Steve Berry - La Habitación de Ámbar

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La Habitación de Ámbar es uno de los mayores tesoros creados por el hombre. Las tropas alemanas que invadieron la Unión Soviética se hicieron con ella en 1941. Cuando los Aliados comenzaron los bombardeos fue ocultada y se convirtió en un misterio que perdura hasta nuestros días.
A la juez Rachel Cutler le encantan su trabajo y sus hijos, y mantiene una relación civilizada con su ex marido Paul. Todo cambia cuando su padre muere en misteriosas circunstancias, dejando pistas acerca de un secreto llamado 'la Habitación de Ámbar'. Desesperada por descubrir la verdad, Rachel viaja a Alemania seguida de cerca por Paul.
Enfrentados a asesinos profesionales en un juego traicionero, los dos chocan contra las fuerzas de la avaricia, el poder y la misma Historia.

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Buscó al encargado con la mirada. Aquel hombre retorcido se encontraba al otro lado de las estanterías, y parecía ocupado colocando carpetas en su sitio. Knoll dobló rápidamente las tres hojas y se las guardó en el bolsillo. No tenía intención de dejar nada al alcance de otra mente inquisitiva. Devolvió las dos cajas a la estantería y se dirigió hacia la salida. El encargado lo esperaba con la puerta abierta.

Dobriy den -le dijo él al salir.

– Buenos días tenga usted.

La puerta se cerró con llave inmediatamente a su espalda. Knoll imaginó que aquel estúpido no tardaría en informar de la visita, y sin duda en pocos días recibiría una propina por su atención. Daba igual. Él se sentía satisfecho. Extático. Tenía una nueva pista. Quizá se tratara de algo definitivo. El comienzo de una nueva línea de investigación. Quizá incluso lograra una recuperación.

La recuperación.

Bajó las escaleras con las palabras del memorando aún resonando en sus oídos.

La yantarnaya komnata.

La Habitación de Ámbar.

9

Burg Herz, Alemania

19:54

Knoll miró por la ventana. Su dormitorio ocupaba la zona superior del torreón oeste del castillo. La ciudadela pertenecía a su empleador, Franz Fellner. Se trataba de una reproducción del siglo xix cuyo original los franceses habían incendiado y destruido hasta los cimientos durante su asalto a Alemania en 1689.

Burg Herz, «Castillo Corazón», resultaba un nombre adecuado, ya que la fortaleza se hallaba situada casi en el centro de la Alemania reunificada. Martin, el padre de Franz, había adquirido el edificio y el bosque circundante después de la Primera Guerra Mundial, cuando su anterior propietario se equivocó en sus previsiones y apoyó al kaiser. El cuarto de Knoll, el que había sido su hogar durante los últimos once años, había servido en el pasado como aposento del mayordomo jefe. Era espacioso y apartado, y contaba con baño propio. Las vistas se extendían kilómetros y kilómetros y abarcaban praderas herbosas, los altos boscosos del Rothaar y el fangoso Eder, que fluía hacia el este en dirección a Kassel. El mayordomo jefe había atendido a Martin Fellner todos los días de los últimos veinte años de vida de este, y de hecho no había sobrevivido más que una semana a su señor. Knoll había oído las habladurías que aseguraban que habían sido algo más que empleador y empleado, pero él nunca había dado demasiado pábulo a los rumores.

Estaba cansado. Los dos últimos meses habían resultado realmente agotadores. Un largo viaje a África y después una carrera a través de Italia, para terminar en Rusia. Había pasado mucha agua bajo el puente desde el apartamento de tres piezas en un bloque de protección oficial a treinta kilómetros al norte de Munich, su hogar hasta que cumplió diecinueve años. Su padre era un trabajador fabril y su madre, profesora de música. Los recuerdos de su madre siempre le evocaban ternura. Era griega y su padre la había conocido durante la guerra. Knoll siempre la había llamado por su nombre de pila, Amara, que significaba «imperecedera», una perfecta descripción. De ella había heredado el ceño marcado, la nariz recta y la insaciable curiosidad. La buena mujer también había forjado en él la pasión por aprender y lo había llamado Christian, pues era una devota creyente.

Su padre lo convirtió en un hombre, pero ese estúpido amargado también le había impartido la enseñanza de la furia. Jakob Knoll luchó en el ejército de Hitler como un nazi fervoroso. Apoyó al Reich hasta el final. Era un hombre muy difícil de querer, aunque igualmente difícil resultaba ignorarlo.

Se apartó de la ventana y echó un vistazo a la mesilla de noche que había junto a su cama.

Encima descansaba un ejemplar de Hitler’s Willing Executioners. El volumen le había llamado la atención dos meses atrás. Era uno de los muchísimos libros que se habían publicado recientemente acerca de la psique del pueblo alemán durante la guerra. ¿Cómo tantos habían consentido a tan pocos tamaña barbarie? ¿Habían sido cómplices de buen grado, como el escritor sugería? No resultaba fácil de decir respecto de nadie, pero con su padre no cabía duda. Odiaba con suma facilidad. Para él, el odio era como una droga. ¿Cómo era aquella cita de Hitler que repetía con frecuencia?«Yo marcho por el camino que la Providencia me dicta, con la confianza de un sonámbulo.»

Y eso era exactamente lo que Hitler había hecho, hasta el mismísimo final. Del mismo modo, Jakob Knoll tuvo una muerte amarga doce años después de que Amara sucumbiera a la diabetes.

Knoll contaba dieciocho años y se encontraba solo cuando su cociente intelectual, propio de un genio, le abrió las puertas de la Universidad de Munich. Siempre le habían interesado las humanidades, y durante su último año consiguió una beca de Historia del Arte en la Universidad de Cambridge. Recordó con agrado el verano en que se relacionó brevemente con simpatizantes neonazis. En aquellos tiempos no eran grupos tan visibles como lo serían después, proscritos como estaban por el Gobierno alemán. Pero su visión única del mundo no le había resultado interesante. Ni entonces ni ahora. Tampoco el odio. Ambos resultaban contraproducentes y poco provechosos.

Sobre todo, dada la atracción que sentía por las mujeres de color.

Solo cursó un año en Cambridge antes de dejarlo y conseguir un empleo como mediador en Nordstern Fine Art Insurance Limited. Recordó lo rápido que se había hecho un nombre al recuperar un cuadro de un maestro holandés que se creía perdido para siempre. Los ladrones llamaron y exigieron un rescate de veinte millones a cambio de no quemar el lienzo. Aún podía ver la mueca de espanto de sus superiores cuando dijo llanamente a los delincuentes que le prendieran fuego. Pero no lo hicieron. Él sabía que no se atreverían. Y un mes más tarde recuperó la pintura cuando los malhechores, desesperados, trataron de vendérsela a su legítimo propietario.

Con la misma facilidad llegaron posteriores éxitos.

Trescientos millones de dólares en viejos cuadros robados del fondo de un museo de Boston. La recuperación de un Jean-Baptiste Oudry de doce millones de dólares, robado en el norte de Inglaterra a un coleccionista privado. Dos magníficos Turners sustraídos de la Tate Gallery de Londres, y localizados en un cochambroso apartamento parisino.

Había conocido a Franz Fellner once años atrás, cuando Nordstern lo despachó para elaborar un inventario de la colección de Fellner. Como cualquier coleccionista cuidadoso, este había asegurado sus activos artísticos conocidos, aquellos que en ocasiones aparecían en revistas especializadas de arte europeas o americanas, siendo la publicidad un modo de labrarse un nombre para sí y de espolear a los tratantes del mercado negro para que le presentaran sus tesoros más valiosos. Fellner se lo arrebató a Nordstern con un salario generoso, una habitación en Burg Herz y la emoción de robar a los ladrones algunas de las más grandes creaciones de la humanidad. Poseía un talento especial para buscar, y disfrutaba inmensamente del reto que representaba encontrar cosas que los demás trataban de ocultar con el máximo de los celos. Las mujeres con las que se cruzaba resultaban igualmente atrayentes. Pero lo que lo excitaba en particular era matar. ¿Se trataba, quizá, del legado de su padre? No era fácil de decir. ¿Era un enfermo? ¿Un depravado? ¿Acaso le importaba? No. La vida era maravillosa.

Absolutamente maravillosa.

Se alejó de la ventana y entró en el cuarto de baño. El ventanuco circular sobre el inodoro estaba abierto, y un fresco aire nocturno limpiaba los azulejos de la humedad provocada por la ducha que se había dado hacía poco. Se estudió en el espejo. El tinte castaño que había utilizado durante las dos últimas semanas había desaparecido y su cabello volvía a ser rubio. Los disfraces no eran su punto fuerte, pero consideraba que, dadas las circunstancias, el cambio de aspecto había sido un movimiento inteligente. Se había afeitado mientras se duchaba y su rostro moreno estaba terso y despejado. Aún exhibía un aire de confianza, la imagen de un hombre directo, con gustos y convicciones firmes. Se echó un poco de colonia por el cuello y se secó la piel con una toalla, antes de ponerse la chaqueta para la cena.

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