Matilde Asensi - Venganza en Sevilla

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Venganza en Sevilla: краткое содержание, описание и аннотация

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Sevilla 1607. Catalina Solís -la protagonista de Tierra firme- llevará a cabo su gran venganza en una de las ciudades más ricas e importantes del mundo, la Sevilla del siglo XVII. Catalina cumplirá así el juramento hecho a su padre adoptivo de hacer justicia a sus asesinos, los Curvo, dueños de una fortuna sin igual amasada con la plata robada en las Américas.
Su doble identidad -como Catalina y como Martín Ojo de Plata- y un enorme ingenio le hacen diseñar una venganza múltiple con distintas estrategias que combinan el engaño, la seducción, la fuerza, la sorpresa, el duelo, la medicina y el juego, sobre un profundo conocimiento de las costumbres de aquella sociedad…

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– ¿Que yo refrene mi lengua? -se ofendió ella-. ¿Debo callar que esos hipócritas cierran las puertas de la mancebía los días de fiesta, cuando más caudales ganan las mancebas para sostener a sus hijos y a sus padres ancianos? ¿Debo callar que esos santurrones meapilas…

– ¡Clara!

– … amenazan a las mujeres con el infierno, con la pérdida del alma si siguen ejerciendo su oficio, un oficio legal y para el que tienen licencia, con enfermedades inmundas y pestilentes causadoras de la muerte cuando hay cirujanos públicos que las vigilan y cuidan? ¿Debo callar que sacan por la fuerza a los clientes mediante toda clase de tropelías porque nadie se lo impide, golpeando a los más jóvenes con disciplinas para que no vuelvan nunca? ¿Yo debo callar y ellos no deben parar?

Doña Clara se agitaba más y más según hablaba. Yo había quedado pasmada al conocer que Fernando Curvo, ni más ni menos que Fernando Curvo, el mayor de los hermanos, el mayor de los hipócritas del mundo, era uno de esos beatos congregados que se llamaban siervos de Dios al tiempo que ordenaba asesinar a todo un pueblo para que las diez o quince personas que conocían la verdad de sus negocios no pudieran irse nunca de la lengua. Mas no era su doblez, siendo mucha, la que me indignaba sino el recuerdo de nuestras mancebas de Santa Marta atadas a las camas para que murieran por el fuego después de haber sido violentamente ultrajadas, o el de nuestros compadres de la Chacona, asesinados a arcabuzazos y cuchilladas en mitad de la noche, o el de mi padre agonizante, llenas de gusanos las heridas de los azotes, humillado por Diego Curvo en la nao de la flota, muerto en mis brazos en la Cárcel Real para que ese beato hipócrita de Fernando y sus cuatro hermanos pudieran seguir siendo una familia sin tacha, benemérita y piadosa y, sobre todo, acaudalada. Ojo por ojo, dicen. Pues, cuidado, Curvos: ojo por ojo.

– En resolución -concluyó doña Clara-, tu venganza me parece un trabajo imposible. Si no puedes retarlos en duelo ni acercarte a ellos en lugares públicos o si, haciéndolo, tras matar al primer Curvo los otros se te escapan y te mandan matar o te arrestan los alguaciles y te ajustician, ¿de qué te valdrá el esfuerzo? En verdad, no sé cómo vas a poder cumplir lo que le juraste a tu padre.

– Tampoco yo lo sé -murmuré, apesadumbrada. Debía discurrir otra cosa, algo menos comprometido para mí y de cumplimiento seguro y cierto-. Sin embargo, de una u otra manera, a fe mía que lo pondré en ejecución -afirmé con dureza.

Rodrigo, ceñudo y triste, asintió.

Llegó la Natividad y hubo festejos de Año Nuevo en Sevilla. Rodrigo y el marqués hallaron una pasión común, el juego de naipes, y se dedicaron a ella durante las fiestas sin que les importara un ardite que fuera de día o de noche o que las comidas estuvieran servidas en la mesa. Doña Clara se desesperaba y renegaba por perderse las diversiones que estaban teniendo lugar en las calles, cuyo tentador alboroto llegaba hasta nosotros.

Cierto día me dijo:

– Martín, ¿por qué no me acompañas a dar un paseo en coche?

La miré asombrada y le recordé que la justicia me buscaba y que no podía salir. A la sazón, el nombre del delincuente Martín Nevares se repetía en todos los bandos y pregones de la ciudad y se habían expedido mandamientos con mis señas para que los alguaciles reales y los cuadrilleros de la Santa Hermandad pudieran prenderme por contrabandista y enemigo del rey en cualquier parte que me descubrieran. Los Curvos sabían que andaba por Sevilla porque había estado en la Cárcel Real con mi padre y mi estancia en su ciudad era un peligro muy grande que deseaban atajar con presteza.

– Tú no, hombre -repuso, divertida-, Catalina. Catalina Solís. Tengo vestidos míos que te sentarían muy bien con unos pequeños arreglos y ese pelo lacio podemos ahuecarlo, hacerle algunas mejoras con las tenacillas y los rizadores y adornarlo con cintas, ganchillos y colgantes. Con solimán blanquearemos esa horrible piel morena que, por fortuna, ya se te va aclarando por falta de sol.

Iba a rehusar amablemente su proposición cuando, al punto, cerré la boca y apreté los labios con fuerza. Todo se me representó en el entendimiento en aquel punto, a lo menos todo lo principal y, así, acepté de buen grado aquella broma y pasamos la tarde en su recámara, muy distraídas frente al espejo, jugando al divertido entretenimiento de convertirme en mí misma aunque hermoseada, favorecida y ricamente aderezada. Y era verdad que doña Clara era maestra en las artes de la belleza pues de donde no había sacó y donde halló mejoró y, con eso y un vestido, me vi en el espejo transformada en una dama exquisita, digna del mejor caballero andante y de su gesta más gloriosa. Y si mis ojos y los de doña Clara mentían, no lo hicieron ni los de Rodrigo ni los del marqués, el primero de los cuales quedó sin habla durante un buen tiempo, fija la mirada en el lunar postizo que doña Clara me había pegado sobre el labio, y el segundo, conforme a su naturaleza, pidió a su enamorada que hiciera las debidas presentaciones pues una hermosa doncella como yo no podía visitar su casa sin que él la conociera. Doy fe de que no hay nada que más presto rinda sus encastilladas torres a la adulación que la vanidad y si pasar de Catalina a Martín me resultaba más que nada provechoso, pasar de Martín a Catalina tenía su aquel, precisamente por cosas como el deleite que producen los halagos y las lisonjas.

Al día siguiente, convertida en la guapa Catalina, acompañé a doña Clara en el prometido paseo y, entretanto comíamos naranjas dulces que llenaban de aroma el interior del coche, mirábamos por los ventanucos cómo las gentes de humilde condición, a pesar del mucho frío que hacía, bullían, reían y se divertían con los grupos de músicos, danzantes y comediantes que actuaban por las calles. Sonaban alegremente los rabeles, las chirimías, las vihuelas y los panderos, y todos danzaban sin recato los más desvergonzados bailes de cascabel entre palmas, castañetas y zapateados, al tiempo que las sahumadas iglesias estaban abarrotadas y las plazas llenas de tenderetes en los que se vendían vino, dulces y pasteles.

– ¡Esta es la auténtica Sevilla! -exclamaba, alborozada, doña Clara-. ¡El Compás andará apretado! ¡Las mancebas harán hoy grande beneficio si no aparecen los congregados!

Y era verdad que a las gentes de Sevilla les gustaban las fiestas pues tenían más que días del año y casi todas se celebraban con grandes manifestaciones de contento, incluso las religiosas. No se me caerán de la memoria las muchas que presencié durante el tiempo que viví en aquella ciudad.

– Doña Clara, he menester un favor de vuestra merced -le dije de presto a mi anfitriona.

– Pide, muchacha, y que no sea muy caro -contestó, tomándose a reír muy de gana.

– ¿Podríais hacer de mí una dama de título?

Doña Clara quedó en suspenso, confundida, hasta que no pudo más y reventó de risa.

– ¡Eso sólo podría hacerlo el rey, muchacha, y tengo para mí que no sería nunca su intención elevarte a la nobleza!

– Quería decir en apariencia -gruñí.

– ¡Ah, bueno! -dijo entre hipos y carcajeos mal contenidos.

– Sólo quiero parecer una dama noble, una aristócrata, o incluso una hidalga aunque de muy alta calidad.

– ¿Y por qué sientes tal deseo, si puedo preguntarlo? -inquirió secándose las lágrimas del regocijo.

– Porque Martín no puede allegarse hasta los Curvos para matarlos, mas Catalina sí.

Me miró como si fuera la primera vez que me veía en toda su vida y a mí esa mirada me recordó la de halcón de madre, a la que no se le escapaba ni el suave movimiento de una brizna de hierba.

– ¿Y cómo los matarás siendo Catalina?

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