Había observado sin perder detalle el encuentro entre Thorvaldsen y Graham Ashby. Ninguno de los dos había mostrado reacción alguna. Sin duda, eran dos extraños que se veían por primera vez.
Eliza consultó su reloj. Era hora de empezar.
Antes de que pudiera atraer la atención de todo el mundo, Thorvaldsen se le acercó y le dijo en voz baja:
– ¿Ha leído Le Parisi é n esta mañana?
– Lo haré más tarde. He tenido una mañana ajetreada.
Thorvaldsen se metió la mano en el bolsillo y sacó un recorte de periódico.
– Entonces debería ver esto. Desde la página 12A. Columna superior derecha.
Eliza echó un vistazo rápido al artículo, que recogía un robo que se había producido el día anterior en el Hotel des Invalides y su Musée de l’Armée. De una de las galerías en proceso de remodelación, los ladrones habían sustraído un objeto de la exposición dedicada a Napoleón. Se trataba de un libro, Los reinos merovingios 450-751 d. C , importante por el mero hecho de que el emperador lo mencionaba en su testamento, aunque por lo demás carecía de excesivo valor, lo cual explicaba su presencia en la galería. El personal del museo estaba confeccionando un inventario con los objetos restantes para averiguar si faltaba algo más.
Eliza miró a Thorvaldsen.
– ¿Cómo sabe usted que esto podría ser relevante para mí?
– Como dejé claro en su château , los he estudiado a usted y a él con sumo detalle.
La advertencia que había lanzado Thorvaldsen el día anterior resonó en los oídos de Eliza.
“Si voy bien encaminado, le dirá que no pudo conseguir lo que anda buscando, que no estaba allí, o pondrá cualquier otra excusa”.
Y eso era exactamente lo que le había dicho Graham Ashby.
Malone trepó hasta la linterna por una abertura que había en el suelo. Al salir al exterior, lo recibieron un aire gélido y la luz de aquel radiante mediodía. La panorámica era espectacular dondequiera que mirara. El Sena serpenteaba a través de la ciudad en su periplo hacia el norte, el Louvre se alzaba al noreste y la Torre Eiffel unos tres kilómetros al oeste. Stephanie lo siguió. El vigilante subió de último, pero se quedó en la escalera, de modo que solo podían verle la cabeza y los hombros.
– Decidí registrar la cúpula personalmente -dijo-. No encontré nada, pero me apetecía un cigarrillo, así que trepé hasta aquí y lo vi.
Malone miró hacia donde apuntaba el dedo del vigilante y vio una caja azul de unos veinticinco centímetros cuadrados adosada al techo de la linterna. Una barandilla decorativa de cobre protegía cada uno de los cuatro arcos de la cúpula. Con cuidado, Malone se subió a una de las barandillas y se acercó a escasos centímetros de la caja. En un lateral de la caja vio un cable delgado, que mediría unos treinta centímetros de largo, balanceándose con la brisa.
Malone miró a Stephanie.
– Es un transpondedor, una baliza para atraer a ese avión hasta aquí -dijo mientras tiraba del artilugio, que estaba sujeto con un fuerte adhesivo-. Se activa por control remoto, no puede ser de otra manera. Pero colocarlo aquí les habrá supuesto un gran esfuerzo.
– Eso no es un problema para Peter Lyon. Ha logrado cosas más difíciles.
Malone se agachó, sosteniendo todavía el transpondedor, y lo apagó accionando un interruptor situado en un lateral.
– Eso debería complicarle las cosas -Malone le entregó el dispositivo a Stephanie-. Ha sido demasiado fácil. Lo sabes, ¿no?
Ella asintió.
Malone se acercó a otra barandilla y miró hacia el punto en el que dos calles confluían en una plaza vacía situada frente a la fachada sur de la iglesia. El día de Navidad había alejado buena parte del tráfico diario. Para no alertar a nadie en la cercana Torre Eiffel, desde la que se podía ver claramente los Inválidos, la policía había decidido no acordonar las calles.
Malone divisó una furgoneta de color claro que recorría el Boulevard des Invalides en dirección norte. Circulaba a una velocidad inusual. La furgoneta torció a la izquierda hacia la Avenue de Tourville, que discurría perpendicular a la entrada principal de la iglesia del Domo. Stephanie advirtió su interés.
La furgoneta aminoró la marcha, giró a la derecha, se salió de la calzada y subió una corta escalinata de piedra en dirección a las puertas principales de la iglesia.
Stephanie cogió su radio.
La furgoneta rebasó los escalones y continuó por la acera, entre las islas de césped, antes de detenerse en la base de otra escalinata. En ese momento se abrió la puerta del conductor.
Stephanie activó su radio para transmitir un mensaje de alerta, pero antes de que pudiese mediar palabra, un hombre salió del vehículo y echó a correr hacia un carro que había irrumpido en la calle. El hombre se metió en el carro y ambos se alejaron.
Entonces, la furgoneta saltó por los aires.
– Permítanme desearles a todos una feliz Navidad -dijo Eliza-. Me alegro mucho de tenerlos aquí. Este local me pareció excelente para la reunión de hoy. Un lugar distinto. La torre abre a la una, así que gozaremos de privacidad hasta entonces -hizo una pausa-. Y además tenemos preparado un delicioso almuerzo.
La anfitriona se alegraba especialmente de que Robert Mastroianni hubiese asistido a la reunión, cumpliendo así la promesa que le había hecho en el avión.
– Disponemos de aproximadamente una hora para nuestros negocios, y luego he pensado que podríamos subir hasta arriba antes de que llegue la multitud. Será maravilloso. No es frecuente tener la oportunidad de estar en la cima de la Torre Eiffel con tan poca gente. Me aseguré de que lo incluyeran en el contrato.
Su propuesta fue acogida con entusiasmo.
– También es un privilegio que nos acompañen nuestras dos últimas incorporaciones.
En ese momento presentó a Mastroianni y a Thorvaldsen.
– Es maravilloso que ambos formen parte de nuestro grupo. Con eso somos ocho y creo que nos quedaremos en esa cifra. ¿Alguna objeción?
Nadie dijo nada.
– Perfecto.
Eliza observó aquellos rostros ávidos y atentos. Incluso Graham Ashby parecía eufórico. ¿Había mentido a Eliza acerca del libro merovingio? Por lo visto sí. Se habían reunido antes de que llegaran los demás y Ashby le había reiterado que el libro no se hallaba en la vitrina. Ella había escuchado con atención, había valorado cada detalle y había concluido que, o bien decía la verdad, o bien era uno de los mayores embusteros que había conocido en su vida.
Pero, en efecto, alguien había robado el libro. El periódico más importante de la ciudad se hacía eco de ello. ¿Cómo sabía tanto Thorvaldsen? ¿Era realmente Ashby un problema de seguridad? No había tiempo para responder a aquellos interrogantes por el momento. Debía centrarse en la tarea que tenía entre manos.
– He pensado que empezaré contándoles una historia. El signore Mastroianni tendrá que excusar que me repita. Le expliqué esto mismo hace un par de días, pero para el resto de ustedes será aleccionador. Es sobre lo que le ocurrió a Napoleón en Egipto.
Malone y Stephanie salieron corriendo de la iglesia del Domo por la devastada entrada principal. La furgoneta continuaba ardiendo a los pies de la escalinata. Aparte de las puertas de cristal, la iglesia no había sufrido grandes daños. Malone se percató de que una furgoneta cargada de explosivos a tan corta distancia habría destruido toda la fachada sur, por no hablar de los edificios cercanos que albergaban el hospital y el centro de ex combatientes.
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