Recorrió al trote el pasillo central en dirección al altar, pasando ante bancos vacíos que proyectaban finas sombras en la negrura. Tan sólo un puñado de lámparas alumbraba la nave. Al parecer la iglesia no participaba en el festejo de ese año.
– Colin.
La desesperación teñía su voz. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no respondía? ¿Habría salido por otra puerta? ¿Estaba atrapada allí sola?
Las puertas se abrieron tras ella.
Se metió en una fila de bancos y se pegó al suelo con la idea de arrastrarse por el pavimento para alcanzar el otro extremo. Unos pasos interrumpieron su avance.
Michener vio entrar a un hombre en la iglesia, y un rayo de luz reveló el rostro de Paolo Ambrosi. Poco antes había llegado Katerina y lo había llamado, pero él no había respondido deliberadamente. Ahora ella estaba acurrucada en el suelo, entre los bancos.
– Se mueve deprisa, Ambrosi -gritó Michener.
Su voz rebotó en las paredes, el eco dificultando su localización. Vio que Ambrosi iba a la derecha, hacia los confesionarios, la cabeza girando a un lado y a otro para que sus oídos pudiesen desentrañar el sonido. Esperó que Katerina no delatara su presencia.
– ¿Por qué complicarlo todo, Michener? -dijo Ambrosi-. Ya sabe lo que quiero.
– Antes me dijo que las cosas serían distintas si leía esas palabras. Por una vez tenía razón.
– Cómo iba a obedecer…
– ¿Qué hay del padre Tibor? ¿Acaso obedeció él?
Ambrosi se acercaba al altar. Daba pasos cautelosos, escudriñando la oscuridad para dar con Michener.
– No llegué a hablar con Tibor -replicó Ambrosi.
– No me lo creo.
Michener observaba desde lo alto del pulpito, a unos dos metros y medio por encima de Ambrosi,
– Salga de ahí, Michener. Acabemos con esto.
Cuando éste se giró, dándole la espalda momentáneamente, Michener saltó sobre él, y ambos se desplomaron y rodaron por el suelo.
Ambrosi se zafó y se puso en pie.
Michener también se disponía a levantarse.
Un movimiento a su derecha llamó su atención. Vio a Katerina acercarse con un arma en la mano. Tras tomar impulso, Ambrosi salvó de un salto una hilera de bancos y se abalanzó sobre ella, clavándole los pies en el pecho y haciéndola caer. Michener oyó un ruido sordo cuando la cabeza golpeó el suelo. Ambrosi desapareció entre los bancos y surgió empuñando una pistola. Tras obligar a una Katerina exangüe a levantarse, le puso la pistola al cuello.
– Muy bien, Michener. Ya basta.
Éste permanecía inmóvil.
– Déme la traducción de Tibor.
Michener dio unos pasos hacia ellos y se sacó el sobre del bolsillo.
– ¿Es esto lo que quiere?
– Déjelo en el suelo y retroceda. -Se oyó el clic del percutor-. No me presione, Michener. Tengo valor para hacer lo que haya que hacer, pues el Señor me da la fuerza.
– Puede que lo esté poniendo a prueba para ver qué hace.
– Cierre el pico. No necesito escuchar una lección de teología.
– A ese respecto es posible que en este momento yo sea la persona más indicada del mundo.
– ¿Son las palabras? -Su tono era burlón, como un colegial que le preguntara al profesor-. ¿Le dan valor?
Michener tuvo un presentimiento.
– ¿Qué pasa, Ambrosi? ¿Es que Valendrea no se lo contó todo? Qué lástima. Se calló la mejor parte.
Ambrosi apretó con más fuerza a Katerina.
– Limítese a dejar el sobre y retroceder.
La mirada de desesperación en los ojos de Ambrosi le dio a entender que bien podía cumplir su amenaza, así que tiró el sobre al suelo.
Ambrosi soltó a Katerina y la empujó hacia Michener. Éste la cogió y vio que estaba aturdida debido al golpe.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó.
Tenía los ojos vidriosos, pero asintió.
Ambrosi estaba examinando el contenido del sobre.
– ¿Cómo sabe que es lo que quiere Valendrea? -le dijo Michener.
– No lo sé, pero mis instrucciones eran precisas: recuperar lo que pueda y eliminar a los testigos.
– ¿Y si he hecho una copia?
Ambrosi se encogió de hombros.
– Correremos ese riesgo. Pero, afortunadamente para nosotros, ustedes no estarán aquí para dar testimonio. -Levantó el arma y los apuntó con ella-. Ésta es la parte con la que voy a disfrutar de verdad.
Un bulto emergió de las sombras y se acercó despacio a Ambrosi por detrás, sin hacer un solo ruido. El hombre vestía unos pantalones negros y una chaqueta negra amplia. En una mano se perfiló un arma, que subió lentamente hasta la sien derecha de Ambrosi.
– Le aseguro, padre, que yo también voy a disfrutar con esta parte -afirmó el cardenal Ngovi.
– ¿Qué está haciendo aquí? -inquirió Ambrosi con voz sorprendida.
– He venido a hablar con usted, así que baje el arma y respóndame a unas preguntas. Después podrá irse.
– Quiere a Valendrea, ¿no es así?
– ¿Por qué, si no, cree usted que aún respira?
Michener contuvo el aliento mientras Ambrosi sopesaba sus opciones. Cuando llamó por teléfono antes a Ngovi, contaba con el instinto de supervivencia de Ambrosi. Supuso que aunque éste fuera extremadamente leal, cuando se tratara de escoger entre él y su Papa no habría elección posible.
– Todo ha terminado, Ambrosi. -Señaló el sobre-. Lo he leído, y el cardenal Ngovi también. Ahora son demasiados los que lo saben. Esta vez no saldrá victorioso.
– ¿Acaso vale la pena? -quiso saber Ambrosi, el tono indicando que se estaba planteando su proposición.
– Baje el arma y averígüelo.
Reinó un largo silencio, y finalmente Ambrosi bajó la mano. Ngovi le cogió la pistola y retrocedió sin dejar de encañonar al sacerdote con la suya.
Éste se encaró con Michener.
– ¿Usted era el cebo? ¿La idea era obligarme a seguirlo?
– Algo por el estilo.
Ngovi avanzó unos pasos.
– Tenemos algunas preguntas. Si coopera, no habrá policía ni detención. Podrá desaparecer sin más. Es un buen trato, dadas las circunstancias.
– ¿Qué circunstancias?
– El asesinato del padre Tibor.
Ambrosi rió entre dientes.
– Es un farol» y lo sabe. Lo que quieren es acabar con Pedro II.
– No. Lo que queremos es que usted acabe con Valendrea -terció Michener-. Lo cual no debería importarle, ya que él haría lo mismo si se volvieran las tornas.
No cabía duda de que el hombre que tenía delante estaba involucrado en la muerte del padre Tibor, lo más probable es que fuera el asesino. Sin embargo seguro que Ambrosi era lo bastante listo para percatarse del giro que había dado el juego.
– Muy bien -claudicó Ambrosi-. Pregunten.
El cardenal metió la mano en el bolsillo de la chaqueta.
Sacó una grabadora.
Michener ayudó a Katerina a entrar en el Königshof. Irma Rahn los recibió en la puerta principal.
– ¿Salió todo bien? -le preguntó la anciana a Michener-. Esta última hora he estado en vilo.
– Muy bien.
– Alabado sea Dios. Estaba tan preocupada.
Katerina seguía mareada, pero se sentía mejor.
– Voy a llevarla arriba -propuso Michener.
La ayudó a subir a la segunda planta. Una vez en la habitación, ella preguntó en el acto:
– ¿Qué demonios hacía Ngovi allí?
– Lo llamé esta tarde y le conté lo que había averiguado. Voló a Munich y llegó aquí justo antes de que me fuera a la catedral. Yo tenía que encargarme de que Ambrosi acudiera a la parroquia de San Gangolf. Necesitábamos un lugar alejado de las festividades, e Irma me dijo que este año la iglesia no ponía nacimiento. Le pedí a Ngovi que hablara con el párroco: éste no sabe nada, sólo que unos funcionarios del Vaticano necesitaban su iglesia durante un rato. -Michener adivinó lo que ella estaba pensando-. Mira, Kate, Ambrosi no le haría daño a nadie hasta que tuviera la traducción de Tibor; hasta entonces no estaría seguro de nada. Teníamos que arriesgarnos.
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