Eliza le lanzó una mirada penetrante.
– Lord Ashby ha desaparecido.
Sam esperaba en la plataforma del primer piso y se preguntaba qué estaría ocurriendo ciento cincuenta metros más arriba. Cuando el Club de París había abandonado la sala de reuniones y el personal había vuelto a entrar para preparar el almuerzo, se había unido al ajetreo.
– ¿Cómo ha estado? -le susurró Meagan mientras colocaban la cubertería y los platos en la mesa.
– Esta gente tiene grandes planes -murmuró.
– ¿Te importaría explicarte?
– Ahora no. Digamos que teníamos razón.
Ambos terminaron de preparar las mesas. A Sam le llegó un delicioso aroma a verduras al vapor y ternera a la parrilla. Tenía hambre, pero de momento no había tiempo para comer. Colocó cada silla en su lugar correspondiente.
– Llevan arriba más de media hora -dijo Meagan mientras trabajaban.
Tres agentes de seguridad vigilaban al servicio. Sam sabía que esta vez no podría quedarse dentro. Había visto la reacción de Henrik Thorvaldsen cuando este se percató de su presencia. Todo aquello debió de extrañarle. Le habían dicho que Thorvaldsen no sabía que los estadounidenses estarían allí y Stephanie había dejado claro que quería mantenerlo en secreto. Él se preguntaba por qué, pero había decidido dejar de discutir con sus superiores.
El encargado ordenó a los camareros que se retiraran. Sam y Meagan salieron por la puerta principal con los demás. Esperarían la señal de regreso en el restaurante, situado cerca de allí, y recogerían los platos. Sam miró el enrejado de hierro marrón grisáceo. Un ascensor bajó del segundo piso. Vio que Meagan también se había dado cuenta.
En la barandilla central, cerca de la entrada del restaurante, ambos vacilaron mientras otros camareros entraban a toda velocidad para protegerse del frío. El ascensor se detuvo en su planta.
Las puertas se abrirían en el extremo opuesto de la plataforma, al otro lado de la sala de reuniones, y Sam y Meagan no podrían ver nada desde donde se encontraban. Sam se dio cuenta de que si dudaban unos instantes, despertarían las sospechas del encargado o los vigilantes, que habían retomado sus posiciones frente a las puertas de la sala de reuniones.
En ese momento apareció Graham Ashby. Iba solo. Se dirigió a la escalera que llevaba a la planta baja y se esfumó.
– Parece que tenía prisa -dijo Meagan.
Sam asintió. Algo iba mal.
– Síguelo -ordenó-. Pero que no te descubran.
Meagan le dirigió una mirada burlona, claramente sorprendida por la súbita aspereza de su voz.
– ¿Por qué?
– Tú hazlo.
Sam no tenía tiempo para discutir y echó a andar.
– ¿Adonde vas? -preguntó Meagan.
– Arriba.
Malone no oyó cómo se cerraba la puerta del helicóptero, pero sintió que el torno empezaba a soltar cable. Colocó los brazos a los lados y se inclinó boca abajo con las piernas extendidas. La sensación de caída era inexistente gracias a la firme tensión del acero.
Malone inició el descenso y, como había predicho el soldado, sintió una sacudida. El Skyhawk volaba quince metros por debajo. El torno continuaba soltando cable y poco a poco se fue aproximando a la superficie del ala.
Un aire helado le azotaba el cuerpo. El overol y el gorro de lana ofrecían cierta protección, pero empezaron a agrietársele la nariz y los labios. Sus pies tocaron el ala.
El Skyhawk se tambaleó ante aquel ultraje, pero no tardó en estabilizarse. Malone retrocedió lentamente y con un gesto pidió más cable mientras avanzaba hacia la puerta de la cabina, situada en el lado del piloto.
Una ráfaga de aire frío lo desequilibró y su cuerpo se balanceó. Malone se asió con firmeza al cable y consiguió acercarse de nuevo al avión. Una vez más, hizo un gesto y sintió que el cable se alargaba.
El Skyhawk era un aparato resistente a grandes rachas de viento, con los alerones montados en la parte superior del fuselaje y apoyados sobre montantes en diagonal. Para entrar tendría que deslizarse por debajo del ala. Con un gesto, Malone pidió que el helicóptero redujera la altura para poder bajar un poco más. El piloto pareció intuir sus pensamientos y descendió para que quedara al nivel de las ventanas de la cabina.
Malone miró en el interior. Los asientos traseros habían sido arrancados y los paquetes envueltos en papel de periódico se amontonaban hasta el techo. El viento lo zarandeaba con fuerza y, pese a las gafas, el aire le resecaba los ojos.
Malone pidió más cable y, cuando este se destensó, se agarró al borde del flap y maniobró para llegar al montante, afianzando los pies sobre el tren de aterrizaje y encajando el cuerpo bajo el ala. Su peso alteró la aerodinámica del avión y vio cómo los elevadores y los flaps lo compensaban.
La cabria continuó soltando cable y entonces se detuvo. Al parecer, el soldado se dio cuenta de que ya no había tensión.
Malone acercó la cara a la ventana de la cabina y miró en el interior. En el asiento del pasajero había una pequeña caja gris. Unos cables llegaban hasta el panel de instrumentos. Malone observó de nuevo los paquetes envueltos. En el espacio que quedaba entre los dos asientos delanteros los paquetes estaban al descubierto y revelaban un material de color lavanda. Se trataba de explosivos plásticos. Posiblemente C-83, dedujo. Eran potentes.
Malone debía entrar en el Skyhawk, pero antes de que pudiera decidir su próximo movimiento, notó que el cable retrocedía. Estaban remolcándolo hacia el helicóptero y, con el ala de por medio, no podía decirles que no lo hicieran. Ahora no podía volver. Antes de que el cable tirara de él, soltó la abrazadera y quitó el gancho, que continuó su ascenso.
Malone se asió al montante y extendió el brazo hacia el tirador. La puerta se abrió.
El problema era el ángulo. Él se encontraba posiciona-do hacia adelante, las bisagras quedaban a su izquierda y la puerta se abría hacia la parte frontal del avión. El aire que llegaba desde el morro por debajo del ala jugaba en su contra y cerraba la puerta.
Con los dedos de la mano izquierda, enfundados en unos guantes, agarró el borde exterior de la puerta y mantuvo la mano derecha en el montante. Por el ángulo del ojo vio cómo el helicóptero descendía. Malone consiguió abrir la puerta resistiendo la fuerza del viento, pero descubrió que las bisagras dejaban de ceder a noventa grados, lo cual le impedía deslizarse en el interior. Solo tenía una salida.
Malone se soltó del montante, cogió la puerta con las dos manos e inclinó el cuerpo hacia el interior de la cabina. La velocidad del aire presionó inmediatamente las bisagras, el paracaídas golpeó el fuselaje y el panel metálico lo lanzó contra la abertura de la puerta. Malone logró mantenerse y lentamente metió la pierna derecha en la cabina y luego el resto del cuerpo. Por suerte, el asiento del piloto estaba completamente reclinado. Cerró la puerta y suspiró aliviado.
La palanca de mando giraba a izquierda y derecha con un ritmo constante. En el panel de instrumentos localizó el radiogoniómetro. El avión mantenía su rumbo hacia el noroeste. Un GPS, que dedujo que estaría conectado al piloto automático, parecía controlar el vuelo pero, curiosamente, el piloto automático estaba desactivado.
Vio de soslayo un movimiento y al volverse divisó el helicóptero, que se aproximaba al extremo del ala izquierda. En la ventanilla de la cabina había un letrero con números. Stephanie señaló los auriculares y los números. Malone comprendió el mensaje.
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