Matilde Asensi - Venganza en Sevilla

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Venganza en Sevilla: краткое содержание, описание и аннотация

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Sevilla 1607. Catalina Solís -la protagonista de Tierra firme- llevará a cabo su gran venganza en una de las ciudades más ricas e importantes del mundo, la Sevilla del siglo XVII. Catalina cumplirá así el juramento hecho a su padre adoptivo de hacer justicia a sus asesinos, los Curvo, dueños de una fortuna sin igual amasada con la plata robada en las Américas.
Su doble identidad -como Catalina y como Martín Ojo de Plata- y un enorme ingenio le hacen diseñar una venganza múltiple con distintas estrategias que combinan el engaño, la seducción, la fuerza, la sorpresa, el duelo, la medicina y el juego, sobre un profundo conocimiento de las costumbres de aquella sociedad…

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– ¡Que le dé vuesa merced cuatro o cinco coronados a mi hermano Ramón de Vargas!

Asentí, saqué las monedas y las puse en la mano callosa y mugrienta del tal Ramón, que las miró con avarienta alegría.

La algarabía se acalló de a poco y del nuevo sosiego surgieron otras voces, cada una más cercana que la anterior:

– ¡Galera Nueva y Crujía! ¡Hola!

– ¡Galera Nueva y Crujía! ¡Hola!

– ¡Galera Nueva y Crujía! ¡Hola! -gritó, por fin, el baladrero más cercano.

Ramón de Vargas, que había hecho desaparecer las monedas en una bolsilla que ocultó en su seno, sonrió satisfecho.

– Ya sabes dónde está -le dijo a Alonso y éste asintió-. Pasa, que sabes llegar tú solo.

Alonso, en vez de entrar por la Puerta de Cobre donde trabajaba su amigo, giró talones a la siniestra y se encaminó hacia otra reja abierta de par en par que daba también a unos corredores.

– Ésta es la Puerta de Plata, señor, y es así conocida porque los presos que aquí se afligen deben pagar mucha plata si es que quieren vivir sin grillos.

Entramos por el corredor. Allí todo era muy grande, conforme al tamaño del edificio que había visto desde fuera. Lo que propiamente resultaba ser la prisión no consistía tanto en celdas o calabozos como en ranchos, o lo que es lo mismo, lugares donde se hacinaban trescientos o cuatrocientos presos separados sólo por mantas viejas que colgaban de luengas cuerdas. Cada uno de esos ranchos, me explicó Alonso, tenía su propio nombre, que venía dado por los delitos y el jaez de los reos que en ellos se juntaban y, así, en aquella galería, estaba el rancho de los Bravos seguido por el llamado Tragedia y, al fondo, el que llamaban Venta, porque en él pagaban a escote los presos nuevos.

– En los entresuelos -me explicaba Alonso mientras seguíamos caminando entre la confusa multitud en la que resultaba imposible distinguir los que eran inquilinos de los que sólo estaban de visita- hay otros cuatro ranchos: Pestilencia, Miserable, Ginebra y Lima Sorda.

– ¡Pardiez! ¿Cuántos reos tiene esta prisión?

– De mil a mil ochocientos según el momento del año.

Y, ¿qué decir de la presencia de mujeres? No menos de trescientas o cuatrocientas mancebas de vida distraída zanganeaban por allí, llevando jarras de vino y asistiendo a las partidas de naipes como entretenidas de sus galanes. El lugar era sucio y lúgubre, y olía muy mal, a pozo de excrementos y a animales muertos, y, en alguna ocasión, se me revolvieron las tripas y me dieron bascas. Sentí temor de andar por allí, entre aquellas gentes de tan mala calidad, y me acobardaron los gritos, los golpes, las peleas, las voces malsonantes y amenazadoras, el barullo brutal. Sólo la necesidad de encontrar a mi padre, ya tan cercano, y de abrazarle y sacarle de allí me permitió seguir dando un paso después de otro.

Comenzamos a descender por una nueva escalera que daba a un patio cuadrado, de unos treinta pasos de anchura por otros treinta de largor, en el centro del cual había una fuente donde algunos se divertían echándose agua unos a otros. A la redonda del patio había unos catorce o quince calabozos, en uno de los cuales, me dijo Alonso, se daba el tormento. Había, asimismo, cuatro tabernas en las que se vendía vino, carne y bacalao, y algunas tiendas de fruta y aceite, todas ellas propiedad del alcalde y del sotoalcalde, que las arrendaban por catorce o quince reales al día.

Alonso se fue hacia la siniestra y entró en un corredor oscuro.

– Ésta es la Galera Nueva, señor. Aquí, en uno de sus ranchos, se encuentra vuestro padre.

¡Asqueroso albergue de aire apestado! ¡Allí, en aquella miseria hedionda en la que abundaban los peores facinerosos, bergantes, desalmados, blasfemos, perjuros, violadores y criminales habían encerrado a mi señor padre, al hombre más digno, honrado y bueno de todo lo conocido de la Tierra! Cuatro cirios allí y otros tantos allá y acullá iluminaban las tinieblas.

– ¿Quién va? -gritó alguien.

– ¡Alonso Méndez, a quien conoces! -respondió mi criado-. Voy a la Crujía, a ver a uno.

– Pasa, pues -gruñó la voz.

– Andad con tiento en este corredor, señor -murmuró mi criado-. Aquí, en la Galera Nueva, están los hombres que han cometido los delitos más grandes. Nosotros vamos al rancho llamado Crujía, donde están los galeotes, mas aquí se encuentran también los ranchos conocidos como Blasfemo, Compaña, Goz, Feria, Gula y Laberinto.

– ¿Y quiénes los habitan? -susurré.

– No queráis saberlo. La hez de la humanidad, señor, su escoria más corrompida. Poned la mano en vuestras armas bajo el gabán y no las soltéis.

¿Mi padre estaba allí? En mi alma pujaban la rabia y el odio. Sonaban dentro de mi cabeza las palabras que me dijo mi compadre Sando, allá en el lejano palenque: «Salva a tu padre, Martín. La justicia del rey no es buena. Es mala.» ¡Qué grande razón tenía! Y eso que él no había visto la Cárcel Real, donde se ponía en ejecución la susodicha justicia del rey.

– Aquí debe de hallarse vuestro padre, señor -me dijo Alonso, apartando la manta que cubría una entrada.

No se veía nada. Todo eran sombras, sombras y hedor a sangre seca y a inmundicias humanas. Los gemidos de las gentes que allí se encontraban eran lo único que delataba su presencia. Mi criado se alejó y me dejó sola, a oscuras, tan agarrotada que no podía ni abrir la boca para llamar a mi padre, mas regresó al punto con una vela encendida.

– Me ha costado el ochavo que me disteis en el puerto -declaró.

– Te lo pagaré de nuevo -dije, arrancándosela de las manos y allegándome al preso que tenía más cerca. El hombre, tumbado sobre el suelo, se quejó, soltó una blasfemia y se llevó los brazos a los ojos para protegerse de la luz. No le cabían más picaduras de pulgas y de chinches en el cuerpo. El segundo roncaba y no se apercibió de mi presencia. El tercero despellejaba ansiosamente una rata gorda y gris entretanto se la iba comiendo cruda y se enfadó mucho cuando la luz reveló lo que hacía. Empezó a gritar e intentó disimular la rata en sus espaldas, creyendo que yo venía en voluntad de quitársela.

El cuarto preso era mi padre. Estaba tirado en el suelo como un perro sarnoso y moribundo, con la misma ropa que debía de llevar el día que le apresaron en Santa Marta, tres meses atrás. Una gruesa cadena de hierro le iba desde el pie hasta la pared y llevaba dos argollas en el cuello: de una salía otra cadena que iba igualmente a la pared y de la otra bajaban dos hierros que le llegaban hasta la cintura y a los que se asían dos esposas cerradas con un grueso candado en las que tenía las manos.

Costaba mucho reconocerle. Todo él era una pura llaga, sangrante e infectada. Estaba lleno de úlceras y pústulas y no tenía uñas ni en las manos ni en los pies. De su boca colgaba un hilillo de baba negruzca. Con todo, aquel triste ser era mi padre, el hombre alto de cuerpo, de nariz afilada y de piel del color de los dátiles maduros que mareaba por las aguas tibias y luminosas del Caribe al gobierno de su nao mercante. Era mi padre, mi muy querido padre Esteban Nevares, el buen mercader de trato de Tierra Firme que me había salvado la vida y me había prohijado, que me había enseñado a leer y a escribir y me había obligado a estudiar, a aprender a montar a caballo, a gobernar una nao y a enfrentarme a los problemas hasta resolverlos. Me arrodillé junto a él, dejé la vela en el suelo y, pasando los brazos bajo su escuálido cuerpo, le alcé y le abracé con todas mis fuerzas.

– ¡Padre, padre! -exclamé en su oído, sollozando-. ¿Podéis oírme, padre?

No abrió los ojos ni emitió sonido alguno. Le busqué el pulso entre las argollas del cuello y se lo encontré. Su corazón aún latía, aunque muy débilmente.

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