– Esa bomba no era gran cosa -dijo-. Otra maniobra de distracción.
Las sirenas ulularon a los lejos. Los bomberos y la policía se dirigían hacia allí. El calor de la furgoneta en llamas templaba el gélido aire del mediodía.
– ¿Es posible que algo haya salido mal? -preguntó Stephanie.
– Lo dudo.
Las sirenas rugían cada vez con más fuerza. En ese momento sonó la radio de Stephanie. Malone escuchó la información que proporcionó el hombre que se encontraba al otro lado.
– Tenemos una terrorista suicida en el patio de honor.
Thorvaldsen prestó atención mientras Larocque terminaba su historia sobre Egipto. La anfitriona explicó el concepto original del Club de París que había ideado Napoleón y resumió el contenido de los cuatro papiros. La oradora no mencionó que el danés había facilitado buena parte de la información, cosa que no le pasó por alto. Sin duda, Larocque quería que sus conversaciones fuesen privadas. Leer el recorte de prensa la había afectado. ¿Cómo no iba a hacerlo? Su reacción le dijo algo más. Ashby no había mencionado que, gracias a Stephanie y Cotton, ahora estaba en posesión del libro.
Pero ¿qué significaba el Magellan Billet en todo aquello?
Thorvaldsen había intentado establecer contacto con Malone por la noche y a lo largo de la mañana, pero su amigo no respondía al teléfono. Le había dejado mensajes y ninguno obtuvo respuesta. Malone no había pasado por su habitación del Ritz la noche anterior. Y aunque sus investigadores no alcanzaron a ver el título del libro que Stephanie le entregó a Ashby, sabía que era el de los Inválidos. ¿Qué podía ser si no?
Tenía que haber una buena razón para que Malone entregara el libro a Stephanie, pero no se le ocurría ninguna.
Ashby estaba sentado tranquilamente al otro extremo de la mesa, mirando a Larocque con atención. Thorvaldsen se preguntaba si los hombres y mujeres presentes en aquella sala sabían en qué se habían metido. Dudaba de que a Eliza Larocque le interesaran únicamente los beneficios ilícitos. Por las dos reuniones que habían mantenido dedujo que era una mujer con una misión, decidida a demostrar algo, tal vez a justificar la herencia que le fue negada a su familia. ¿O tal vez pretendía reescribir la historia? Fuese lo que fuese, ganar dinero no era su única aspiración. Había reunido a aquel grupo en la Torre Eiffel el día de Navidad por alguna razón.
Así, pues, decidió olvidarse por el momento de Malone y concentrarse en el problema que tenía ante él.
Malone y Stephanie llegaron a toda prisa al patio de honor y observaron la elegante plaza. En el centro había una joven de unos treinta y pocos años, con una melena oscura, pantalones de pana y una camisa roja desteñida bajo un abrigo negro. En una mano sostenía un objeto.
Dos vigilantes de seguridad armados con pistolas se hallaban apostados bajo los soportales del otro lado, cerca del andamio por el que Malone había entrado en el museo el día anterior. Otro hombre armado se encontraba a su izquierda, en los arcos que conducían al exterior a través de la fachada norte de los Inválidos, cuyas rejas de hierro estaban cerradas.
– ¿Qué demonios es esto? -murmuró Stephanie.
Detrás de ellos apareció un hombre que se dirigió a los soportales por las puertas de cristal que daban acceso al museo. Llevaba un chaleco antibalas y el uniforme de la policía francesa.
– La mujer ha llegado hace un momento -les informó el agente.
– Creía que habían registrado estos edificios -repuso Stephanie.
– Madame , son cientos de miles de metros cuadrados. Hemos ido lo más rápido que hemos podido sin llamar la atención, tal como usted ordenó. Si alguien quería esquivarnos, no iba a ser difícil.
El policía tenía razón.
– ¿Qué quiere esa mujer? -preguntó Stephanie.
– Les ha dicho a los hombres que controla una bomba y que no se muevan. Fui yo quien avisó por radio.
– ¿Ha aparecido antes o después de que la furgoneta estallara frente a la iglesia? -preguntó Malone
– Justo después.
– ¿En qué piensas? -le preguntó Stephanie.
Malone la miró. Ella se volvió hacia los agentes que continuaban apuntando a la terrorista con sus armas. En una maniobra inteligente, la mujer no cesaba de mover la mano con la que sostenía el detonador.
– Gardez vos distances et baissez les armes -gritó.
Malone tradujo en voz baja. Mantengan la distancia y bajen las armas. Nadie siguió las instrucciones.
– Il se pourrait que la bombe soit a l ’ h ô pital . Ou à l ’ hospice . Faut ’ il pendre le risque? -exclamó la terrorista mostrando el detonador. “La bomba podría estar en el hospital o en el hogar de pensionistas. ¿Se arriesgarán?”.
– Hemos registrado esos dos edificios palmo a palmo. No hay nada allí -susurró el policía a Malone y Stephanie.
– Je ne le redirai pas -gritó la mujer. “No pienso repetirlo”.
Malone se dio cuenta de que la decisión estaba en manos de Stephanie, y que no le gustaban las fanfarronerías. Sin embargo, ordenó a los agentes que bajaran las armas.
Eliza caminó hacia el estrado situado en un extremo del salón. Una rápida mirada a su reloj confirmó la hora; eran las 11.35. Faltaban veinticinco minutos.
– Subiremos muy pronto, pero antes quiero exponer mi propuesta a corto plazo -dijo mirando al grupo-. Durante la última década hemos presenciado numerosos cambios en los mercados financieros de todo el mundo. Los futuros sobre acciones, que en su día eran una herramienta que empleaban los fabricantes para proteger sus productos, ahora son simplemente un juego de azar en el que los bienes no existen y se venden a precios que no guardan ninguna relación con la realidad. Lo comprobamos hace unos años cuando el petróleo alcanzó un máximo de más de ciento cincuenta dólares el barril. Ese precio no tenía nada que ver con el suministro, que por entonces había alcanzado unas cotas históricas. Al final, ese mercado estalló y los precios cayeron en picado.
Eliza vio que muchos asistentes coincidían con su valoración.
– La culpa de ello la tiene sobre todo Estados Unidos -precisó-. En 1999 y 2000 se aprobó una legislación que allanó el terreno para una ofensiva especuladora. En realidad, esa legislación derogaba estatutos anteriores ratificados en los años treinta y concebidos para impedir otra debacle del mercado bursátil. Ahora que habían desaparecido las salvaguardas, se reproducían los mismos problemas de los años treinta. Las devaluaciones del mercado bursátil global que sobrevinieron no deberían haber sorprendido a nadie.
La oradora advirtió expresiones de curiosidad en algunos rostros.
– Es elemental. Las leyes que anteponen la avaricia y la irresponsabilidad al trabajo duro y el sacrificio tienen un precio -hizo una pausa-. Pero también generan oportunidades.
En la sala reinaba el silencio.
– Entre el 26 de agosto y el 11 de septiembre de 2001, un grupo de especuladores vendieron al descubierto una lista de treinta y ocho valores cuya cotización podía bajar a consecuencia de un ataque contra Estados Unidos. Trabajaban en las bolsas canadiense y alemana. Las empresas incluían a United Airlines, American Airlines, Boeing, Lockheed Martin, Bank of America, Morgan Stanley Dean Witter y Merrill Lynch. En Europa, sus objetivos eran compañías de seguros como Munich Re, Swiss Re y AXA. El viernes anterior a los atentados, se vendieron diez millones de acciones de Merryll Lynch. En un día normal no se venden más de cuatro millones. Tanto United Airlines como American Airlines vivieron una actividad inusual en los días previos al atentado. Ninguna otra aerolínea experimentó algo semejante.
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