se encargará alguien de darle cristiana sepultura.

Contaba luego Rodrigo que salí a la plaza de San Francisco llevada de la mano por Damiana, con la mirada perdida y tan muda como si me hubieran cosido la boca. En verdad, no guardé en la memoria ni un solo instante de aquel camino, ni tampoco de lo que vino después. Decía Rodrigo que, al verme con el semblante macilento y en tal estado de mansedumbre y tristeza, conoció al punto que el maestre había muerto y que, cuando quiso avanzar hacia mí, Alonsillo, encaramándose al pescante, se lo impidió, suplicándole que subiera al caballo y que Juanillo tomara las riendas pues debíamos alejarnos de la Cárcel Real a toda prisa y escondernos en lugar seguro porque venían a prenderme. Y es que Alonso no se había marchado como yo le había ordenado. Antes bien, como le había dicho que unos criados míos me esperaban en la plaza con un carro, los encontró, se dio a conocer y le dijo a Rodrigo que yo le había mandado que aguardara con ellos hasta mi vuelta.

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