Ahora entendía la urgencia.
– ¿De qué hablaron?
– Hablaron a puerta cerrada en una de las salas de lectura. El sacerdote que tengo en el archivo no pudo enterarse de nada, salvo que consultaron un libro, uno que por lo común sólo puede manipular el archivero.
– ¿Cuál?
– El Lignum Vitae.
– ¿Las profecías de Malaquías? Tienes que estar de broma. Eso son tonterías. De todas formas, es una pena que no sepamos de que han hablado.
– Estoy en vías de reinstalar las escuchas, pero llevará tiempo.
– ¿Cuándo tiene previsto marcharse Ngovi?
– Ya ha desocupado la oficina. Me han dicho que saldrá para África dentro de unos días, pero por ahora continúa en su apartamento.
Y seguía siendo camarlengo. Valendrea todavía no había decidido cuál sería su sustituto. Dudaba entre tres cardenales que no habían vacilado a la hora de prestarle su apoyo en el cónclave.
– He estado pensando en los efectos personales de Clemente. El facsímil de Tibor ha de hallarse entre ellos. Clemente esperaba que fuera Michener y no otro quien recogiera sus cosas.
– ¿Qué quiere decir, Santo Padre?
– No creo que Michener vaya a darnos nada. Nos desprecia. No, se lo entregará a Ngovi. Y no puedo permitir que eso ocurra.
Observó a Ambrosi para ver cómo reaccionaba, y su viejo amigo no lo decepcionó.
– ¿Prefiere tomar medidas? -le preguntó el secretario.
– Hemos de demostrarle a Michener que vamos en serio. Pero esta vez no lo harás tú, Paolo. Llama a nuestros amigos y solicita su ayuda.
Michener entró en el apartamento en el que vivía desde que falleció Clemente. Había pasado las dos últimas horas paseando por las calles de Roma. La cabeza había empezado a dolerle hacía media hora, una de esas jaquecas de cuya recurrencia le había advertido el médico bosnio, de modo que fue directo al cuarto de baño y se tomó dos aspirinas. El médico también le había dicho que se sometiera a un chequeo cuando volviera a Roma, pero ahora no tenía tiempo.
Se desabrochó la sotana y la tiró en la cama. El reloj de la mesilla de noche marcaba las seis y media de la tarde. Aún sentía en él las garras de Valendrea. Que Dios ayudara a la Iglesia católica. Un hombre sin miedo era peligroso. Valendrea parecía dispararse, sin que ello le preocupara, por momentos, y el poder absoluto le confería opciones ilimitadas. Luego estaba lo que había dicho supuestamente Malaquías. Sabía que debía pasar por alto esa estupidez, pero empezaba a sentirse aterrorizado. Se avecinaban problemas, estaba seguro.
Se puso un vaquero y una camisa de solapas abotonadas, salió al salón y se acomodó en el sofá. No dio la luz a propósito. ¿De verdad habría purgado Valendrea algo de la Riserva hacía décadas? ¿Había hecho Clemente eso mismo recientemente? ¿Qué estaba pasando? Era como si la realidad se hubiese vuelto del revés. A su alrededor todo y todos parecían culpables. Y, para colmo, era posible que un obispo irlandés que vivió hacía novecientos años hubiese predicho el fin del mundo con la llegada de un papa llamado Pedro.
Se frotó las sienes en un intento de aliviar el dolor. Por las ventanas se colaban algunos rayos de débil luz. Bajo el alféizar, en la sombra, se encontraba el baúl de roble de Jakob Volkner. Recordó que estaba cerrado con llave el día que lo sacó todo del Vaticano. Sin duda parecía el sitio indicado para que Clemente ocultara algo importante. Nadie se habría atrevido a echar un vistazo.
Se arrastró hasta él por la alfombra.
Estiró el brazo, encendió una de las lámparas y escudriñó la cerradura. No quería forzar el baúl y estropearlo, así que se puso cómodo para pensar cuál era el mejor proceder.
La caja de cartón que había traído de las dependencias pontificias el día después de que muriera el Papa se encontraba a unos metros. Dentro estaban todas las pertenencias de Clemente. Acercó la caja y se puso a hurgar entre las cosas que en su día adornaran los aposentos papales. La mayoría le trajo buenos recuerdos: un reloj de la Selva Negra, unos bolígrafos especiales, una fotografía enmarcada de los padres de Clemente.
Una bolsa de papel gris contenía la Biblia de Clemente. La habían enviado desde Castelgandolfo el día del funeral, y él no la había abierto, se había limitado a llevarla al apartamento y meterla en la caja.
Admiró la tapa de piel blanca, el dorado canto ajado por el tiempo. Abrió la portada con reverencia. Allí decía, en alemán: POR EL DÍA DE TU ORDENACIÓN. TE QUIEREN: TUS PADRES.
Clemente hablaba mucho de sus padres. Los Volkner formaban parte de la aristocracia bávara en la época de Luis I, y la familia fue antinazi, jamás apoyó a Hitler, ni siquiera en los gloriosos días previos a la guerra. Sin embargo, no eran insensatos, y mantuvieron su disensión para sí, haciendo discretamente lo que pudieron para ayudar a los judíos de Bamberg. El padre de Volkner escondió los ahorros de dos familias del lugar y los protegió hasta el final de la contienda. Por desgracia nadie volvió a reclamar el dinero, y él entregó cada uno de esos marcos a Israel. Un regalo del pasado con la esperanza de tener un futuro.
Se le pasó por la cabeza la visión de la última noche.
El rostro de Jakob Volkner.
«No sigas desoyendo al Cielo. Haz lo que te pedí. Recuerda que vale la pena contar con un servidor fiel.»
«¿Cuál es mi destino, Jakob?»
Pero fue la imagen del padre Tibor la que le respondió:
«Ser una señal para el mundo, el faro que servirá de guía para el arrepentimiento» el mensajero que anunciará que Dios está vivo.»
¿Qué significaba aquello? ¿Era real? ¿O tan sólo el delirio de un cerebro sacudido por el rayo?
Empezó a hojear la Biblia. Sus páginas eran como de tela. En algunas había cosas subrayadas, y en otras notas garabateadas en el margen. Prestó atención a los pasajes marcados.
Hechos de los Apóstoles 5:29: «Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres.»
Epístola de Santiago 1:27: «La práctica religiosa pura e inmaculada ante Dios Padre es ésta: asistir a los huérfanos y viudas en sus tribulaciones y guardarse incontaminado frente al mundo.»
Evangelio de san Mateo 15:3-6: «¿Por qué traspasáis vosotros el precepto de Dios por vuestras tradiciones? Y habéis anulado la palabra de Dios por vuestra tradición.»
Evangelio de san Mateo 5:19: «Si, pues, alguno descuidase uno de esos preceptos menores y enseñare así a los hombres, será tenido por el menor en el reino de los cielos.»
Daniel 4:23: «Tu reino te quedará cuando reconozcas que el cielo es quien domina.»
Evangelio de san Juan 8:28: «Y no hago nada de mí mismo, sino que según me enseñó el Padre, así hablo.»
Una selección interesante. ¿Más mensajes de un Papa desazonado? ¿O tan sólo fragmentos escogidos al azar?
Del borde inferior del libro sobresalían cuatro hilos de seda de color que se entrelazaban más arriba. Los agarró y se situó en las páginas señaladas. Embutida en la cubierta había una delgada llave de plata.
¿Lo había hecho Clemente a propósito? La Biblia se hallaba en Castelgandolfo, en la mesilla de noche, junto a la cama de Clemente. Puede que el Papa supusiera que nadie salvo Michener la examinaría.
Sacó la llave, a sabiendas de lo que abría.
La introdujo en la cerradura del baúl, los resortes cedieron y la tapa se abrió.
Dentro había unos sobres, un centenar o más, todos ellos dirigidos a Clemente por una mano femenina. Las direcciones variaban: Munich, Colonia, Dublín, El Cairo, Ciudad del Cabo, Varsovia, Roma, todos ellos lugares en los que había estado destinado Clemente. Las señas del remitente de todos los sobres era la misma, y él sabía quién era ese remitente, pues había estado un cuarto de siglo ocupándose del correo de Volkner. Se llamaba Irma Rahn, y era una amiga de la infancia. Él nunca había hecho muchas preguntas sobre ella, y Clemente sólo le había confiado que crecieron juntos en Bamberg.
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