Steve Berry - El tercer secreto

Здесь есть возможность читать онлайн «Steve Berry - El tercer secreto» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Триллер, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

El tercer secreto: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «El tercer secreto»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

Fátima, Portugal, 1917. La Virgen María se aparece a tres niños y les hace tres revelaciones. Dos de ellas son hechas públicas: la primera presagia la II Guerra Mundial, la segunda, la conversión de Rusia. El tercer secreto es guardado bajo llave. En el año 2000 Juan Pablo II desvela finalmente el misterio: el atentado fallido contra el Papa. Pero algo indica que un mensaje mucho más importante sigue sumido en la oscuridad. En la actualidad, Clemente XV se adentra en la Riserva vaticana y estudia la caja de madera que alberga el tercer secreto. ¿Duda el nuevo pontífice de su autenticidad? Andrej Tibor, el sacerdote que lo tradujo, sabe la verdad.

El tercer secreto — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «El tercer secreto», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Contó las píldoras del escritorio.

Veintiocho.

Si las tragaba, sería recordado como el Papa que reinó cuatro días. Sería considerado un líder caído que el Señor se había llevado demasiado pronto. Morir de repente tenía sus ventajas: Juan Pablo I había sido un cardenal insignificante y ahora lo veneraban simplemente por haber fallecido a los treinta y tres días de que se celebrara el cónclave. Un puñado de pontífices había gobernado menos; muchos, bastante más. Pero a ninguno se le había obligado a ponerse en la tesitura en la que se hallaba él ahora.

Pensó en la traición de Ambrosi. Jamás habría pensado que Paolo fuese tan desleal, llevaban muchos años juntos. Puede que Ngovi y Michener hubieran subestimado a su viejo amigo. Tal vez Ambrosi fuese su legado, el hombre que se aseguraría de que el mundo no olvidara nunca a Pedro II. Esperó estar en lo cierto al pensar que quizás algún día Ngovi lamentara haber dejado libre a Paolo Ambrosi.

Sus ojos volvieron a posarse en las pastillas. Al menos no sentiría dolor. Y Ngovi se encargaría de que no le practicaran la autopsia. El africano todavía era camarlengo. Se imaginaba al muy cabrón inclinado sobre él, golpeándole la frente con suavidad con el martillito de plata y preguntándole tres veces si estaba muerto.

Estaba convencido de que si al día siguiente continuaba con vida, Ngovi presentaría cargos. Aunque nunca antes se había destituido a un Papa, una vez se viera implicado en un asesinato no se le permitiría permanecer en el cargo.

Lo cual suscitaba su mayor preocupación.

Hacer lo que Ngovi y Michener le pedían significaba que no tardaría en responder de sus pecados. ¿Qué diría Él?

La prueba de que Dios existía implicaba que también había una inconmensurable fuerza maligna que corrompía el espíritu humano. La vida parecía un perpetuo tira y afloja entre esos dos extremos. ¿Cómo explicaría sus pecados? ¿Obtendría perdón o sólo castigo? Aún creía, incluso en vista de lo que sabía, que los sacerdotes tenían que ser hombres. La Iglesia de Dios la fundaron los varones, y a lo largo de dos milenios se había derramado sangre masculina para proteger dicha institución. La inserción de las mujeres en algo tan decididamente masculino parecía sacrílego. Cónyuge e hijos no eran sino distracciones. Y asesinar a un nonato se le antojaba impensable. El deber de la mujer consistía en crear vida, con independencia de cómo fuese concebida, tanto si era deseada como si no. ¿Cómo podía haberse equivocado Dios de esa manera?

Removió las píldoras de la mesa.

La Iglesia iba a cambiar. Nada volvería a ser lo mismo. Ngovi se aseguraría de que vencieran los extremistas. Y la idea le revolvió el estómago.

Sabía lo que lo esperaba.

Tendría que dar cuenta de muchas cosas, pero no rehuiría el desafío. Se situaría frente al Señor y le diría que había hecho lo que creía correcto. Si era condenado al Infierno, se encontraría con una compañía bastante solemne. No era el primer Papa que había desafiado a los cielos.

Alargó la mano y dispuso las cápsulas en grupos de siete. Cogió uno de ellos y lo sostuvo en la palma de la mano.

En los últimos instantes de la vida, sin duda, uno adquiría cierta perspectiva.

Su legado entre los hombres se encontraba a salvo. Él era Pedro II, Papa de la Iglesia, y eso nadie podría quitárselo. Incluso Ngovi y Michener habrían de venerar públicamente su memoria.

Y esa idea le proporcionó consuelo.

Además de un arrebato de valentía.

Se metió las píldoras en la boca y cogió el vaso de agua. Luego agarró otras siete y las tragó. Aprovechando esa fortaleza, echó mano de las pastillas restantes y dejó que lo que quedaba de agua las arrastrara hasta su estómago.

«Espero que no tenga las agallas de hacer lo que hizo Clemente.»

Que te den, Michener.

Cruzó la estancia hasta llegar a un reclinatorio dorado que se hallaba frente a una imagen de Cristo. Se puso de rodillas, se santiguó y le pidió al Señor que lo perdonara. Permaneció arrodillado diez minutos, hasta que la cabeza empezó a darle vueltas. Su legado no haría sino aumentar al saberse que Dios lo había llamado mientras rezaba.

La somnolencia se volvió tentadora, y durante un rato luchó contra el deseo de rendirse. Parte de él se sintió aliviada, pues no se lo relacionaría con una Iglesia que iba en contra de todo aquello en lo que él creía. Tal vez fuera mejor descansar bajo la basílica como el último Papa defensor de las antiguas usanzas. Imaginó a los romanos afluyendo a la plaza al día siguiente, consternados por la pérdida de su amado Santissimo Padre. Millones de personas verían su funeral, y la prensa internacional escribiría acerca de él con respeto. Con el tiempo aparecerían libros sobre su persona. Esperaba que los tradicionalistas lo utilizaran como paladín de la oposición a Ngovi. Y siempre estaba Ambrosi, su querido, queridísimo Paolo. Él aún seguía ahí. Y la idea le agradó.

Sus músculos ansiaban el sueño, y no fue capaz de seguir resistiendo el impulso, así que se rindió a lo inevitable y se desplomó en el suelo.

Clavó la vista en el techo y finalmente dejó que las píldoras se impusieran. La habitación aparecía y desaparecía. Cesó su resistencia al descenso.

Prefirió dejar vagar su mente con la esperanza de que, efectivamente, Dios fuera misericordioso.

71

Domingo, 3 de diciembre

13:00

Michener y Katerina entraron con la multitud en la plaza de San Pedro. A su alrededor hombres y mujeres lloraban abiertamente; muchos sostenían en la mano un rosario. Las campanas de la basílica tañían solemnes.

Lo habían anunciado hacía dos horas, un seco comunicado con la retórica habitual del Vaticano que informaba de la defunción del Santo Padre durante la noche. Se había convocado al camarlengo, el cardenal Maurice Ngovi, y el médico del Papa había confirmado que un infarto se había cobrado la vida de Alberto Valendrea. Se llevó a cabo la correspondiente ceremonia con el martillo de plata, y la Santa Sede se declaró en período de sede vacante. Nuevamente se pidió a los cardenales que acudieran a Roma.

Michener no le había contado a Katerina lo del día anterior. Era mejor así. En cierto modo él era un asesino, aunque no se sentía como tal. Antes bien, experimentaba una enorme sensación de desquite, en particular por el padre Tibor. Un daño reparado con otro dentro de un tergiversado sentido del equilibrio que sólo las extrañas circunstancias de las últimas semanas podían haber generado.

Dentro de quince días se celebraría otro cónclave y se elegiría un nuevo papa. El número 269 desde Pedro, el que ampliaba la lista de Malaquías. El temido juez había juzgado; los pecadores habían recibido su castigo. Y ahora dependía de Maurice Ngovi que se hiciera la voluntad divina. Había pocas dudas de que fuera el próximo pontífice. El día anterior, cuando salían del palacio, Ngovi le había pedido que se quedara en Roma y formara parte de lo que se avecinaba, pero él declinó el ofrecimiento. Se iba a Rumanía con Katerina. Quería compartir su vida con ella, y Ngovi lo entendió, le deseó suerte y le aseguró que las puertas del Vaticano siempre estarían abiertas para él.

La gente no dejaba de llegar, abarrotando la plaza entre las columnatas de Bernini. No estaba seguro de por qué había ido, pero era como si algo lo llamara, y lo invadió una sensación de paz interior que no había experimentado en mucho tiempo.

– Esta gente no sabe nada de Valendrea -musitó Katerina.

– Para ellos era su Papa, un italiano. Y jamás podríamos convencerlos de lo contrario. Su recuerdo perdurará así.

– No vas a contarme lo que pasó ayer, ¿no?

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «El tercer secreto»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «El tercer secreto» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Отзывы о книге «El tercer secreto»

Обсуждение, отзывы о книге «El tercer secreto» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x