Matilde Asensi - Venganza en Sevilla

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Venganza en Sevilla: краткое содержание, описание и аннотация

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Sevilla 1607. Catalina Solís -la protagonista de Tierra firme- llevará a cabo su gran venganza en una de las ciudades más ricas e importantes del mundo, la Sevilla del siglo XVII. Catalina cumplirá así el juramento hecho a su padre adoptivo de hacer justicia a sus asesinos, los Curvo, dueños de una fortuna sin igual amasada con la plata robada en las Américas.
Su doble identidad -como Catalina y como Martín Ojo de Plata- y un enorme ingenio le hacen diseñar una venganza múltiple con distintas estrategias que combinan el engaño, la seducción, la fuerza, la sorpresa, el duelo, la medicina y el juego, sobre un profundo conocimiento de las costumbres de aquella sociedad…

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– ¡Oh, padre! -gemí, apoyando mi frente en su escuálido pecho-. ¡No os muráis!

Cuando alcé la cabeza, con la cara bañada en lágrimas, Damiana estaba dejando caer entre sus labios un hilillo de líquido amarillo.

– Permitidle respirar -me pidió la cimarrona, apartándose y poniendo una mano bajo el cacillo con el que le había nutrido para que no gotease. Obediente, me levanté y me alejé.

Al punto, mi padre empezó a gemir débilmente. Quise acercarme a él, mas Damiana me paró con la mirada. Era terrible ver cómo despertaba, sufriendo de tan grandes dolores, sin poder auxiliarle ni darle cobijo entre mis brazos. Sus quejidos y suspiros se hicieron más fuertes. Me tapé el rostro con las manos por no verle luchar por la vida de aquella manera. No era yo sino madre, con su amor, quien debería estar pasando a su lado esos últimos y terribles instantes. Estaba segura de que él también lo hubiera preferido, por eso me sobresalté como si una espada me hubiera atravesado el pecho cuando exclamó con voz débil:

– ¡Martín!

Aparté las manos y vi que había abierto los ojos y que revolvía la cabeza sobre las almohadas. Tomando aire penosamente, me llamó de nuevo:

– ¡Martín! ¡Martín! ¿Dónde te has metido?

Me allegué hasta él y le abracé con todas mis fuerzas, asombrada por aquel prodigio que Damiana acababa de obrar y feliz como nunca por verle recobrar el juicio. Él, con poca o ninguna fuerza, me devolvió el abrazo entretanto la cimarrona se retiraba discretamente al rincón del brasero y recogía sus avíos de curandera.

– No puedo ver, hijo -me dijo mi padre.

Y yo no podía hablar. Tenía un nudo en la garganta tan grande que ni el aire más fino me pasaba.

– ¡Ah, ya me vuelve la memoria! -murmuró-. Todo me vuelve de a poco a la memoria. Todo.

Le abracé más fuerte.

– ¿Dónde estamos, hijo? -preguntó.

– En Sevilla, padre, en la Cárcel Real de Sevilla.

Las lágrimas me rodaban copiosamente por el rostro y no podía hablar. Él quiso alzar una mano para rozarme el cabello mas no halló las fuerzas y la dejó caer, mustia, sobre el lecho.

– Ya decía yo que este olor no era el de mis costas -suspiró-. Estoy ciego, hijo, y muy cierto de que voy a morir en breve, de cuenta que apenas me queda tiempo para narrarte las cosas importantes que debes conocer. Cuánto lamento no poder verte, Martín, aunque quizá todo esto no sea más que un sueño y ni tú estás aquí ni yo estoy despierto.

– No hable vuestra merced -le supliqué-. Todo es real. Yo estoy aquí, en Sevilla, con vos. Dejadme contaros que madre os añora y que todos os están esperando en Tierra Firme.

Sonrió.

– ¿María está viva?

Me quedé en suspenso. Mi padre deliraba. Él había sido hecho preso antes del ataque pirata a Santa Marta. No tenía por qué dudar de que madre se encontrase bien. Guardé silencio por no errar.

– ¡Dime, hijo, si María sobrevivió al asalto de Jakob Lundch! -se enfadó, mostrando el genio vivo de sus mejores tiempos.

Ahora era yo quien estaba perdida y no sabía si soñaba.

– ¿A qué os referís, padre? -murmuré.

– ¡A lo que hizo ese pirata flamenco por orden de los Curvos!

Noté que se desvanecía entre mis brazos como si fuera de humo y le dejé caer suavemente sobre la cama.

– No se inquiete vuestra merced, padre. Madre está bien. Sobrevivió y ahora se halla en Cartagena, en casa de vuestro compadre Juan de Cuba, esperándoos.

– Yo no volveré a Tierra Firme, hijo mío. Dile a madre que siempre ha sido, y siempre será, la dueña y señora de mi corazón y de mis pensamientos. Tú deberás encargarte de ella, Martín. Tengo hecho testamento en un notario de Cartagena, el mismo a través del cual te prohijé. No puedo recordar su nombre.

– No os esforcéis, padre, todo se dispondrá a vuestro gusto.

– ¿Qué pasó con la tienda, la mancebía y la nao? -preguntó ahogadamente.

– Ardieron, padre. Jakob Lundch no dejó piedra sobre piedra. Lo incendió todo después de saquear la ciudad.

– ¿Y los hombres? ¿Y las mancebas?

En verdad no estaba segura de que aquellos preciosos instantes de vida tuviera que pasarlos sufriendo.

– Vivos también. Todos se salvaron.

– Mientes, muchacho -afirmó, y giró tristemente la cabeza hacia el otro lado.

– ¡Padre! -exclamé, estremecida-. ¿Por qué no me creéis? ¡Vuestra merced no puede saber lo que ocurrió! ¡Os llevaron preso antes del ataque!

Estaría ciego, mas sus ojos fulguraron cuando volvió a posarlos en mí. ¡Cuán grande era su enojo!

– Hice un viaje muy largo desde Cartagena hasta aquí con la Armada de Tierra Firme -musitó.

– Lo sé, padre, lo sé.

– Y Diego Curvo iba en la misma nave que yo.

Enmudecí. Cuando Alonsillo me dijo que los condes de Riaza habían desembarcado de la capitana junto a un reo anciano, algo dentro de mí me había advertido de la sinrazón del asunto. Ya me temí entonces alguna desgracia, mas, por la prisa que tenía de hallar a mi padre, no quise darle importancia.

– El muy hideputa -gruñó fatigosamente- aprovechaba los largos ratos de tedio en la mar para visitarme en la sentina, donde me tenían con grillos y cadenas. Se divertía golpeándome con una vara en las costillas y, después, se refocilaba como los puercos en lo que él llamaba la justicia de los Curvos.

– ¿La justicia de los Curvos? -Yo sólo había oído hablar de la justicia del rey.

– No nos perdonaron lo de Melchor de Osuna, hijo, y no por lealtad a su miserable primo, al que han hecho castigar con dureza aquí, en España, sino porque gentes acaudaladas, distinguidas y de renombre como ellos no pueden permitir que chusma infame como nosotros, villanos ruines y de baja condición, les tengamos puesta la mano en la horcajadura.

Reflexioné con presteza sobre lo que acababa de oír. Que nos consideraran chusma de baja calidad y de mal pelaje resultaba natural porque lo éramos, tan natural como que ellos se juzgaran a sí mismos como gentes acaudaladas, distinguidas y de renombre. Por ello, lo que, a mi corto entender, explicaba en verdad semejante desafuero era que los Curvos sentían que cuando nos viniera en gana podíamos acabar con ellos para siempre pues, mientras viviéramos, habría quien conociese sus pillajes, artimañas y fullerías y, aunque les hubiéramos dado palabra de guardar silencio -¿cuánto vale la palabra de la chusma?-, no podían estar seguros de que no les explotara la pólvora en la bodega en cualquier momento y se les hundiera la nao. Tenían el miedo del animal acorralado y, como tal, embestían para defenderse, mas no se me alcanzaba eso de que Jakob Lundch hubiera asaltado Santa Marta, saqueado la ciudad y matado a la mitad del pueblo por orden de los Curvos.

– Escúchame, Martín, que no me queda tiempo -se ahogaba y se le quebraba la voz mas, terco y obstinado como era, se empecinaba en continuar el relato-. Voy a referirte la historia tal y como me la contó ese bellaco de Diego Curvo. Debes prestar mucha atención, hijo, para que todo este asunto no quede sin provecho.

– Os atiendo, padre. -Su semblante estaba adquiriendo un color entre bilioso y cenizo que no preludiaba nada bueno. Ciertamente, se moría a toda prisa.

– Los Curvos de aquí y los de Cartagena concibieron juntos, mediante cartas enviadas por avisos de la Casa de Contratación, todo este grande artificio. Esperaron hasta después de los esponsales de Diego Curvo con la joven Josefa de Riaza, que se celebraron en Cartagena el día de la Natividad de la Santísima Virgen.

– ¡El octavo día del mes de septiembre! -exclamé, asombrada. A mi señor padre lo habían capturado el once.

– Justamente. Una vez estuvieron ciertos de que ya no podríamos, aunque quisiéramos, perjudicar el matrimonio que convertía a Diego en conde, vinieron a por nosotros.

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