Steve Berry - El Club de París

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Cuando Napoleón Bonaparte murió en 1821, se llevó a la tumba un impactante secreto. Como emperador, había saqueado incalculables riquezas de palacios y tesoros nacionales, e incluso de los Caballeros de Malta y el Vaticano. En sus últimos días, sus captores británicos esperaban averiguar dónde se ocultaba el botín. Pero él nos les desveló nada. ¿O tal vez sí? Cotton Malone está a punto de averiguarlo cuando los problemas llaman a la puerta de su librería: un agente del servicio secreto estadounidense que terminara convirtiéndose en su aliado. Sólo igualando el ingenio de un terrorista a sueldo, frustrando un atentado catastrófico, y emprendiendo una desesperada búsqueda del legendario tesoro perdido de Napoleón, podrá Malone evitar la anarquía económica internacional. Desde Dinamarca, pasando por Inglaterra y terminando en las calles de París, Malone participa en un intenso juego de duplicidad y muerte, todo para conseguir un tesoro de valor incalculable. Pero, ¿a qué precio?.

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La radio del Skyhawk se encontraba a su derecha. Encendió el aparato y encontró la frecuencia de los números que ella le había indicado. Se quitó el gorro de lana, se colocó los auriculares con micrófono y dijo:

– Este avión está lleno de explosivos.

– Justo lo que necesitaba escuchar -respondió Stephanie.

– Llévelo a tierra firme -añadió Daniels.

– El piloto automático está desactivado…

De repente, el Skyhawk viró a la derecha. No era un movimiento precipitado, sino un cambio de rumbo completo. Malone vio cómo la palanca de cambio se inclinaba hacia adelante y luego hacia atrás; los pedales funcionaban solos, controlando el timón en un abrupto viraje.

Con otro giro repentino, la lectura del GPS indicó que el avión había puesto rumbo al oeste y ascendía a ocho mil pies, con una velocidad algo inferior a los cien nudos.

– ¿Qué pasa? -preguntó Stephanie.

– Este trasto piensa por sí solo. Ha dado un giro de sesenta grados.

– Cotton -dijo Daniels-. Los franceses han calculado el rumbo. Va directo a los Inválidos.

De ningún modo. Estaban equivocados. Al recordar lo que había caído de la bolsa de Selfridges la noche anterior, Malone supo dónde terminaría aquella aventura. Miró por la ventana y vio el auténtico blanco a lo lejos.

– No es ahí adonde nos dirigimos. Este avión va hacia la Torre Eiffel.

LVI

Eliza se acercó a la puerta de cristal y movió el picaporte. Miró a través del grueso vidrio y vio que alguien había colocado un cerrojo por dentro. Era imposible que hubiese ocurrido de manera accidental.

Uno de los miembros del grupo apareció por la esquina.

– No hay ninguna otra salida en esta plataforma y no he visto ningún teléfono público.

Más arriba, cerca de la plataforma vallada, Larocque vio la solución al problema: una cámara de un circuito cerrado de televisión enfocada hacia ellos.

– Seguro que algún agente de seguridad nos está viendo. Solo tenemos que llamar su atención.

– Me temo que no será tan sencillo -observó Thorvaldsen.

Eliza lo miró, temiendo lo que pudiera decir, pero consciente de lo que se avecinaba.

– Sea lo que sea lo que ha planeado lord Ashby -dijo-, seguro que ha tenido eso en cuenta y también el hecho de que algunos de nosotros llevaríamos teléfonos. Tardarán algunos minutos en subir hasta aquí. Así que, ocurra lo que ocurra, será pronto.

картинка 80

Malone sintió cómo el avión descendía. Su mirada se clavó en el altímetro. Siete mil pies y bajando.

– ¿Qué diablos…?

La caída cesó a 5.600 pies.

– Propongo que envíen el caza -dijo-. Puede que sea necesario hacer estallar este avión en el aire -Malone miró los edificios, las carreteras y la gente-. Haré lo que pueda por variar el rumbo.

– Me informan que tendrá un caza escoltándolo en menos de tres minutos -dijo Daniels.

– ¿No dijo que eso era imposible en zonas pobladas?

– Los franceses le tienen cariño a la Torre Eiffel. Y lo cierto es que no les preocupa…

– ¿Lo que me pase a mí?

– Lo ha dicho usted, no yo.

Malone extendió el brazo hacia el asiento del pasajero, cogió la caja gris y estudió el exterior. Era una especie de dispositivo electrónico, como un computador portátil que no se abría. No se veían interruptores de control. Tiró de un cable que sobresalía pero no pudo arrancarlo. Dejó la caja en el suelo y, con ambas manos, desconectó el cable del panel de instrumentos. Una chispa eléctrica vino seguida de una violenta sacudida y el avión se inclinó primero a la derecha y luego a la izquierda.

Malone arrojó el cable a un lado y agarró la palanca. Puso los pies sobre los pedales e intentó recuperar el control, pero el alerón y la palanca de mando no funcionaban y el Skyhawk continuó su senda hacia el noroeste.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Stephanie.

– He matado al cerebro, o al menos a uno de ellos, pero este trasto sigue su curso y los controles no parecen funcionar.

Malone agarró de nuevo la palanca y trató de virar a la izquierda. El avión se resistía a su control. Entonces escuchó un cambio perceptible en el timbre de la hélice. Había pilotado suficientes monomotores para saber que aquello presagiaba problemas. De repente, el morro dio una sacudida y el Skyhawk inició un ascenso.

Malone manipuló la válvula de admisión e intentó cerrarla, pero el aparato no dejaba de elevarse. El altímetro indicaba 8.000 pies cuando el morro por fin descendió. No le gustaba lo que veía. La velocidad estaba alcanzando índices impredecibles. Las superficies de control eran erráticas. El avión podía detenerse en cualquier momento y eso era lo último que necesitaba con una cabina llena de explosivos sobrevolando París.

Malone miró hacia adelante. Con el rumbo y la velocidad actuales, se encontraba como mucho a dos minutos de la torre.

– ¿Dónde está ese caza? -preguntó.

– Mira a tu derecha -dijo Stephanie.

Un Tornado, con las alas retraídas y equipado con dos misiles aire-aire, se aproximaba al Skyhawk.

– ¿Mantienes comunicación con él? -preguntó.

– Está a nuestra disposición.

– Dígale que descienda y que esté preparado.

El Tornado retrocedió y Malone centró de nuevo su atención en el avión poseído.

– Saquen ese helicóptero de aquí -le dijo a Stephanie.

Malone cogió la palanca de mando.

– Muy bien, cariño -susurró-. Esto te va a doler más a ti que a mí.

картинка 81

Thorvaldsen buscó en el cielo. Graham Ashby se había tomado muchas molestias para dejar encerrado al Club de París. Al este, la policía y los bomberos seguían combatiendo las llamas en los Inválidos.

El danés recorrió la plataforma, primero hacia el este y luego hacia el sur, y entonces los vio: un avión monomotor, seguido de cerca por un helicóptero militar, y un caza virando e iniciando el ascenso. La cercanía de los tres aparatos auguraba problemas.

El helicóptero se alejó para dar espacio al monomotor mientras este balanceaba las alas. Thorvaldsen oyó a los otros acercarse por detrás.

– Ahí llega nuestro destino -dijo el danés señalando con el dedo.

Larocque miró hacia el cielo despejado. El avión descendía con el morro apuntando directamente a la plataforma en la que se encontraban. Thorvaldsen vio un rayo de sol reflejarse en el metal por encima del helicóptero y el avión. Era el caza militar.

– Parece que alguien se ocupa del problema -comentó Thorvaldsen con despreocupación. Pero se dio cuenta de que abatir el aparato no era una opción viable. Entonces, se preguntó: ¿cómo se decidiría su destino?

картинка 82

Malone tiró de la palanca hacia la izquierda y la mantuvo en posición, resistiendo la sorprendente fuerza que intentaba devolverla al centro. Al principio creyó que era la caja gris la que pilotaba el avión, pero al parecer el Skyhawk había sufrido numerosas modificaciones. En algún lugar había otro cerebro controlando la trayectoria, pues hiciera lo que hiciera, el avión mantenía el rumbo.

Malone pisó los pedales y trató de recuperar un poco el control, pero el avión no respondía. Ahora iba directo a la Torre Eiffel. Supuso que habían escondido otro dispositivo de autodirección allí, igual que en los Inválidos, y la señal era irresistible para el Skyhawk.

– Dígale al Tornado que prepare el misil -ordenó-. Y haga retroceder más ese maldito helicóptero.

– No vamos a derribar ese avión contigo dentro -dijo Stephanie.

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